– ¿Un poco más?
– Mil quinientos florines -dijo él alegremente aunque, viendo cómo demudaba su rostro, pensó que acaso la cifra fuera un tanto ambiciosa-. Aunque con mil quizá me arregle.
– Debéis tenerme por una mujer más importante de lo que soy -dijo ella-. Ya os he dicho cuán dificultoso era conseguir los tres mil. Y ahora, me pedís la mitad con semejante desparpajo.
– ¿Acaso os pido dinero para satisfacer mis propias necesidades, señora? No, que es para asegurar nuestra riqueza común. Me pedisteis que trabajara para vos porque confiabais en mi capacidad para llevar asuntos de negocios. Y no os equivocabais. Os aseguro que necesitamos ese dinero si queremos salir victoriosos.
Miguel había esperado que se mostrara seria, pero también divertida. En lugar de eso, vio que lo miraba con gran cólera.
– Cuando empezamos, os pregunté cuánto necesitabais, y me dijisteis que tres mil florines. Y os confié ese dinero. Si me hubierais dicho cuatro mil quinientos, os hubiera dicho que era imposible. ¿Acaso los tres mil florines no serán suficiente? ¿Habéis perdido el dinero?
– No, perdido no -dijo él con gran prisa-. Os lo prometo. El peor peligro es que no podamos hacer cuanto deseábamos, y que hayáis de devolver vuestra inversión allá de donde vino. Solo pensaba que si pudiéramos disponer de algo más de dinero, nos haría buen servicio.
– No podemos disponer de más dinero -dijo Geertruid-, y necesito que seáis sincero conmigo. Sé que la verdad es cosa dificultosa para quien ha sido judío secreto.
– Sois injusta -protestó Miguel.
– Vos mismo me lo dijisteis. Me dijisteis que por necesidad se os instruyó en el arte del engaño. Sin embargo, yo no quiero engaños, quiero la verdad.
– Que un hombre sepa engañar no significa que haya olvidado cómo ser veraz. Yo nunca os mentiría, de la misma forma que sé que vos no me engañaríais a mí. -Sin duda no hubiera debido decirlo, pero sabía que su rostro no reflejaría la ironía-. Vuestro dinero está a salvo, y aun cuando en mayor cantidad me hubiera hecho las cosas más fáciles, tengo por cierto que aún puedo controlarlo todo.
– Entonces, mejor hacedlo así -dijo-. No podéis comeros el mismo conejo dos veces, Miguel. Ya tenéis todo cuanto podéis conseguir de mí.
– Entonces habré de arreglármelas -dijo él con una sonrisa espontánea.
Por un momento, Geertruid no dijo nada. Dio un largo trago a su cerveza y miró más allá de Miguel.
– Os creo -dijo-. Sé que sois mi amigo, y sé que no me haríais ningún mal. Pero si hay algo que deba saber, haréis mejor en decirlo, puesto que si me hacéis algún mal, si aun a ojos de un ignorante parece que me habéis hecho daño, debéis saber que Hendrick os matará, y yo no podré detenerlo.
Miguel hizo que reía.
– No tendrá motivo para odiarme cuando todo esté hecho, ni vos tampoco. Bien, si las cosas van a quedar tal cual, mejor será que me vaya y me asegure de que todo está en orden.
– ¿Cuándo llegará el cargamento a puerto?
Según sus cálculos, el café llegaría a puerto en tres semanas. Primero, la idea era que estuviera allí dos semanas más tarde. No sería así, pero no era menester que nadie lo supiera. No para lo que tenía en las mientes.
– Un mes -dijo-. Acaso menos.
La reunión le dejó un amargo sabor en la boca, pero eso no podía evitarlo. Cuando cruzaba el Warmoesstraat, Miguel vio a un par de hombres que hicieron como que no lo observaban: sin duda eran espías del ma'amad. No importaba. No era ningún delito estar en la calle. Aun así, sintió la necesidad de despistarlos y torció por una calleja que daba a una calle secundaria. Luego otro callejón y otra calleja, los cuales lo devolvieron a la calle principal.
