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Y estaba el asunto de cancelar la venta. Geertruid estaba preocupada, y su falta de confianza lo irritaba. Aun cuando había perdido ya dos tercios del capital, no era él hombre que manejara el dinero de forma irresponsable. Solo había tenido mala suerte.

Intuyendo que Geertruid nada sabía de cómo se solicitaban estas ventas, se había inventado aquella estimación de dos semanas. No creía que pudiera convencer a Nunes para que cancelara el trato en dos semanas o en ese mismo momento. Pero ya se ocuparía de eso en otro momento. Ahora lo que le preocupaba era recuperar la confianza de Geertruid.

Ella asintió.

– Dos semanas es mucho tiempo.

– Haré bien en redoblar mis esfuerzos. -Miguel se levantó-. Detestaría decepcionaros.

– No penséis que he perdido la confianza. -Alargó el brazo y tomó una mano de Miguel entre las suyas-. Es mucho dinero el que he puesto y debo proteger mi inversión.

– Por supuesto, señora. Os entiendo perfectamente.

A continuación, Miguel pasó por la Urca, donde encontró a Isaías Nunes hablando con unos pocos mercaderes conocidos de Miguel. Nunes sabía muy bien cómo interpretar el rostro de un hombre y, viendo que Miguel necesitaba hablar con él, levantó su figura corpulenta.

Había demasiado alboroto en la taberna, así que salieron al exterior, al fresco de media tarde. Los dos hombres se cercioraron de que nadie había que pudiera oír su conversación.

– Si decido cancelar la venta, ¿para qué fecha debo avisarlo? -dijo Miguel bruscamente.

– ¿Cancelarla? -El rostro de Nunes se ensombreció-. ¿Qué ha sucedido?

– Nada -dijo Miguel con desgana-. No tengo intención de cancelar, pero uno de mis socios está inquieto y me ha pedido que me informe sobre el asunto. Además, sois vos quien me aconsejó que me deshiciera del café.

– Pero no que os deshicierais de nuestro contrato. Podéis decirle a ese socio vuestro que es demasiado tarde para echarse atrás. No estamos tratando aquí con gente de nuestra Nación, lo sabéis. Se trata de la Compañía de las Indias Orientales, y la Compañía no permite que un comprador cambie de idea por muy educadamente que lo pida. -Nunes hizo una pausa-. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas. No me gustaría que me pusierais en una situación comprometida, Miguel.

Miguel esbozó una sonrisa forzada.

– Por supuesto.

Nunes se encogió de hombros.

– De todos modos pensaba enviaros una nota mañana. Ya he hecho todas las diligencias y necesito una parte del dinero.

– Pensé que habría de pagar a la entrega -repuso Miguel, que no había calculado tal cosa.

– No lo creo, Miguel -dijo Nunes arrugando la frente en un visible gesto de descontento.

– ¿Cuánto sería, un cuarto por adelantado?

Nunes rió y le puso una mano en el hombro.

– Ahora sí que me habéis dado risa. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas. Si transferís la mitad de la cantidad para el final de la semana que viene lo apreciaré grandemente.

Miguel se aclaró la garganta.

– Tristemente, uno de mis socios ha sufrido un revés… un pequeño revés, de carácter temporal, os lo aseguro. No podemos reunir ese dinero para la semana que viene.

La sonrisa se esfumó del rostro de Nunes.

– Puedo pagaros mil -sugirió Miguel-. No es cantidad pequeña y debe verse sin duda como una muestra de nuestra seriedad.

En aquel momento, la mano de Nunes, que seguía apoyada sobre el hombro de Miguel, lo oprimió con tanta fuerza que lo acorraló contra un rincón.

– ¿Habéis perdido el juicio? -preguntó en un susurro ronco-. No se pueden hacer trucos con la Compañía. Si digo que necesito mil quinientos es que necesito mil quinientos, no una cantidad simbólica. Yo tengo un contrato con ellos, vos tenéis un contrato conmigo y hay que cumplir con lo pactado. Si no me dais ese dinero, habré de pagarlo de mi propio dinero. Sois mi amigo, Miguel, pero me ponéis en una situación terrible.

