Miguel halló la entrada a la sala del banquete en la parte superior de un edificio de ladrillo rojo poco destacable. Subió las escaleras y aporreó la puerta. Un joven sirviente abrió, y Miguel no dijo sino que venía por el banquete, a lo que el joven lo acompañó por más escaleras hasta una amplia sala con seis o siete oscuras mesas de madera colocadas sobre una serie de alfombras orientales mal emparejadas. A ambos lados de la puerta y a lo largo de las paredes, había candelabros con buenas velas que no hacían humo, y candelabros más grandes que colgaban del techo. Docenas de cuadros se habían colocado sin consideración al espacio ni a la comodidad del ojo. Dos grandes chimeneas en extremos opuestos de la estancia generaban un calor opresivo, y en un rincón un par de violinistas tocaban con frenesí, tratando de hacer que la música se oyera por encima del alboroto de los invitados.
Sobre las mesas, a cada una de las cuales sentábanse diez o doce comensales, había montañas y marmitas de comida: ostras, gallina hervida, una marmita humeante de hutsepot con la pierna de algún sucio animal asomando como la mano desesperada de un hombre que se ahogara. Había enormes quesos y bandejas con arenque encurtido, cocinado, estofado. Cuencos de leche caliente con mantequilla fundida flotando encima; panes blancos, higos y dátiles, chirivía asada y sla holandés, hecho con col cruda troceada y zanahoria. Mientras Miguel luchaba por contenerse, Geertruid se despachaba a su gusto.
Lindas mozas entradas en carnes iban de una mesa a otra, echando bebida en copas sin pie. Miguel mismo había visto y había sido víctima de tales objetos, pues no podían soltarse, de suerte que hacían que la persona bebiera más allá de sus límites. La venturosa multitud estaba formada ante todo por hombres, pero en cada mesa había una o dos mujeres, tan encarnadas, borrachas y alegres como el surtido de caballeros ataviados con negras ropas y sombreros altos, que se las ingeniaban para beber, fumar y comer a la par.
En la mesa más próxima a la entrada, un individuo con un solo ojo y un solo brazo se fijó en Miguel. En la mano que le quedaba, la izquierda, aferraba su copa, sin poder soltarla ni tan siquiera para comer.
– Eh, mirad -gritó por encima del vocerío-. ¿Quién ha invitado a un judío?
Miguel no había reparado en Geertruid hasta ese instante. Incluso de lejos, a una distancia de dos o tres hombres, veía la torpeza de sus movimientos y la mirada desenfocada de sus ojos. Ayudándose con una mano, la mujer se incorporó de la silla y fue a su encuentro tambaleándose.
– Serenaos -dijo Miguel algo brusco-. Debo tener unas palabras con vos. ¿Qué es todo esto? ¿Con qué gentes coméis?
– Es la guilda de los cerveceros.
– ¿Y qué asuntos tenéis vos con ellos? -preguntó Miguel.
– Oh, Miguel, tengo muchos amigos y conocidos que no contarían con vuestra aprobación. Y ahora decidme qué ha pasado. -Sus ojos se abrieron con igual desmesura que los de una criatura.
– Es el ma'amad. Me ha convocado a su presencia mañana por la mañana.
La mujer lanzó una risotada que atravesó el clamor y griterío.
– Vos y vuestro Mahoma. ¿Sois judío o sois turco?
Él respiró hondo.
– Geertruid, es menester que sepa algunas cosas. -Casi nunca la llamaba por su nombre. Recordaba haberlo hecho la noche que trató de besarla, y el recuerdo aún le mortificaba-. ¿Habéis hablado de nuestro asunto con alguien?
– Por supuesto que no. -Sacudió la cabeza con rapidez y al punto se llevó una mano arriba para comprobar si su pequeña y recatada cofia, engastada con rubíes, seguía en su sitio.
– Eh, judío, devolvednos a nuestra amiga -gritó uno de los hombres de la mesa.
Geertruid los despachó con un gesto apresurado de la mano.
– ¿No se lo habéis dicho a Hendrick?
– Hendrick -repitió ella-. Ese buey. No lo molestaría ni aun con el secreto de unas piedras hundidas en el canal.
Miguel tragó saliva.
– Y ¿qué me decís del dinero? Sé que no fuisteis sincera conmigo. Debo saber de dónde salió. Si no os lo dejó vuestro esposo, ¿de dónde salió?
