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– Lo prometo. -Al pronunciar esas palabras, Hannah supo que mentía y sintió un extraño placer al ver la facilidad con que la mentira brotaba de sus labios. Sabía que se lo diría a Miguel, aun cuando no acertara a precisar cuándo o por qué o cuáles pudieran ser las consecuencias de aquel acto que podía acarrearle la ruina.

Una semana después de su conversación con Hendrick, Miguel se encontró sentado con Geertruid en la Carpa Cantarina. La viuda le había enviado una nota anunciando que deseaba verle, y Miguel acudió enseguida. Cuando llegó, se encontró a Hendrick en mitad de una historia y, aun cuando Geertruid estiró su bonito cuello para besarle, no hizo ningún esfuerzo por interrumpir a su hombre.

Hendrick hablaba en un holandés rápido del campo, y a Miguel se le hacía difícil seguir el relato, el cual tenía algo que ver con un amigo de la infancia y un tonel robado de vaca encurtida. Cuando terminó, se echó a reír en señal del aprecio que se tenía a sí mismo.

– Menuda historia, ¿eh, judío?

– Me ha gustado mucho -dijo Miguel.

– Le ha gustado mucho -le dijo Hendrick a Geertruid-. Lo dice por cortesía.

¿Por qué no despachaba Geertruid a aquel bufón? Pero se le hacía a Miguel que la viuda había estado bebiendo en demasía, y también Hendrick.

– Ahora os toca a vos -le dijo a Miguel. Y sonrió grandemente, aunque en sus ojos se notaba una cierta crueldad-. Vos contaréis una historia.

Acaso aquello fuera una prueba, pero Miguel ignoraba cómo proceder.

– No tengo ninguna historia que contar, al menos ninguna que pueda competir con vuestro relato de la ternera encurtida. -Lo cierto es que Miguel estaba muy inquieto. Solo quedaba un tercio del dinero de Geertruid y, cuando llegara el momento, no tendría forma de pagar a Nunes. Había conseguido quitarse de las mientes el dinero perdido, pero, con Geertruid allí delante, no era cosa fácil.

– No tengo ninguna historia que contar -repitió Hendrick imitando a Miguel-. Venga, judío. A ver si por una vez demostráis algo de coraje. Vos disfrutáis de mi generoso entretenimiento y de igual modo yo quisiera que me ofrecierais algo a cambio. ¿No os gustaría oír una historia, señora?

– Me encantaría -concedió Geertruid-. El senhor es tan astuto…

– Veo que me superan en número -dijo, haciendo ostentación de buen carácter-. ¿Qué suerte de historia querrían oír?

– Eso habréis de decidirlo vos mismo. Algo que nos recuerde vuestras tremendas aventuras. Podéis contarnos algún relato de vuestras gestas amorosas, o de vuestra extraña raza, o de algún incomprensible plan para conquistar la Bolsa.

Miguel no tuvo tiempo para contestar, pues en esas que un hombre se llegó a Hendrick por detrás con una jarra en la mano y tomó impulso, con intención de descalabrarlo. Quiso la fortuna que en ese momento Hendrick se inclinara un tanto para hacerle algún comentario a Geertruid, de suerte que la jarra de peltre golpeó con fuerza el hombro del holandés y luego salió disparada de la mano del atacante, salpicando de cerveza el rostro de Miguel antes de ir a caer al suelo.

– La puta del Señor -dijo Hendrick con una calma sorprendente. Y con un brinco se levantó de su silla y se volvió hacia el atacante, el cual medía por lo bajo una cabeza menos que Hendrick y era delgado -en grado superlativo- si se quitaba la prominente panza. Su rostro había enrojecido por el esfuerzo.

– ¡Sucio bastardo! -gritó el hombre-. ¡Sé quién eres y te juro que te mataré!

– ¡Por Dios! -exclamó Hendrick con petulancia, como si acabaran de pedirle que realizara una desagradable tarea. Dejó escapar una bocanada de aire y golpeó al hombre en la cara. El golpe cayó con fuerza, y el atacante fue a dar con sus huesos en el suelo para deleite de los clientes.

El tabernero apareció enseguida y, con ayuda de un sirviente, arrastró al hombre a la cocina. Miguel supuso que lo arrojarían al callejón de la parte de atrás.

Hendrick sonrió con recato.

– Juraría que a ese sujeto no le gusto.

Miguel asintió limpiándose la cerveza de la cara.

