Miguel iba a contestar, pero se tuvo. Detrás de todo aquello había algo que él ignoraba.
– ¿Qué mal? -preguntó-. Tuvo un disgusto. Eso no es nada.
– No debiera haber hablado. -Daniel apartó la mirada.
– Si sabes algo debes decírmelo. Si fuera necesario, preguntaré al mismo Parido.
Daniel se llevó una mano a la frente.
– No, no hagas eso -insistió-. Te lo diré, pero no debes decirle que lo sabes o que lo has sabido por mí.
A pesar del miedo, Miguel hubiera podido sonreír. Daniel iba a traicionar a Parido, aunque solo fuera por salvar sus carnes de las llamas.
– Antonia sufrió un daño mayor del que el senhor desea que nadie sepa. Cuando la joven entró en la habitación y te vio en ese acto innombrable con la criada, se desmayó.
– Lo sé -dijo Miguel con malhumor-. Yo estaba allí.
– Sabes ya que se golpeó la cabeza. Lo que desconoces es que ella y su esposo de Salónica han tenido un hijo idiota, y que los médicos dicen que es por causa de aquella herida. Solo puede tener hijos idiotas.
Miguel se pasó una mano por la barba y respiró profundamente por las narices. ¿Antonia no podía alumbrar hijos sanos? No acertaba a ver la relación entre la caída y aquello, pero él, no era médico que pudiera resolver tales enigmas. Sin embargo, ya sabía lo bastante para adivinar el resto. El hijo idiota de Parido ya era bastante vergüenza para él, y Antonia era su única esperanza de perpetuar la familia, sobre todo porque la había casado con un primo de nombre Parido. El parnass era hombre de natural irascible. ¿Cuánta ira reservaría para el hombre al cual tenía por responsable de la ruina del futuro de su nombre?
– ¿Cuánto hace que sabes esto?
– No más de un año. Y te ruego que recuerdes que no debes decir que te lo he dicho.
Miguel hizo un gesto de desaire con la mano.
– Nadie me lo había dicho. -Se levantó de su silla-. ¡Nadie me lo había dicho! -repitió, esta vez mucho más fuerte-. Parido tiene muchos más motivos para odiarme de lo que hubiera podido pensar y, sin embargo, no dijiste nada. ¿Y dudas que él haya enviado a ese cruel mensajero para herirme? Tu lealtad es tan absurda como tus creencias.
– No deseo escuchar tales mentiras sobre Salomão Parido.
– Entonces no tenemos nada más que hablar. -Miguel bajó con prisa la estrecha escalera y casi cayó. En su cólera casi se había convencido a sí mismo de que la única explicación posible a la cabeza de cerdo era Parido. ¿Podía acaso quedar alguna duda de que, movido por su ira y su deformado sentido de la rectitud, haría cualquier cosa para perjudicar a Miguel? Maldito fuera su hermano por pensar otra cosa.
Desde el húmedo sótano escuchó el familiar crujido de las maderas del suelo cuando su hermano se vistió y salió de la casa. No haría más de un cuarto de hora que se había ausentado cuando Annetje bajó y le entregó una carta. Iba dirigida a Daniel y llevaba un círculo rojo en la esquina.
La nota era del corredor, y en ella pedía la confirmación de que Daniel deseaba apoyar el negocio de su hermano. Era una carta formal, pero al final había una línea que intrigó a Miguel.
Siempre habéis sido un hombre respetado en la Bolsa, y vuestra amistad con Salomão Parido es mejor garantía de la que un hombre pudiera desear. Debo decir que, debido a vuestros recientes reveses y los rumores de insolvencia, he vacilado antes de tener vuestra garantía por suficiente para respaldar el negocio de vuestro hermano. A pesar de ello apostaré por la inteligencia de Miguel Lienzo y vuestro honor.
Así que Daniel estaba endeudado. Eso explicaba por qué insistía en recuperar el dinero enseguida. Bueno, no importaba. Miguel escribió una respuesta y la entregó a la moza para que la enviara. Ella vaciló un momento y, al insistir Miguel, dijo que la senhora había solicitado su compañía.
