Miguel luchó por liberarse de la bruma de incredulidad. Todas sus esperanzas se habían esfumado en una única acción. ¿Qué podía esperar ahora? Juicio y ejecución, escándalo y vergüenza. Él, un judío, había matado a un holandés; y la ruindad del holandés no lo eximiría.
Entonces Joachim se movió. Se movió brevemente y, con la espalda hacia Miguel, se incorporó. Una multitud de curiosos se había congregado en torno, y todos contuvieron la respiración cuando vieron su rostro, el cual se había golpeado con dureza contra la calle de ladrillo. Se volvió lentamente para mostrar la herida a Miguel.
La piel de su nariz parecía desgarrada, también en la punta. No había grandes cantidades de sangre, pero brotaba esta de forma continuada, y la visión de suciedad y sangre hizo que Miguel se mareara. Joachim miraba directo al frente y permanecía inmóvil, cual si estuviera ante un grupo de jueces. Luego, tras unos momentos, escupió sangre y lo que acaso fuera la parte mayor de uno de los preciosos dientes que le quedaban en su boca.
– El judío ataca al pobre mendigo y sin motivo -oyó que decía una mujer-. Llamaré a los guardias.
La sensación de alivio se evaporó. Si lo arrestaban por atacar a un holandés sin motivo -y había muchos testigos que testificarían que así fue-, el ma'amad no tendría más remedio que dictar el cherem, y esta vez no sería temporal. Todo estaba arruinado.
Con la salvedad de que Joachim lo salvó. Joachim tuvo el poder de destruirlo en sus manos y no lo usó. Miguel no se hizo ilusiones. Sabía que su motivo era solo poder seguir torturándolo. Un Miguel destruido no le haría ningún servicio.
– No es menester que venga nadie -gritó Joachim con palabras lentas y torpes. Estaba borracho, sin duda, aun cuando era evidente que la herida de la boca le dificultaba considerablemente el habla-. Me contentaré con arreglar este asunto en privado. -Dio un paso al frente algo vacilante y escupió otra masa espesa de sangre-. Creo que debiéramos marcharnos rápidamente -le dijo a Miguel- antes de que alguien decida llamar a la ley a pesar de mis esfuerzos por protegeros. -Puso un brazo sobre los hombros de Miguel, como si fueran compañeros heridos recién llegados del campo de batalla.
Joachim hedía a vómito, excrementos, orines y cerveza, pero Miguel lo pasó por alto. No osó manifestar repugnancia ante la multitud en tanto que ayudaba al pobre tullido.
Caminaron en dirección a la Oude Kerk con paso lento y decidido. Miguel no podía permitirse la tensión de temer por que alguien los viere. Solo deseaba seguir moviéndose.
Cuando estuvieron bajo la sombra de la iglesia, Joachim se apartó de Miguel y se apoyó contra el edificio, sujetándose a las ranuras de la piedra.
– No era menester que me atacarais -le dijo. Se llevó la mano libre a la mejilla y luego miró la sangre.
– ¿Acaso no me habéis amenazado con matarme en repetidas ocasiones? -repuso Miguel tajante.
– Yo solo os había salido al encuentro, y vos me derribasteis. Me pregunto qué diría ese ma'amad vuestro de llegar a oídos suyos este incidente.
Miguel miró en derredor, como si la inspiración pudiera hallarse por allí escondida. Solo veía ladrones, rameras y obreros.
– Estoy cansado de vuestras amenazas -dijo Miguel débilmente.
– Tal vez, pero ¿qué importancia puede tener ello ahora? Tratasteis de ayuntaros con mi esposa. Me habéis atacado. Acaso debiera ir directamente al hombre que mentasteis, Salomão Parido.
– No estoy de humor para esto -dijo Miguel con hastío-. Jamás he tocado a vuestra esposa. Decidme lo que queréis, y así podremos concluir esta conversación lo antes posible.
– Quiero lo que siempre he querido… mis quinientos florines. Hubierais podido dármelos por ser lo más justo, pero ahora que tengo algo que deseáis, estoy dispuesto a tomar el dinero a cambio.
– ¿Y qué tenéis vos que desee?
