Ricardo subió medio tramo de escaleras estrechas hasta una pequeña habitación, con un escritorio, unas pocas sillas y montones de papeles que estaban sobre el suelo. Las ventanas habían sido cerradas y la habitación estaba casi totalmente a oscuras. El corredor abrió los postigos de una de ellas lo justo para que pudieran verse el uno al otro, pero poco más.
– Empiezo a sospechar que bebéis más vino del que conviene a un hombre de nuestra nación -dijo Miguel-. Los holandeses son recipientes sin fondo, pero se conoce que vos habéis llegado a vuestro límite.
– Pues yo creo -repuso Ricardo- que vos acaso seáis más granuja de lo que primero parecíais. ¿Qué pretendéis presentándoos aquí cuando estoy atendiendo a mis amigos, entre los cuales he de decir que no os incluyo a vos?
– Ignoraba que vuestros amigos estuvieran aquí. Simplemente os había estado buscando. Si no hubierais contratado a una sirvienta recién salida de la huesa acaso hubiera cribado a vuestras visitas con algo más de esmero.
Ricardo se dejó caer en una silla.
– Bueno. ¿Qué es lo que queréis? Hablad, deprisa, pero si se trata otra vez del maldito dinero, os repetiré lo que ya os dije antes: tendréis lo vuestro a su debido momento, pero no antes.
Miguel decidió no tomar asiento y se dedicó a caminar arriba y abajo por la habitación como abogado que hace un discurso ante los burgomaestres.
– He pensado en lo que habéis dicho y no me basta. Veréis, se me debe un dinero, y si no he de cobrarlo, cuando menos tengo derecho a saber quién es mi deudor.
Los mostachos de Ricardo se curvaron con un contento superlativo.
– Quizá sea eso lo que pensáis, pero ambos sabemos que no podéis hacer nada.
– Eso decís. Creéis que no me expondré a la cólera del ma'amad acudiendo a los tribunales holandeses y que no acudiré al ma'amad porque uno de sus miembros podría predisponerlo en contra mía. Al menos eso es lo que vos creéis. Imagino que también sabréis de mi reciente encuentro con el Consejo y mi destierro de un día, pero puesto que tales procesos son secretos, no sabéis lo que durante él se dijo. Así que dejad que os diga una cosa: mi enemigo en el tal Consejo se descubrió a sí mismo y manifestó la antipatía que siente hacia mí ante los otros parnassim. Esta vez no podría poner al Consejo en mi contra.
Ricardo siseó como una serpiente.
– Muy bien. Si queréis, podéis correr el riesgo, presentad vuestra queja. Ya veremos qué pasa.
Miguel asintió.
– Os agradezco vuestra cortesía. Tengo por seguro que el Consejo encontrará un gran interés en este caso. Y encontrará un gran interés cuando sepa que os habéis ocultado tras la protección de tal hombre para no darme mi dinero. Esto será muy comprometedor para él, y tengo por seguro que no le gustará que lo hayáis puesto en tan embarazosa situación. Pero claro -prosiguió Miguel-, acaso le guste. Como habéis dicho, ya veremos qué pasa.
Ricardo se puso en pie.
– ¿Me estáis amenazando, senhor?
Miguel dio gran risotada.
– Por supuesto. Os estoy amenazando exactamente con aquello que me habéis retado a hacer. No me parece a mí gran amenaza, aun cuando parece que os ha alterado notablemente.
Ricardo asintió con rapidez, como si debatiera algo entre sí.
– No queréis llevar este asunto ante el ma'amad -dijo.
– No, no quiero; pero si no me dais otra opción, lo haré. Y veros a los dos en tan embarazosa situación será compensación más que suficiente por mis cuitas. Yo no tengo nada que perder, Ricardo, pero vos sí. Podéis pagarme, podéis darme el nombre de vuestro cliente o podéis permitir que el ma'amad os obligue a hacer ambas cosas mientras os avergonzáis y convertís a Salomão Parido en vuestro enemigo. La decisión es vuestra, pero tengo intención de solicitar una audiencia a primera hora de mañana. Sin duda os interesa decidir deprisa.
Miguel se volvió para salir, aun cuando no pensaba que Ricardo pudiera dejarle, pero su declaración exigía una pretendida salida.