Hannah estaba incorporada en la cama con la cabeza liada en un paño azulado, y la piel pálida y cubierta de sudor. Estaba cómodamente tumbada en esa cama suya, una cama como Dios manda, lo bastante larga para que cupiera en ella tumbada cuan larga era, no como esa miniatura que torturaba a Miguel. Aquella se había construido con una elaborada estructura de roble que se elevaba por encima del lecho. Entre los holandeses opulentos aquellas camas se estilaban mucho por entonces, y Miguel se prometió que compraría una para sí en cuanto dejara la casa de su hermano.
No había cortinas que apartar en el dosel, así que Hannah estaba a la vista, con los ojos muy abiertos y pesarosos.
– Deberíamos hablar enseguida -dijo con gesto grave, aunque no acusador-. Ignoro dónde pueda haber ido vuestro hermano o cuándo pueda volver.
– Creo que sé adónde ha ido -comentó Miguel-. Ha ido a ver a Parido.
– Pudiera ser.
Miguel dio un paso hacia ella.
– Solo quería decir que lamento lo que os ha pasado, y que os hayáis trastornado. Nunca quise que sufrierais ningún mal. Os lo juro.
Ella sonrió levemente.
– Vuestro hermano ha exagerado esto más de lo necesario. Tuve miedo un instante, pero enseguida me recuperé. He notado que la niña se movía todo el día, como hace siempre. Por eso ya no tengo ningún temor.
La niña, pensó Miguel. ¿Osaría especular sobre el género de su hijo ante Daniel? ¿Acaso se permitía hablar con Miguel en términos más íntimos que con su esposo?
– Siento un gran contento en saber que no habéis sufrido ningún daño importante.
Solo lamento no haber podido hacer más. Encontré una nota. Ignoro lo que pudiera decir, pero la escondí pensando que acaso pudiera perjudicaros. Vuestro hermano me la quitó.
– Lo sé. No tiene importancia.
– ¿Sabéis quién ha dejado esa cosa espantosa ahí fuera?
Miguel negó con la cabeza.
– Ojalá lo supiera, pero aun así, os doy las gracias por vuestros esfuerzos. Siento haberme portado tan mal -dijo respirando con dificultad-. Desearía discutir ese asunto con vos. Acaso en otra ocasión. Cuando hayáis reposado. -No lo había planeado, pero en aquel momento le tomó la mano y la sujetó con fuerza. La piel estaba fría, y era suave.
Miguel esperaba que ella lo rechazaría, que lo castigaría por aquella imperdonable presunción, pero en cambio lo miró como si aquel gesto de devoción fuera la cosa más normal del mundo.
– Yo también siento… haber sido tan débil… pero no sé hacerlo mejor.
– Entonces tendremos que enseñaros aquello que queréis saber -le dijo afablemente.
Hannah volvió la cabeza un momento, ocultándola en la almohada.
– Debo preguntaros una cosa más -dijo Miguel, acariciando la mano de ella- y os dejaré descansar. Mencionasteis a la señora Damhuis. ¿Qué más queríais decirme?
Hannah permaneció inmóvil, acaso haciendo que no lo había oído. Finalmente, volvió el rostro hacia él, con los ojos enrojecidos.
– Ni yo misma lo sé. Ella estaba hablando con unos hombres cuando la vi, y apenas miré. Pero pareció pensar que yo había visto algo que no debiera haber visto.
Miguel asintió.
– ¿Conocíais a los hombres? ¿Os parecían hombres de la Nación, o portugueses, o alguna otra cosa?
Ella negó con la cabeza.
– Ni siquiera sabría deciros eso. Creo que eran holandeses, pero acaso uno de ellos fuera de la Nación. No estoy segura.
– ¿No los conocíais? ¿Jamás los habíais visto?
– Creo que uno de ellos era su sirviente, pero no estoy segura. -Negó con la cabeza-. Senhor, estaba demasiado asustada para ver nada.
Miguel conocía muy bien aquella sensación.
– Os dejaré que durmáis -dijo. Sabía que no debía hacerlo, se dijo que no debía hacerlo, que se arrepentiría, que solo le traería problemas. Pero lo hizo. Antes de dejar suavemente la mano de Hannah sobre la cama, se la llevó con dulzura a los labios y la besó-. Y gracias, senhora.