– No creo que haya problemas -dijo Geertruid-. Pero acaso os convenga marcharos.

Hendrick asintió.

– Os comprendo. Buen día tengáis, judío.

Cuando Hendrick se fue, durante unos minutos, los dos permanecieron sentados y en silencio. Miguel meditaba en el incontestable asunto de cómo viera Geertruid cuanto acababa de suceder.

– Decidme de una vez por qué os asociáis con él -dijo Miguel al cabo.

– Cualquiera puede hacerse enemigos -dijo la mujer esquivamente-. Es un hombre duro con amigos duros, y en ocasiones resuelven sus diferencias con maneras algo rudas.

Cierto. Miguel tuvo el secreto deseo de que algún día Joachim lo molestara estando cerca Hendrick.

– De todos modos, lamento que hayáis tenido que presenciar todo esto -dijo Geertruid, con voz de estar algo bebida.

Él negó con la cabeza.

– ¿Dónde habéis estado los días pasados?

– Nunca permanezco en el mismo sitio mucho tiempo -le dijo, y puso su mano sobre la de él-. Me gusta visitar a mis parientes del campo. Muy triste es el pájaro que nunca abandona su nido.

– Me gustaría que me tuvierais informado de cuándo pensáis iros y cuándo volvéis. Si hemos de hacer negocios juntos, tengo que saber dónde encontraros.

Ella le dio unas palmaditas en la mano y lo miró a los ojos.

– Por supuesto, seré buena con vos.

Miguel retiró la mano. No estaba de humor para tonterías.

– No se trata de que sea bueno para mí, sino para el negocio. Esto no es un estúpido juego de mujeres.

– Y yo no soy ninguna estúpida mujer -replicó ella con la expresión dura como el metal-. Acaso sea suave, pero no soy ninguna necia a quien podáis aleccionar.

Miguel sintió que palidecía. Geertruid jamás le había hablado de aquella manera. Como hacía la mayoría de los holandeses con sus esposas, Miguel hubiera hecho lo que fuera por aplacarla.

– Señora, yo, de todos los hombres, jamás os tacharía de necia. Solo quería decir que es menester que sepa cómo ponerme en contacto con vos.

Ella se volvió hacia él, ladeando la cabeza, distendiendo sus finos labios en una cálida sonrisa, los ojos muy abiertos y conciliadores.

– Por supuesto, señor. He cometido una gran falta.

– No tiene importancia -musitó él-. Tenemos asuntos más importantes que discutir. He recibido varias cartas de nuestros agentes y me consta que recibiremos mejores noticias en las próximas semanas.

Ella bebió de su jarra.

– ¿Tenemos ya todos los agentes que necesitamos?

– No exactamente. Nos siguen faltando Sevilla, Lisboa y Oporto. -Hubo de hacer un gran esfuerzo por no parecer preocupado, pero lo cierto es que sin Iberia era impensable controlar ningún mercado-. Es un problema -añadió.

Geertruid estudió su rostro.

– ¿Y cómo pensáis resolver ese problema? -Su voz era fría como el hielo.

– Si pudiera responder a vuestra pregunta ya estaría resuelto.

– Yo pongo el dinero. Ya he hecho mi parte. Vuestra parte es hacer que funcione… de otro modo, ¿para qué habría yo de necesitaros?

Miguel negó con la cabeza.

– Si no tenéis fe en este proyecto, debéis decírmelo ahora. Aún estamos a tiempo de cancelar la compra, aun cuando perdamos en ello.

Geertruid hizo que no.

– No deseo cancelar la venta. Quiero que resolváis el problema, y si no podéis resolverlo, quiero tener la seguridad de que me lo haréis saber.

– Muy bien -dijo él apagado. No esperaba que la mujer adoptara aquella postura-. Si en dos semanas no he logrado resolver el problema de los agentes en Iberia, cancelaremos la compra.

Miguel no manifestó emoción alguna, pero la sola idea de abandonar el negocio lo llenaba de pesar. Acaso pudiera encontrar a otra persona, alguien de la comunidad judía que pusiera los fondos. Pero aquello también presentaba sus dificultades. Tendría que discutir sobre su plan para tratar de atraer a alguien a bordo. Y una vez que hubiera hablado, su plan ya no sería más secreto. Su hermano hubiera podido poner el dinero de haber estado en mejores términos con él, pero Daniel no fiaba en que Miguel fuera capaz de manejar sus propios asuntos. No, si perdía el dinero de Geertruid no podría hacer nada.