– Esperad -dijo Ricardo. Lentamente volvió a ocupar el asiento-. Esperad. Esperad, esperad, esperad.
– Estoy esperando. Llevo esperando bastante tiempo.
– Lo comprendo. -Alzó una mano en un gesto que indicaba que detuviera su lengua-. He aquí lo que os ofrezco. Os diré el nombre de mi cliente y podréis exigirle lo que se os debe directamente, pero no le diréis que fui yo quien lo traicionó. Y no diréis nada a Parido. Él no sabe que utilicé su nombre en esto, y quisiera que siguiera sin saberlo.
Miguel tragó con dificultad. Por fin tendría su dinero. Y había ganado, lo cual no era cosa frecuente en los últimos tiempos.
– Estoy de acuerdo -dijo.
Ricardo suspiró.
– Muy bien. Debéis comprender que mi cliente me dio instrucciones muy claras para que mantuviera esta información en secreto. No fue decisión u obra mía.
– Vos dadme ese nombre.
– He dicho que lo haría. El nombre -dijo- es Daniel Lienzo. -Dejó escapar una risita chillona-. Si lo pensáis, es muy gracioso. Os presionaba por los mil que os había prestado y en cambio, en todo momento, él os ha estado debiendo más del doble. Os ha estado tratando con despecho porque le debíais dinero, pero estas últimas semanas él ha sido vuestro deudor y vos ni siquiera lo sabíais. ¿No os parece divertido?
Miguel echó mano de un montón de papeles y se los arrojó a Ricardo, esparciendo sus notas, sus cuentas y su correspondencia por toda la habitación. Haciendo esto esperaba dejar bien claro que no, no lo encontraba tan divertido como Ricardo.
29
Miguel sabía que las finanzas de su hermano no iban bien, pero ignoraba hasta qué punto. Todas sus burlas, todas sus insinuaciones sobre las maldades que hiciera Miguel cuando él hacía otras tantas… eso podía perdonarlo; podía perdonar su altanería y las miradas de censura. Pero lo que no le perdonaba era que le hubiera aceptado el dinero -robado el dinero- sabiendo que él habría menester de él.
Pero, aun lleno de resentimiento, Miguel no osaba hablar de ello. No se atrevía a quejarse porque, hasta que no resolviera aquel asunto del café de una forma u otra, no podía arriesgarse a salir de la casa de su hermano, pues un movimiento tal hubiera llamado demasiado la atención.
Unos días más tarde, Annetje bajó de nuevo al sótano de Miguel con un anuncio que hubiera sido mucho más sorprendente de no ser porque había de él precedentes. Joachim Waagenaar estaba en la puerta y deseaba entrevistarse con él.
Joachim bajó la angosta escalera ayudándose con una mano y aferrándose con la otra el sombrero. Cuando llegó abajo perdió pie y dio en tambalearse como un borracho.
– Bien, senhor, veo que el círculo se ha cerrado. Como se suele decir, el pájaro siempre vuelve al nido.
Joachim no estaba tan borracho como primero pareciera. Una idea se le pasó a Miguel por las mientes: Joachim había bebido solo lo justo para reunir el valor. Pero valor ¿para qué? Una vez más, Miguel buscó alguna cosa con la que poder protegerse.
– ¿Es este vuestro nido? -preguntó Miguel-. Se me hace a mí que no.
– No estoy de acuerdo. -Joachim se sentó sin esperar a que le invitaran-. Siento que esta es la mismísima habitación en la cual nací… en la cual nació la persona en quien me he convertido. Y en qué me he convertido… yo mismo apenas lo sé.
– ¿Es eso lo que venís a decirme?
– No. Solo que he estado pensando, y en cierto modo creo que acaso vos seáis el mejor amigo que tengo en estos momentos. Curioso, ¿verdad? En otro tiempo fuimos… bueno, si no amigos, sí estábamos al menos en buenos términos. Luego fuimos enemigos. Y acaso haya yo la más culpa de ello, aun cuando mi cólera estaba bien fundada; estoy seguro de que lo sabéis. Y ahora por fin somos amigos de nuevo. Verdaderos amigos. De los que se preocupan el uno por el otro.