– ¿Vos traicionada? -exigió Miguel, olvidando bajar la voz-. Vivís en la Nueva Jerusalén.
– ¿Acaso vos, o vuestro hermano, o los rabinos me habéis dicho lo que hay en esa Torá y ese Talmud vuestros, aparte de los trabajos que he de realizar para serviros? Cuando acudo a la sinagoga, las oraciones se dicen en hebreo y todos hablan en español, y sin embargo no se me permite estudiar esas lenguas. Si tuviere una niña, ¿acaso debo educarla para que adore a un Dios arbitrario que ni tan siquiera le mostrará su rostro solo porque es una niña? Para vos es fácil hablar de traición, pues el mundo os da cuanto deseáis. Pero a mí nada se me da. ¿Debo ser castigada por buscar consuelo?
– Sí -dijo Miguel, aun cuando no lo creía y al punto se arrepintió de sus palabras. Pero estaba enojado. No entendía por qué, pero se sentía herido, como si Hannah hubiera violado la confianza que había entre ellos.
Miguel no se había dado cuenta, pero de pronto las lágrimas estaban ahí, luciendo sobre el rostro de Hannah. Luchó por tenerse y no atraerla hacia sí, sentir sus senos contra su pecho, pero apenas podía resistirse así que prefirió insistir.
– No tengo más que deciros. Ahora retiraos para que pueda pensar en estas cosas que desearía no haber oído jamás.
La crueldad de sus propias palabras se le atrancó en la garganta. Sabía lo que aquello significaría para ella. Hannah no sabría si él sería capaz de guardar silencio. Ahora Miguel sabía que era papista, y eso podía destruir a Daniel. Miguel podía utilizar esa información para usurpar el lugar de su hermano en la comunidad o amenazarlo con ella para que le perdonara sus deudas.
Pero él no haría eso. Por repulsivo que fuera su pecado, no la traicionaría. Aun así, sentía tanta cólera que necesitaba castigarla, y las palabras fueron el único medio que encontró.
– He oído voces. ¿Sucede algo?
Daniel apareció en el vano de la puerta de la cocina, con la tez pálida. Sus pequeños ojos se clavaron en su esposa. Ella estaba demasiado cerca de Miguel, quien reculó.
– Solo es el necio de vuestro hermano -dijo ella ocultando el rostro en la escasa luz-. Lo vi llegar con las ropas empapadas, pero se niega a quitárselas.
– No corresponde a ninguna mujer decir si un hombre es necio -señaló Daniel, aunque no con brusquedad. Solo estaba dando una información que quizá ella hubiera olvidado-. De todos modos -le dijo a Miguel-, acaso tenga razón. No quisiera que cogieras la peste y nos mataras a todos.
– Parece que en esta casa todos tienen que opinar sobre mis ropas. -Miguel fingió desahogo lo mejor que supo-. Iré a cambiarme enseguida, antes de que se haga venir a la criada a decir su parte.
Hannah dio un paso atrás, y Miguel se volvió instintivamente hacia la escalera. Daniel no había visto nada, estaba casi seguro. De todos modos, ¿qué había que hubiera de ver? Y sin embargo, sin duda conocía bien las expresiones de su esposa y la que calzara en aquellos momentos no podía tenerse por la expresión de una mujer que aconseja sobre materias de uso doméstico.
Su confusión sobre las inclinaciones de Hannah hacia Roma era tan intensa que durante varias horas ni tan siquiera pensó en lo que había dicho de Geertruid. Sin embargo, cuando recordó sus palabras, le fue imposible conciliar el sueño y pasó la noche arrepintiéndose por su crueldad y deseando que hubiera una forma de ir hasta Hannah y preguntarle. Y acaso también disculparse.
Hannah fue la primera en aparecer a la mañana siguiente, pues salió al porche de entrada para esperar al panadero, cuyas voces oyó a través de las ventanas empañadas por el frío de la mañana. Antes de que su esposo abriera siquiera los ojos, antes de que Annetje se hubiera aseado y se hubiera puesto a preparar el desayuno para la casa, Hannah ya se había vestido y, tras ponerse su velo, había salido de la casa.
Ella encontró la cabeza de cerdo. Estaba en el porche, cerca de la puerta, colocada sobre un charco de sangre coagulada. Las hormigas ya habían empezado a trepar por ella, de suerte que a Hannah al principio le pareció negra y bullente.
