El holandés desnarigado carraspeó contra el puño cerrado.
– Estas cosas pueden arreglarse. No en todos los casos, claro, pero sí cuando aquellos a quienes se ha traído no han cometido más crimen que el de la vagancia.
Miguel suspiró.
– Bien -dijo-. Hablad sin ambages.
– Oh, creo que veinte florines bastarán.
Miguel no podía creer que hubiera de pagar veinte florines a un guarda para liberar del Rasphuis a un enemigo por quien, no hacía mucho, hubiera pagado una cantidad mucho mayor para que lo metieran preso. Pero Joachim sabía por qué lo había convocado el ma'amad, y esa información bien valía veinte florines.
Miguel echó una ojeada a su bolsa, incómodo porque el guarda viera que había repartido sus dineros en diferentes lugares. Tenía apenas un poco más de lo que había pedido.
El guarda contó las monedas.
– ¿Qué es esto? ¿Veinte florines? He dicho cuarenta. ¿Acaso me tomáis por necio?
– Sin duda uno de los dos es un necio -replicó Miguel.
El guarda se encogió de hombros.
– Entonces me llevaré a este hombre y no se hable más.
Miguel abrió su bolsa una vez más.
– Solo me restan tres florines y medio. Debéis tomar esto o nada. -Y se los entregó al guarda, confiado en que con ello quedaran de acuerdo.
– ¿Estáis seguro de que no os quedan más bolsas o faltriqueras o montoncicos?
– Es cuanto tengo, os lo prometo.
Sus palabras debieron de parecerle ciertas, pues el holandés asintió.
– Id, pues -dijo-. No os haré perder más tiempo.
Dieron unos cuantos pasos en silencio.
– No sabéis cuán agradecido estoy -dijo entonces Joachim- por vuestra amabilidad.
– Con gusto hubiera dejado que os pudrierais allí -musitó Miguel cuando cruzaban el patio-, pero he de saber lo que dijisteis al ma'amad.
Salieron al Heiligeweg, y el guarda cerró la puerta tras ellos. Las sucesivas cerraduras y aldabas resonaron por la calle.
– Antes he de preguntaros una cosa -dijo Joachim.
– Por favor, no tengo mucha paciencia. Espero que tendrá relación con el asunto que me ocupa.
– Oh, la tiene. No podría ser más relevante. Mi pregunta es -se aclaró la garganta-: ¿Qué diablos es el ma'amad?
Miguel notó un dolor en el cráneo que iba en aumento, y su rostro se tiñó de rojo.
– No juguéis conmigo. Es el Consejo de los judíos portugueses.
– ¿Y por qué había de hablar yo con tan augusto elemento?
– ¿Acaso no dijisteis que me diríais cuanto supierais?
– Lo prometí y he mantenido mi promesa. Nada sé de vuestro Consejo Rector. Pero sé que teméis que hable con ellos.
– Maldito seáis, vil demonio -escupió Miguel. Notó que apretaba el puño con fuerza y el brazo se le ponía rígido.
– Aunque no deja de ser vergonzoso que sea menester engañaros para que salvéis a un viejo socio del horrible destino del Rasphuis. Pero veréis que no me falta la gratitud. Os daré las gracias y seguiré mi camino. -Y, dicho esto, Joachim hizo una profunda reverencia y echó a correr en la noche.
Miguel tardó un momento en ordenar sus pensamientos. Ni tan siquiera se podía permitir pensar en cómo se había humillado ante aquel demente enemigo suyo. Lo importante es que el ma'amad lo había llamado a su presencia y él aún ignoraba el motivo. Si Joachim no había hablado, sin duda sería cosa de Parido. Los espías que enviara a Rotterdam no vieron nada que pudieran utilizar. ¿Era por el asunto de Joachim con Hannah y Annetje? Quizá, pero difícilmente podrían excomulgarlo si daba una buena razón. Y estaba seguro de que podría encontrar una antes de la mañana.
21
Antes del alba, Miguel ya se había levantado. Tras orinar furiosamente a causa del café que tomara antes de acostarse -para mantener la mente despierta durante el sueño-, se aseó y rezó sus oraciones de la mañana con una suerte de entusiasmo suplicante. Se vistió, tomó un refrigerio de pan y queso seco, y bebió con prisa un gran cuenco de café.
