Mi verdadero nombre es Abraham, como lo fuera el nombre de mi padre y el del padre de mi padre. Todo primogénito varón nacido de un Alferonda ha llamado secretamente a sus primogénitos varones Abraham desde que los judíos tienen nombres secretos; y antes de esto, cuando los moros gobernaban en Iberia, los llamaban Abraham abiertamente. Durante la mayor parte de mi vida no se me ha permitido pronunciar mi nombre salvo en oscuras habitaciones, y aun entonces solo en voz baja. Aquellos que cuestionen mis acciones debieran recordarlo. ¿Quién seríais vosotros, pregunto a aquellos que tan duramente me juzgan, si vuestro propio nombre fuera un secreto que pudiera costaros la vida y hasta la de vuestros amigos y familiares?
Nací en la ciudad portuguesa de Lisboa, en el seno de una familia judía a la que no se permitía orar según el rito judío. Nos llamaban cristianos nuevos, o conversos, pues nuestros antepasados habían sido obligados a elegir entre la fe católica o entregar sus propiedades… y a menudo sus vidas. Por temor a la tortura, la ruina e incluso la muerte, públicamente rezábamos como católicos, pero entre las sombras, en los sótanos, en sinagogas secretas que iban de una casa a otra, orábamos como judíos. Los libros de oraciones eran raros y preciosos para nosotros. A la luz del día, un hombre medía su riqueza en oro, pero en la oscuridad de aquellas sombrías habitaciones, medíamos la riqueza en páginas y conocimiento. Entre nosotros, raros eran los que podían leer en hebreo en los pocos libros que teníamos. Raros los que conocían las oraciones para el día sagrado del sabbath.
Mi padre era uno de ellos, o cuando menos algo sabía. Había pasado parte de su mocedad en Oriente, se había criado entre judíos a quienes la ley no prohibía practicar su religión. Era dueño de libros de oraciones que prestaba libremente. Poseía algunos volúmenes del Talmud de Babilonia, pero no conocía el arameo y poco sentido podía extraer a sus páginas. Los Judíos Secretos de Lisboa acudían a él para que les instruyera en los rudimentos de la lectura de la lengua sagrada, de las oraciones para el sabbath, del ayuno para los días de ayuno. Y él les enseñó a comer al aire libre en la fiesta de Succot, [2] y por supuesto, les enseñó a beber hasta caer en un alegre sopor en Purim. [3]
Permitid que sea directo: mi padre no era hombre santo ni sabio. Nada más lejos de la realidad. Lo admito sin coacción alguna y no lo tengo por un insulto a su nombre. Mi padre tenía por oficio la fullería; en sus manos, el engaño era cosa hermosa y digna de ver.
Habiendo sido instruido en los caminos de nuestra fe -aun sin ser erudito, como digo, solo un hombre con cierta educación-, la presencia de mi padre se toleraba entre los Judíos Secretos de Lisboa cuando de otro modo no se hubiera permitido, pues atraía sobre su persona mucha más atención de la que convenía a un cristiano nuevo. Allí donde hubiera un mercader con unas pocas monedas, aparecía mi padre, con sus pócimas para prolongar la vida, aumentar la virilidad o curar toda suerte de males. Sabía de trucos con cartas, dados y bolas. Hacía juegos de manos, funambulismo y volteretas. Podía enseñar a un perro a sumar y restar números simples, y a un gato a bailar sobre las patas traseras.
Mi padre había nacido para guiar a otros y atraía a su lado a gentes que se ganaban la vida mediante un sinnúmero de entretenimientos extraños y engañosos. Dirigía un ejército de tramposos en el manejo de las cartas y los dados, faquires que tragaban fuego y espadas. Y bajo su estandarte se reunían también quienes se ganaban la vida mostrando las formas con que la naturaleza los había castigado. Entre los primeros compañeros que tuve en mi niñez se contaban enanos y gigantes, gentes monstruosamente gordas y terriblemente deformes. Yo jugaba con el encantador de serpientes y la adiestradora de cabras. Y cuando me fui haciendo mayor, despertó en mí una sucia curiosidad por una persona conocida de mi padre con anatomía de hombre y de mujer. Por unas monedas, este infortunado permitía a cualquiera ver cómo fornicaba consigo mismo.