– Lo sé, lo sé. -Miguel levantó las manos en alto como un suplicante-. Son esos socios míos…, para hacer dinero no hay problema, pero a la hora de pagar… No obstante reuniré ese dinero. Para el final de la semana que viene, como decís. -Miguel le hubiera dicho cualquier cosa con tal de acabar aquella charla sobre juicios y contratos-. Acaso podríais decir una o dos palabrillas a Ricardo en mi nombre -sugirió.

– No pienso librar vuestras batallas por vos, Miguel, ni me interpondré entre vos y Parido.

Miguel ya había sufrido suficientes disgustos por un día, pero en el momento en que entró en la casa de su hermano, supo que algo terrible había pasado. Daniel estaba sentado en la sala de recibir con una extraña expresión en el rostro, de decepción y satisfacción a la par.

– ¿Qué tienes? -preguntó Miguel-. ¿Has estado registrando…? -Se detuvo. Era un asunto que no le haría ningún bien.

Daniel estiró el brazo para entregarle una carta sellada. Una carta sellada. ¿Cuántas veces habría de hablar con él de su correspondencia? Pero, incluso mientras pensaba estas cosas, supo que aquella carta era distinta… y que Daniel ya conocía su contenido.

Miguel, paralizado de temor, rompió el sello y desplegó el papel plegado en tres. No fue menester que leyera la florida caligrafía ni las palabras cuidadosamente escogidas en español formal. Ya sabía lo que decían. Miguel había sido convocado a la mañana siguiente ante el ma'amad.

19

Apenas quedaban unas horas de luz, y Miguel deseaba sacarles algún provecho. Ya se notaba el aliento caliente de la ruina sobre el cogote, pero acaso pudiera aún armarse para la batalla y vencer. A pesar de cuantas quejas pudiera tener contra el ma'amad -que eran muchas-, el Consejo poseía una peculiaridad que pudiera obrar en su favor y era que no condenaba por principio. Parido hablaría en su contra, sí, trataría de persuadir al Consejo para que actuara, pero los parnassim se atendrían a la razón. Querían que la comunidad prosperara, y por eso preferían aceptar las disculpas y tener en cuenta las circunstancias atenuantes. Muchos eran los que habían conseguido escapar al fuego del ma'amad con algún cuidado argumento cuando las armas ya estaban a punto.

Para preparar tal argumento era menester descubrir por qué deseaba verlo el ma'amad. Miguel estaba casi seguro de saberlo. Sin duda, Joachim habría dicho algo malo de él al Consejo. Ahora tenía que averiguar qué exactamente y qué acusaciones se le imputarían. Qué ironía: no había cosa que deseara más que evitar a aquel necio, y ahora tenía que salir en su busca.

Aún no había tenido tiempo de urdir un plan para encontrar a Joachim, cuando se le vino a las mientes una cosa que Hendrick dijo antes de que lo atacaran en la taberna. «Podéis contarnos algún relato de vuestras gestas amorosas o de vuestra extraña raza o de algún incomprensible plan para conquistar la Bolsa.» Geertruid había jurado que ocultaría su negocio en común a aquel perro suyo. Así pues ¿por qué iba él ladrándolo por ahí? ¿Y cuál era la verdadera fuente de su dinero? ¿Pudieran ser ella y esa boquita suya tan poco cuidadosa la causa de aquella convocatoria?

Sin detenerse a dar explicaciones a Daniel, Miguel salió con grandes prisas de la casa y volvió a la Carpa Cantarina, rogando para sí para que Geertruid estuviera aún allí. No estaba. Miguel pidió razón de ella al tabernero, quien le hizo saber que acaso hubiera oído algo sobre el destino de la viuda y que sin duda una moneda le despabilaría la memoria; por dos ochavos, el sujeto recordó que había de asistir a un banquete en el extremo más apartado del Bloemstraat.