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Por un momento, Parido se me quedó mirando, y por su gesto eché yo de ver que había dado en el blanco. Este era el truco más viejo de todos, pero yo lo conocía bien. Lo había puesto en práctica muchas veces. La semblanza de sinceridad acobarda al enemigo más pintado.

– Pensad si no -dije yo, deseando aprovechar mi ventaja- de qué me habéis acusado, de qué habéis acusado a Miguel. ¿Realmente pensáis que es posible que los hombres participen en tales intrigas? ¿No es acaso más probable que vuestros recelos y vuestra avaricia os hayan inducido no solo a sospechar de asuntos que no son ciertos, sino a hacer daño a los demás?

– Veo que estoy perdiendo mi tiempo -dijo y se dio la vuelta.

Pero no soy yo persona que deje escapar un pez cuando pica.

– No habéis perdido vuestro tiempo -grité tras de él-. Pensad en lo que os he dicho. Os engañáis, Parido. Os engañáis sobre mí y os engañáis sobre Lienzo, y aún no es demasiado tarde para que os arrepintáis de vuestros pecados.

El hombre echó a andar con gran prisa y encogió los hombros como para protegerse de lo que yo pudiera arrojarle. Y arrojé: le arrojé mentiras, poderosas mentiras que semejaban piedras pues tan claramente se parecían a la verdad.

De igual modo puede hacerse creer a un pobre campesino que te ha entregado su última moneda que cualquier patán que pase y tenga demasiado pelo en su espalda es un hombre lobo. El hombre lleva ese miedo en su interior y no es menester más que señalar y sugerir, y el campesino oirá el aullido él solito.

25

Aunque aún guardaba cama, aquella noche Hannah tomó su sopa y conversó pausadamente con su esposo. Miguel y Daniel mostraban ya alivio, aun cuando la tormenta todavía no había pasado. Miguel había hecho cuanto pudo por no cruzarse con Daniel, pero aquella noche Annetje bajó a decirle que su hermano deseaba verlo en su estudio. Lo encontró encorvado sobre su mesa, garabateando a la luz de una buena vela. Otras tres o cuatro velas parpadeaban por la corriente que entraba por una ventana abierta. Daniel había estado fumando un tabaco acre, y Miguel sintió un dolor que iba en aumento en su cabeza.

– ¿Cómo se encuentra tu esposa? -preguntó Miguel.

– Lo peor ha pasado, y ya no temo por su vida. Estos sustos, lo sabes, pueden ser fatales para los delicados humores de la mujer, sobre todo en su estado. Pero el médico dice que no hay peligro para su vida.

– Me alegro. Es terrible.

Daniel aguardó un momento. Tomó una pluma y volvió a dejarla.

– Es terrible, sí. ¿Qué sabes de ello, Miguel?

Aun cuando había considerado en cómo responder a tal pregunta buena parte del día, Miguel no sabía muy bien qué podía decir para suavizar las cosas. ¿Querría Daniel una confesión o solo que lo tranquilizara?

– No lo sé con certeza -dijo al fin.

– Pero tienes una idea. -Era una afirmación, no una pregunta.

– No puedo decir que no sepa nada, pero no tengo manera de saberlo con certeza.

– Tal vez debieras hablarme de tus sospechas.

Miguel negó con la cabeza.

– Sería impropio que especulara. No es correcto hacer acusaciones cuando no puedo demostrar nada.

– ¿Demostrar nada? -Daniel golpeó la palma contra la mesa-. ¿Acaso la cabeza de un cerdo no demuestra nada? Recuerda que estás viviendo en mi casa, y que tus acciones han puesto en peligro a mi familia. A punto he estado de perder a mi mujer y a mi hijo en el día de hoy. Insisto en que me comuniques tus sospechas.

Miguel suspiró. No quería aventurar sospechas descabelladas, pero no podía decirse que no lo hubieran obligado.

– Muy bien. Sospecho de Salomão Parido.

– ¿Qué? -Daniel lo miró con gesto incrédulo. Se olvidó de acabar de chupar la pipa y el humo salió flotando ociosamente desde su boca-. Debes de haber perdido el juicio.