– ¿Y quién dice que no fui sincera con vos? ¿Quién lo dice? Estoy muy enojada. -Perdió el equilibrio y se apoyó contra la pared, aunque siguió balanceándose ligeramente.
Miguel la cogió del brazo para sostenerla.
– No tengo tiempo para enojos. He de saber de dónde procede el dinero. Si no os lo dejó vuestro esposo, ¿de dónde ha salido?
Ella rió un poco y se cubrió la boca.
– De mi esposo, desde luego. Ese bastardo solo sabía aprovecharse de mí y jamás pensaba en mi placer. Y aun muerto tenía que hacerlo. -La mujer entrecerró los ojos y una sombra se abatió sobre su rostro-. Me dejó algo de dinero, aunque no tanto como debiera por lo que tuve que aguantar.
A Miguel se le revolvieron las tripas.
– ¿De dónde sacasteis el capital?
– De los despreciables hijos de esa espantosa mujer que tuvo primero. Viven con su tía, la hermana de mi marido, pero el bastardo me dejó a mí el encargo de velar por el dinero. Me dejó el trabajo de velar por sus posesiones, y les dijo que, cuando alcanzaran la mayoría de edad, me recompensaran como consideraran oportuno. ¿Podéis imaginar traición semejante?
Guardianes e hijos de otros matrimonios. Nada de aquello tenía sentido.
– Contadme el resto.
– Tengo cierta libertad para obrar a mí antojo con su riqueza, aunque para ello he de convencer a un viejo abogado de Amberes de que invierto por el bien de esas malvadas criaturas. No es fácil, pero se conoce que en mis tiempos encandilé a más de uno.
Un abogado de Amberes. Ahora, al menos, Miguel podía imaginar dónde estaba cuando desaparecía. Levantándose las faldas ante aquel picapleitos.
– De modo que habéis utilizado un dinero que debéis preservar para los hijos de vuestro difunto marido. Lo habéis hecho otras veces…
Ella asintió.
– A veces lo invierto, otras, simplemente, lo gasto. Hay un asuntillo de unos pocos miles de florines que debo reponer.
Había robado a los hijos de su esposo, y cuando alcanzaran la mayoría de edad habría un juicio.
– ¿Cuándo han de hacerse con su herencia?
– El mayor no tendrá la mayoría de edad hasta dentro de tres años, de modo que tengo tiempo de arreglar las cosas. -Le puso las manos alrededor del cuello-. Debéis ayudarme, Miguel. Sois el único amigo verdadero que tengo. -Volvió a reír, echándole su aliento de cerveza sobre el rostro-. No mi único amigo, sino el único de verdad, y eso es importante. ¿No os parece?
– ¡Cuidado, señora, no sea que os enrede con sus escrituras hebreas! -exclamó uno de los juerguistas.
Geertruid lo acercó más a sí, pero Miguel se desembarazó, pues aquello lo incomodaba.
Miguel tomó aliento hasta que los pulmones le dolieron y entonces cogió una mano de Geertruid entre las suyas, sin hacer caso a las mofas de los holandeses borrachos.
– Por favor, debéis entender que todo lo que valoro está en peligro. Debéis decirme quién sabe esto.
Ella negó con la cabeza.
– Nadie, solo vos y, por supuesto, mi abogado. Pero él no diría nada, pues yo tengo mis propios secretos y teme contrariarme.
Miguel asintió. Su fortuna habría de asentarse sobre un dinero robado. Eso le preocupaba, pero no tanto como su entrevista con el ma'amad a la mañana siguiente y ahora además sabía que nada tenía que ver con Geertruid y sus astucias.
Se maldijo por el tiempo que había malgastado. Pronto caería la noche. Había llegado la hora de buscar a Joachim.
20
Miguel ignoraba dónde vivía Joachim y sabía que le tomaría un tiempo encontrarle, pero aún era posible. El sujeto había dicho que él y su esposa habían tenido que mudarse a una de las peores zonas de la ciudad, a un barrio de casuchas ruinosas que se resguardaban a la sombra de la Oude Kerk, donde las sórdidas tabernas de música atraían a rameras, marineros y ladrones. Alguien tenía que conocer a Joachim; un hombre tan desarreglado siempre llama la atención.