La noche anterior, la necesidad desesperada de hacer algo le había movido a ir de un lado a otro, pero, en el silencio de su aposento, no pudo escapar al nudo de miedo que se le formó en las tripas. No se trataba de una convocatoria corriente. No habría sermones indulgentes sobre la importancia de las leyes alimentarias o de resistirse a los encantos de las mozas holandesas.
¿Acaso podía él volver la espalda a todo como hiciera Alferonda? En lugar de permanecer en Amsterdam, Alonzo, que era usurero y conocido villano, podía haber ido a cualquier otro lugar, haber cambiado de nombre y establecerse en otra comunidad. Había otros judíos en el mundo además de los de Amsterdam, así que Miguel no tenía por qué quedarse allí. Pero el cherem significaría mucho más que tener que elegir entre ser judío en otros lares o proscrito en Amsterdam. Abandonar la ciudad significaba abandonar sus planes relativos al negocio del café, abandonar el dinero que Ricardo le debía. Si se quedaba, sus acreedores, incluido el beato de su hermano, se tirarían sobre él y le roerían hasta los huesos. Y, aun si partía a alguna ciudad donde nadie le conociera, ¿cómo habría de vivir? Un mercader sin contactos no es mercader. ¿Acaso tendría que convertirse en buhonero?
Miguel se dirigió hacia la Talmud Torá sin ser visto por nadie de la comunidad. A aquella hora, el Vlooyenburg empezaba a despertar y, aunque ya se oían los gritos de los lecheros y los panaderos, cruzó el puente bajo la única mirada de un par de mendigos que comían una hogaza de pan rancio y manchado de barro, y que lo observaron con desconfianza.
El ma'amad tenía sus reuniones en el mismo edificio que la sinagoga, si bien una entrada separada conducía a cada cámara. En lo alto de una escalera de caracol, Miguel pasó al pequeño y conocido aposento donde los suplicantes esperaban a que se les llamara. Habían colocado algunas sillas a lo largo de la pared; detrás de ellas había ventanas con forma semicircular que dejaban entrar la luz de la mañana en una estancia que olía fuertemente a moho y tabaco.
Aquella mañana, nadie esperaba salvo Miguel, un alivio pues detestaba tener que entablar conversación con otros penitentes, que negaban las acusaciones entre susurros y risas resentidas. Mejor esperar solo. Estuvo caminando arriba y abajo, imaginando una fantasía tras otra: la total dispensa, la excomunión y toda variante imaginable.
Lo peor no podía pasar, dijo entre sí. Siempre había logrado zafarse de la ira del Consejo. Y estaba Parido…, Parido, que sin duda no era su amigo, pero ¿quién quería nada de él? Parido, que sabía desde tiempo ha lo bastante para hacer que lo expulsaran y no lo había hecho. No había razón para pensar que tuviera intención de hacer que lo expulsaran ahora.
Casi una hora transcurrió antes de que la puerta se abriera por fin y fuera conducido a la cámara. Los siete hombres que le juzgarían estaban al fondo, tras de una mesa. Detrás, en la pared, el gran símbolo de mármol de la Talmud Torá: un inmenso pelícano alimentando a sus tres pollos, la congregación, que se había formado a partir de otras pequeñas sinagogas unos años antes. La sala reflejaba la opulencia de la élite de la comunidad, con su lujosa alfombra india, bonitos retratos de pasados parnassim y un armario de marfil donde se guardaban los archivos. Los hombres estaban sentados tras una mesa oscura y maciza, con el aire solemne y principesco que les conferían sus ricos ropajes. Si uno quería ser parnass, primero había de tener la riqueza para vestir como tal.
– Senhor Lienzo, gracias por contestar a nuestra convocatoria. -Aaron Desinea, que presidía el Consejo, hablaba con una suerte de gravedad socarrona-. Por favor. -Señaló una silla pequeña y baja situada en el centro de la sala, donde Miguel habría de sentarse mientras platicara con el Consejo. Una de las patas de la silla era más corta, de suerte que, por no caer, Miguel hubo de poner en ello más empeño del que podía permitirse.