– No, es justamente el tipo de ardid que puede esperarse de una mente vil como la de Parido, y creo que tú sospechas de él tanto como yo. Ha estado intrigando en mi contra, y ¿qué mejor modo de ensuciar mi nombre que dejando esa cosa en mi puerta como si yo fuera el responsable?

– Es ridículo. Tus conclusiones exigen una deformación excesiva de la razón. ¿Por qué había de hacer tal cosa el senhor Parido? ¿Dónde habría de conseguir un hombre recto como él un animal impuro?

– ¿Tienes alguna forma mejor de explicar este desatino?

– Sí -dijo Daniel, con el gesto solemne de un juez-. Creo que le debes a alguien una gran cantidad de dinero. Creo que esta deuda acaso sea resultado del juego o algún acto criminal, lo cual explicaría que la persona a quien debes el dinero no pueda acudir a un tribunal. Esta abominación en el porche de mi casa es una advertencia para que pagues o afrontes la más desagradable de las consecuencias.

Miguel se concentró en no dejar que su rostro reflejara nada.

– ¿Y cómo has llegado a una conclusión tan fantástica?

– Inevitable -dijo Daniel-. Hannah encontró una nota liada y colocada en el interior de la oreja del cerdo. -Hizo una pausa por estudiar acaso la reacción de su hermano-. La ocultó en su bolsillo por motivos que desconozco, pero el médico la encontró y me la mostró con gran preocupación. -Detrás de él había un estante del cual cogió un pequeño pedazo de papel que presentó a Miguel. El papel era viejo y estaba roto (se conoce que lo habían arrancado de algún documento) y en él había manchas de sangre. Miguel apenas si logró entender la letra, salvo unas palabras en holandés: «Quiero mi dinero» y, unas líneas más abajo: «mi esposa».

Miguel lo devolvió.

– Desconozco su significado.

– ¿Lo desconoces?

– Por completo.

– Tendré que informar del incidente al ma'amad, el cual sin duda querrá investigar. De todos modos no podemos mantenerlo en secreto, demasiados vecinos han visto a Hannah alterada.

– ¿Sacrificarías a tu propio hermano por ayudar a Parido a cumplir su venganza particular? -Miguel habló con tal vehemencia que por un instante olvidó que las circunstancias señalaban a Joachim como el culpable más probable-. He dudado de tu lealtad y siempre me he fustigado por pensar que pudieras favorecer a ese hombre por encima de tu carne y tu sangre, pero ahora veo que no eres más que una marioneta para él. Él tira de las cuerdas y tú bailas.

– Mi amistad con el senhor Parido nada tiene que ver con mi lealtad.

– Lo aprecias más que a tu hermano.

– No tiene por qué haber aquí competencia. ¿Por qué habría de escoger a uno u otro?

– Porque él te ha obligado a escoger. Me sacrificarías por ese hombre y lo harías sin vacilar.

– Entonces es que nada sabes de mí.

– Yo creo que sí -dijo Miguel-. Contéstame sinceramente. Si hubieras de elegir entre los dos, ponerte definitivamente del lado de uno o del otro, ¿considerarías siquiera un momento en ponerte de mi lado?

– Me niego a contestar a tu pregunta. Es un desatino.

– Entonces no contestes -dijo Miguel-. No te molestes.

– Exacto. No tengo por qué molestarme. ¿Para qué hablar de elegir? El senhor Parido me ha demostrado su bondad en la amabilidad con que ha tratado a nuestra familia, sobre todo después del agravio contra su hija.

– No hubo agravio alguno. No fue sino un asunto sin importancia y no hubiera tenido consecuencias tan duraderas de no ser porque Parido perdió el juicio. Jugueteé un poco con su criada, y la hija lo vio. ¿Por qué montar tanto alboroto por nada?

– Eso era un agravio, y un agravio importante -replicó Daniel secamente-. Si el senhor Parido siente cólera por la afrenta cometida contra su hija, no puedo culparle, pues a punto has estado de hacer ese mismo mal a mi hijo no nacido.