Se volvió y echó de ver que aún llevaba detrás a los espías. Acaso ni tan siquiera habrían entrado en las callejas, convencidos de que Miguel volvería al lugar de partida. Cogió una piedra plana para hacerla saltar sobre la superficie del canal, pero se hundió en el instante mismo en que tocó las sucias aguas.
Miguel levantó el saquito de grano de café. Era ligero, lo bastante para poder pasárselo de una mano a la otra. Habría de empezar a vigilar el uso que hacía de él o de lo contrario pronto se quedaría sin nada. Acaso en la taberna turca le dejarían comprar para su uso privado.
Después de hacer inventario de los problemas que tenía ante él, Miguel vio a qué se enfrentaba: sus planes con el café estaban al borde de la ruina debido al retraso de los barcos y falta de fondos; su socia, Geertruid, no era lo que parecía, y acaso estuviera compinchada con Parido o acaso no; Joachim sin duda estaba compinchado con Parido, pero eso le haría las cosas más sencillas, no menos, pues el dinero de Parido parecía haber devuelto la cordura al pobre hombre; Miguel no podía saldar su deuda con Isaías Nunes porque había utilizado los fondos para pagar a su hermano y a su agente en Moscovia; el dinero que había ganado con su brillante jugada con el aceite de ballena no estaba a su disposición porque el corredor Ricardo no quería pagarle, ni revelar el nombre de su cliente; Miguel no podía hacer nada a pesar de la traición de Ricardo porque si acudía a los tribunales holandeses, atraería sobre sí la ira del ma'amad, y presentarse ante el ma'amad era demasiado arriesgado a causa de Parido.
Más bien, había sido demasiado arriesgado.
Miguel tragó el último café que quedaba en el cuenco. Al menos había una cosa que podía resolver, y estaba a su alcance hacerlo inmediatamente.
Tras buscar en media docena de tabernas, Miguel fue a buscar a Ricardo a su casa. El corredor tenía por costumbre contratar a los sirvientes más baratos, y sin duda la criatura que abrió la puerta debió de ser una ganga: una mujer encorvada y temblorosa, con pocos años de vida por delante. Sus ojos eran simples rayas y le resultaba dificultoso impulsarse hacia delante.
– ¿Qué pasa? -preguntó la mujer en holandés-. ¿Habéis venido para la cena judía?
Miguel sonrió radiante.
– Ciertamente.
– Pasad, entonces. Los otros ya están comiendo. Al judío no le gusta que sus invitados lleguen tarde.
– ¿No se os ha ocurrido pensar que estáis hablando de «el judío» con otro judío? -preguntó Miguel en tanto seguía su paso cansino.
– Eso lo arregláis con él -dijo la vieja-. No es cosa mía.
La mujer lo guió por un largo y hermosamente embaldosado vestíbulo, y lo hizo pasar a una sala espaciosa, vestida con poco más que una larga mesa. Sin embargo, las paredes estaban cubiertas de cuadros: retratos, paisajes, escenas bíblicas. Miguel reconoció uno de los retratos, un cuadro de Sansón, en el estilo de aquel curioso sujeto que vivía en el Vlooyenburg y tenía la costumbre de utilizar a judíos pobres como modelos.
Sin embargo, los modelos eran los únicos judíos pobres que honraban el interior de la casa; alrededor de la mesa, en la cual se le hacía a Miguel que había relativamente poca comida, estaban algunos de los hombres más ricos de la Nación Portuguesa, incluido Salomão Parido. Por las grandes voces, Miguel imaginó que Ricardo había sido mucho más liberal con su vino que con su comida.
El corredor, que había estado riendo, levantó en aquel instante la vista y vio a Miguel en pie con su vieja sirvienta.
– Otro judío para vos -anunció la mujer.
– Lienzo -escupió Ricardo-. Yo no os he invitado, desde luego.
– Me dijisteis que viniera y os acompañara a vos y vuestros amigos en un alegre festín. Y aquí estoy.
Parido alzó su vaso.
– Brindemos por Lienzo entonces. Por el comerciante más misterioso de Amsterdam.
Ricardo se puso en pie.
– Acompañadme a mis habitaciones privadas un momento. -Se inclinó hacia delante, tambaleándose y, tras respirar hondo, pareció recuperar el equilibrio. Miguel hizo una reverencia ante los invitados y lo siguió.