Joachim se limpió algo de sangre con la manga.
– Mi silencio. Habéis hecho de corredor para un gentil y habéis tratado de ayuntaros con una cristiana. Y aún más, os he visto con vuestra amiga. Sé dónde ella consigue su dinero, y me pregunto si ese tal ma'amad no estaría interesado en saberlo.
Joachim acaso lo hubiera visto con Geertruid, pero ¿cómo podía saber que quitaba el dinero a los hijos de su esposo? No tenía sentido, pero no tenía ánimo para tratar de averiguar cómo sabía Joachim lo que sabía… Solo deseaba que aquella conversación se acabara.
– No discutiré con vos.
– Tenéis mucho que perder -dijo Joachim con voz neutra-. Estoy seguro de que encontraréis la forma de conseguir el dinero. Lo tomaréis prestado, lo robaréis… no me importa, mientras me lo deis.
– Vuestras amenazas no tienen ningún valor y no cambiarán nada.
Miguel se dio la vuelta y echó a andar con rapidez, pues por alguna razón intuía que Joachim no le seguiría. Las manos le temblaban, y hubo de concentrarse para asegurarse de que caminaba bien. Aquella jornada su suerte no podía haber sido más negra, pero a pesar de todo estaba totalmente seguro de que Joachim no acudiría al ma'amad. De haber querido arruinarle, hubiera dejado que la mujer llamara a la guardia. Pero si castigaban a Miguel, el juego se acababa, y echaba de verse que Joachim le había cogido el gusto. Se había alimentado de sus heridas, había revivido pronunciando nuevas amenazas. Era lo único que le quedaba.
26
Miguel necesitaba a Geertruid. Poca importancia tenían ya los secretos que pudiera ocultarle… ¡que tuviera sus secretos, él también tenía los suyos! Necesitaba su dinero, no su honradez. Si lograba sacarle otros mil florines, acaso fuera suficiente para salvarse. Podía pagar a Nunes y comprar más opciones de venta para contrarrestar las opciones de compra de Parido. Con un poco de suerte, aún podía hacer cambiar la marea sobre el precio del café. Y entonces utilizaría esos beneficios, no para saldar sus deudas como había planeado, sino para restituir la inversión original de Geertruid. No era todo lo que hubiera querido, pero con otros mil florines o aun mil quinientos si fuera posible, acaso el terreno se allanaría.
Aunque hubo una suerte de desacuerdo, Miguel pensó que su mejor oportunidad la tenía en el repulsivo Becerro de Oro. De modo que se encaminó hacia allí con grandes prisas y encontró al gordo tendero, Crispijn, casi solo, sentado en una banqueta detrás de la barra, sorbiendo de un cuenco de sopa de cerveza y ayudándola a pasar con una redundante jarra de cerveza.
– Buenos días, Crispijn -exclamó Miguel alegremente, como si fueran viejos amigos-. ¿Cómo ha ido el día?
– ¿Quién demonios eres tú? -Crispijn estudió a Miguel un momento y perdió luego el interés, rodeando nuevamente con sus grandes manazas el cuenco de sopa.
– Nos conocimos hace muchas semanas -explicó Miguel, tratando de conservar el buen tono-. Yo estaba con Geertruid Damhuis.
La frente de Crispijn se arrugó.
– ¿Ah, sí? -Inexplicablemente, el hombre escupió en su propia sopa-. Bueno, no tendré más relación con esa perra si puedo evitarlo.
– Seamos educados. -Miguel dio un paso al frente-. Ignoro qué puede haber pasado entre los dos, pero debo ponerme en contacto con ella y pensé que acaso sabríais cómo puedo encontrarla o sabríais de alguien que pudiera darme razón.
– ¿Cómo voy yo a saber la manera de ponerme en contacto con esa arpía? He oído que se ha ido al sur, y aun cuando no es lo mismo que si se hubiera ido al infierno, me tendré por satisfecho.
– Dejando las diferencias a un lado -insistió Miguel-, seguís siendo familia.
A Crispijn le dio tan fuerte risa que el cuerpo se le sacudía.
– Esa no es parienta mía, ni ganas. Cada mañana me salen del culo parientes mucho mejores que ella.