Después de asegurarse de que Hendrick le daba la espalda, Miguel pagó rápidamente sus cervezas… ciertamente, pagó de más, pues quería salir de allí enseguida y sin más palabras. Buscó la puerta y se escurrió al exterior sin ser visto.
En el frío de la noche, Miguel encendió su lámpara, la cual apenas si penetraba la espesa niebla del Ij. ¿Qué significado tenía aquello? ¿Cómo había de explicarlo?
En unos momentos, lo vio todo con claridad. Geertruid había urdido algún plan que no solo implicaba ganarse su confianza por una sola noche, sino durante un período de días o semanas. Luego Miguel lo perdió casi todo cuando el azúcar cayó. Sin duda eso explicaba por qué Hendrick parecía tan inquieto cuando estaba cerca… pues no comprendía qué podía querer Geertruid de un judío que ya no tenía dinero y no les servía de nada.
De modo que Geertruid había urdido algo en lo que él les pudiera ser útil. Había urdido aquel plan del café con el fin de… de hacer ¿qué? ¿Cuál era su plan? No podía ser que hubiera planeado quitárselo todo a Miguel. Ella había puesto el dinero que, según ella misma había dicho, no le pertenecía.
Acaso tampoco perteneciera a los hijos de su difunto marido. Aquella historia, ahora lo veía, tenía el timbre falso de una mentira. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Él, que se ganaba la vida discerniendo verdad de falsedad, aun cuando ahora fuera una forma ruin de ganarse la vida. Y el café, que había de salvarle de la ruina, se revelaba ahora como un nuevo desastre. Pero ¿por qué? ¿Por qué había de adelantar dinero esa mujer o cualquier otra persona, con el fin de engañar a un hombre arruinado y hacer que se arruinara aún más?
Solo podía haber una respuesta. Solo podía haber una persona dispuesta a gastar un dinero en la destrucción de Miguel. Geertruid, concluyó con total claridad, servía a Salomão Parido.
27
La idea de que las cosas pudieran verse con mayor claridad con el nuevo día o que los asuntos de importancia podían resolverse durante el sueño, a Miguel se le antojaba una necedad. Su sueño inquieto no le proporcionó respuestas al día siguiente, ni al otro, sabbath. Sin embargo, a la tercera mañana, despertó con un importante detalle en las mientes: cuando estaban delante de la Carpa Cantarina, Joachim había insinuado cosas sobre Geertruid. Podía recordar hasta el olor exacto del aire -cerveza, orines, y hedor del canal- cuando aquel despojo dijo saber algo.
En aquel momento, Miguel había dado por supuesto que Joachim había averiguado de alguna forma lo del dinero de Geertruid, pero ahora sabía que no era así. El asunto de los hijos de su esposo era una mentira, un engaño plausible para sugerir el uso de medios poco honrados, pero perdonables con los cuales hacer dinero. Lo más probable es que fuera Salomão Parido quien hubiera puesto el dinero.
Pero si Geertruid trabajaba para Parido, ¿por qué el parnass no conocía los planes de Miguel? ¿Por qué había de dejar Parido que Geertruid y Miguel se hicieran con el monopolio del café para después golpear y arruinar a Miguel por su asociación con Geertruid y la violación de las normas?
– No -dijo Miguel en voz alta. Se sentó sobre su cama, arrojando la gruesa colcha de plumón a un lado por el calor de la mañana. Nada de todo aquello tenía sentido, pero alguien -Geertruid, Hendrick, Parido-, alguien cometería un error que le permitiría ver la verdad, y él estaría preparado cuando eso pasara.
Dos días más tarde, Annetje anunció que Miguel tenía visita. Su voz vaciló levemente, y no parecía atreverse a mirar a Miguel a los ojos. Cuando la siguió hasta la sala de recibir, vio a Joachim en pie junto a la jamba de la puerta, con un nuevo sombrero de ala ancha en las manos, mirándolo todo con una suerte de curiosidad infanticlass="underline" «Así que aquí es donde vive un judío».
– Habéis perdido el juicio -dijo Miguel con calma.