Su grito despertó a los de la casa y las casas vecinas. Miguel había dormido mal y ya se había levantado, vestido y rezado, y estaba sentado, peleándose con la porción semanal de la Torá, cuando el agudo chillido traspasó las minúsculas ventanas del sótano. Fue él quien primero vio a Hannah en los escalones, cubriéndose la boca con la mano. La mujer se volvió hacia él, se arrojó a sus brazos, hundió la cabeza en su camisa y lloró.
Llamaron inmediatamente a un médico, quien les dio unas pócimas para ayudarla a dormir y les dijo que si lograban que estuviera calmada por un día, el riesgo para su vida habría pasado. Hannah insistió en que no necesitaba pociones, que solo se había asustado, mas el médico no creía que una mujer pudiera recibir una impresión tan grande sin que sus humores se alteraran y, lo más importante, los humores del niño. Daniel miraba a Miguel de mala manera, pero no dijo nada, no pronunció ninguna acusación. Sin embargo, Miguel no podía seguir ignorando la verdad: entre él y su hermano las cosas jamás volverían a ser lo mismo.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Una noche, volvía yo a casa después de las oraciones de la tarde -sí, oraciones… gracias a Dios, había aún algunas pequeñas sinagogas que desafiaban al ma'amad y me permitían rezar entre los suyos, siempre que cuidara de no dejarme ver-, cuando noté que alguien me aferraba del brazo. Cuando alcé los ojos, lo que vi no fue un desesperado deudor que, temiendo por su vida, hubiera determinado de golpear a Alferonda antes de que este lo golpeara a él, era Salomão Parido.
– Senhor -dije yo, tragándome la sensación de alivio-. No esperaba volver a veros tan pronto.
Parido pareció vacilar. No se deleitaba en verme más de lo que yo me deleitara en verlo a él. O acaso menos. Yo nada tenía que perder en estos encuentros, pero él era hombre orgulloso.
– No esperaba buscaros.
– Y sin embargo -observé-, aquí estáis, acechando en las calles, aguardándome.
Yo temía que acaso supiera que venía de rezar, pero no dijo nada y finalmente decidí que no hubiera dejado de jugar una carta tan valiosa. Mis amigos de la pequeña sinagoga estaban a salvo.
Por el gesto de Parido eché de ver que se preparaba para decir algo.
– Deseo saber más sobre lo que habéis planeado con Miguel Lienzo.
Yo, que eché a andar más deprisa, aunque solo un poco. Era un truco que había aprendido hacía tanto tiempo que las más de las veces ni siquiera me daba cuenta de lo que hacía. Mudar el paso es una forma de forzar a quien os acompaña. Ha de concentrarse en cosas más triviales de las que le convienen, y es por ello que su cabeza no está donde debiera.
– Me maravilla vuestra presunción -dije yo-. ¿Qué os hace pensar que, aun teniendo algo planeado, hubiera de decirlo a mi enemigo?
– Acaso yo sea vuestro enemigo, como decís, pero Lienzo no. Y lo estáis manipulando.
Me dio una gran risa.
– Si eso pensáis, ¿por qué no decírselo?
– Las cosas han ido demasiado lejos, no me creería. He pedido a su hermano que lo prevenga contra vos, pero dudo que con ello logre nada.
– Yo también lo dudo. Acaso hubiera sido más efectivo pedir a su hermano que lo animara a hacer negocios conmigo. -Le guiñé un ojo-. He oído que alguien dejó una cabeza de cerdo ante la puerta de la casa de su hermano. ¿Lo sabíais?
– ¿Cómo os atrevéis a acusarme de acción tan ruin? Escuchadme bien, Alferonda. Si alguna amistad os une a Lienzo, acabaréis con esto enseguida. Si me afrenta, lo destruiré.
Yo hice que no con la cabeza.
– Vos creéis que podéis destruir a quien os plazca. Creéis que podéis obrar milagros de destrucción. Vuestro poder como parnass os ha corrompido completamente, Parido, y ni siquiera os dais cuenta. Os habéis convertido en una caricatura del hombre que fuisteis. Me amenazáis a mí, amenazáis a Lienzo… Veis intrigas por doquier. Os compadezco. Ya no sois capaz de distinguir entre lo que es cierto y lo que es fantasía.