Cuando yo tenía diez años, en una ocasión mi padre recibió a una hora tardía de la noche la visita de un joven algo mayor, Miguel Lienzo, a quien reconocí de la sinagoga. Era este Miguel un pendenciero, tan interesado por la compañía de tramposos y bichos raros de mi padre como por su saber. Y digo que era pendenciero porque siempre gustaba de desafiar a una autoridad u otra. Cuando yo lo conocí en Lisboa, las autoridades a quienes más se empecinaba en desafiar no eran otras que su familia y la Inquisición.
El tal Lienzo procedía de una familia relativamente sincera de cristianos nuevos. En este género no había escasez: personas que, por verdadera fe o por bien de evitar la persecución, se hicieron a los caminos de los cristianos, rehuyendo a quienes queríamos vivir como judíos. El padre de Lienzo era un comerciante de fortuna y poseía demasiados bienes como para arriesgarse a ser blanco de las iras de la Inquisición. Acaso por esta sola razón, acudía Miguel de tan buena gana a nuestros lugares secretos de oración y se esforzaba por aprender cuanto podía enseñarle mi padre.
Más aún, el joven Miguel utilizaba los contactos que su padre tenía entre la vieja comunidad cristiana para descubrir cuanto pudiera de la Inquisición. Su oído siempre estaba al tanto de los rumores y se deleitaba en advertir del peligro cuando podía. Yo sabía de media docena de familias que habían huido de sus casas una noche antes de que los inquisidores llamaran a su puerta… y todo porque Lienzo había sabido estar al acecho y escuchar. Estoy convencido de que realizó estas grandes proezas por un afán de justicia, pero acaso también por el placer de pisar allá donde no le correspondía. Años después, cuando volví a verlo en Amsterdam, él no me reconoció ni tan siquiera recordaba lo que había hecho por mi familia. Yo nunca he olvidado su bondad, por mucho que otros insistan en lo contrario.
Miguel vino a prevenirnos después de ofrecerse a ayudar a nuestro cura a limpiar sus aposentos privados en la iglesia (siempre se ofrecía para las tareas ingratas con la esperanza de aprender cosas de provecho) y por azar escuchó una conversación entre aquel miserable y un inquisidor que tenía interés en mi padre.
Y así, en la oscuridad de la noche, dejamos el único hogar que yo había conocido, llevándonos a muchos de nuestros amigos con nosotros. Había entre nosotros judíos, cristianos, moros y gitanos, y viajamos a más ciudades de las que puedo ahora contar. Durante años vivimos en Oriente, y tuve la fortuna de pasar varios meses en la ciudad santa de Jerusalén. Ya no es sino una sombra de lo que fue, pero ha habido momentos, en esta vida mía de infortunios, en que el recuerdo de aquellos días, de mis paseos por las calles de la antigua capital de mi pueblo y las visitas al lugar donde en otro tiempo se alzaba el Santo Templo, han sido mi sustento cuando nada tenía sentido. Si es la voluntad del Santo, algún día he de volver a ese lugar sagrado para pasar allí los días de vida que me resten.
En nuestros viajes también cruzamos Europa, y estábamos en Londres cuando mi padre murió de una fiebre cerebral. Tenía yo entonces veinticinco, y era ya hombre, pero no un hombre de la disposición de mi padre. Mi hermano menor, Mateo, quería ponerse al frente del ejército de proscritos, y yo sabía que tenía carácter para ello. Sin embargo yo, aunque llevaba años errando, no era persona errante. Podía hacer trampas con las cartas y trucos con los dados, pero no tan bien como Mateo. No era capaz de conseguir de un perro sino que me mostrara la panza, y de un gato que se sentara en mi regazo. Mi padre siempre hablaba de la importancia de que un judío viviera como judío y entre judíos, y de una visita que hicimos a Amsterdam años antes recordaba yo que en dicha ciudad los judíos gozaban de un grado de libertad sin par en el resto del mundo cristiano.