Joachim vestía ropas nuevas -¿de dónde habían salido?- y aun cuando no eran de la finura a la que antaño tenía afición, tenía un aire limpio y digno, muy a la manera de un negociante con su camisa blanca, jubón y jersey de lana ceñido. La herida de su rostro desmentía cualquier asomo de gentileza, pero también lo hacía menos reconocible como mendigo, pues ya no llevaba con él el hedor de la decadencia.
– He de hablar con vos -dijo con una voz serena que Miguel apenas reconoció. ¿Se habría llevado un baño y ropas nuevas su desatinada mente?-. Ya estoy en vuestra casa. Echarme a la calle no os haría ningún bien, particularmente si armo un gran alboroto. Sin duda os convendrá que me vaya en silencio cuando haya concluido el asunto que me trae. -Dejó la alternativa sin pronunciar.
¿Acaso no podría haber tenido la cortesía de llamar a la puerta de la cocina? Miguel no estaba dispuesto a quedarse en la parte principal de la casa con aquel individuo, así que lo guió hasta su sótano.
Joachim examinó lo que veía cuando bajaban las escaleras y se quedó en pie, inquieto, en la húmeda habitación, sorprendido acaso al ver que Miguel no vivía entre lujos. Se sentó en un taburete con patas inestables y dejó pasar un momento en tanto que miraba la llama de la lámpara de aceite de la mesa. Finalmente, respiró hondo y empezó.
– He estado bajo la influencia de un acceso de demencia que ya ha pasado. He exigido y amenazado, en algunos casos de forma poco razonable, por lo cual os pido perdón. Sigo pensando que debéis pagarme los quinientos florines que perdí, pero no es menester que sea de forma inmediata, ni todo a la vez. Es decir, desearía establecer un programa para los pagos, como el que tendría de haber pedido un préstamo. Entonces ya no os molestaré.
– Ya veo. -Miguel hablaba despacio, tratando de ganar tiempo para pensar. Alguien había dado dinero a Joachim; era evidente. Y ese alguien solo podía ser Parido.
– Me alegra que lo veáis. Vayamos pues al grano: aceptaré un pago gradual de lo que me debéis, aunque por bien de sentirme certificado habré de saber cómo pensáis conseguir el dinero. Tal es la idea. Me hablaréis del proyecto con el cual pensáis conseguir vuestro dinero en los próximos meses y, sabiendo de vuestra estrategia, podré fiar en que devolváis mis quinientos florines, pongamos, en los próximos dos años.
No podía ser más simple, ni más claro. Parido había echado mano de Joachim por tal de averiguar sus planes. Cualquiera que fuera el ardid que hubiera empleado, echaba de verse que lo había domeñado. ¿Había sido el dinero suficiente para obrar aquel cambio? Tenía que haber algo más. Joachim se conducía con el nerviosismo de quien espera juicio.
Miguel sintió gran alegría. Las cosas habían ido mal en las pasadas semanas -muy mal-, pero ahora sabía cómo tomar el mando. Sabía lo que los otros planeaban, y eso le permitiría manejarlos a su antojo.
– ¿Cómo sé que no os aprovecharéis de la información que os proporcione? -preguntó, haciendo tiempo en tanto consideraba sus opciones-. No ha tanto que os ausentáis de la Bolsa como para haber olvidado la importancia de mantener los secretos.
– Yo nada tengo que ver con la Bolsa. Eso se ha terminado para mí. Solo deseo proveer para mi esposa y retirarme a una vida tranquila en el campo. -Sus ojos pestañearon-. Si me pagáis, compraré una parcela de tierra y la cultivaré. O acaso abra una taberna en algún pueblo.
– Muy bien -dijo Miguel con tiento-. Prometo que os pagaré.
– Pero debéis decirme lo que os solicito -dijo Joachim, pasándose los dedos por sus largos cabellos, recientemente lavados.
Miguel notó sabor a sangre en su boca.
– ¿Debo? Y ¿qué haréis si no os lo digo?
– Solo deseo tener la seguridad de que no me engañaréis.
– Entonces tenéis esa seguridad. -Miguel sonrió.
– Eso no basta. -Joachim se agitó nervioso-. Hemos tenido nuestras diferencias, sí, pero ya veis que acudo a vos con humildad. Estoy dispuesto a admitir mis errores. Solo os pido una cosa, y sin embargo me la negáis.