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Entonces lo vio en sus ojos. Solo tenía que pedirlo. Podía llevarla consigo al sótano y allí, en la estrecha cama, tomar a la esposa de su hermano. No, era una afrenta pensar en ella como la esposa de su hermano. Ella era mujer por sí misma, y así habría de verla. ¿Qué le retenía, la pertenencia? ¿No merecía acaso Daniel ser traicionado después de haber cogido el dinero de Miguel de aquella forma?

Estaba a punto de tender la mano, de tomar la mano de ella y llevarla al sótano. Pero sucedió algo.

– ¿Qué es esto? -La voz de Annetje los sobresaltó. Estaba en el umbral, con los brazos cruzados y una sonrisa perversa en los labios. Miró a Miguel, luego a Hannah y alzó los ojos al techo-. Se me hace que la senhora os está molestando. -Annetje se adelantó y puso una mano en el hombro de Hannah-. Y vos, ¿qué tenéis ahí? -Le cogió el libro de las manos-. Ya sabéis que sois demasiado necia para los libros, querida senhora. Sin duda os molesta, senhor Lienzo. Me aseguraré de que no vuelva a suceder.

– Devuelve eso a tu senhora -dijo él-. Te estás excediendo, moza.

Annetje se encogió de hombros y devolvió el libro a Hannah, la cual lo metió en el bolsillo de su delantal.

– Senhor, estoy segura de que no pretendíais levantarme la voz. Después de todo… -Sonrió con malicia- vos no sois el señor de la casa, y acaso a vuestro hermano no le guste escuchar algunas cosillas. Debéis pensar en ello mientras me llevo a la senhora donde no os pueda molestar. -Y tiró con brusquedad del brazo de Hannah.

– Suéltame -dijo Hannah en portugués, casi gritando. Se soltó y se volvió a la moza-. ¡No me toques!

– Por favor, senhora. Dejad que os lleve a vuestras habitaciones antes de que os avergoncéis.

– ¿Quién eres tú para hablar de vergüenza?

Miguel no acertaba a comprender aquella escena. ¿Por qué pensaba la criada que podía dirigirse a Hannah en aquel tono? Ni tan siquiera sabía que la moza hablara, pues para él no era más que una hermosa criatura que solo servía para algún retozo ocasional. Pero se conoce que había intrigas, ardides y planes que jamás hubiera imaginado. Abrió la boca, dispuesto a hablar, pero en estas Daniel apareció en el umbral.

– ¿Qué está pasando aquí?

Daniel miró a las dos mujeres, demasiado próximas entre sí para pensar que no pasaba nada. El rostro de Hannah había enrojecido, y el de Annetje había mudado en una severa máscara de cólera. Se miraron con frialdad entrambas, pero al oír la voz de Daniel, las dos se volvieron y se recogieron como niñas que han sido descubiertas en un peligroso juego.

– ¿Qué está pasando?, digo -repitió Daniel, pero esta vez miraba a Miguel-. ¿Le ha puesto la mano encima a mi esposa?

Miguel trató de pensar en cuáles mentiras pudieran hacer mejor servicio a Hannah, pero nada le vino a las mientes. Si acusaba a la criada, acaso ella traicionaría a su señora, pero si no decía nada, ¿cómo podría explicar Hannah aquel atropello?

– Los criados no se conducen de esta forma -dijo.

– Sé que estas holandesas no tienen sentido del decoro -gritó Daniel-, pero esto es demasiado. He dejado a mi esposa en compañía de esta impúdica ramera demasiado tiempo y no habré de prestar oídos a sus súplicas nunca más. La moza debe irse.

Miguel trató de encontrar alguna palabra para aplacar los ánimos de todos, pero Annetje habló primero. Dio un paso hacia Daniel y le dijo con desdén en sus mismas barbas.

– ¿Creéis que no entiendo vuestra palabrería portuguesa? -le preguntó en holandés-. Le pondré las manos encima a vuestra esposa cuando me plazca. Vuestra esposa… -rió-. Ni siquiera conocéis a vuestra esposa, que acepta regalos de amor de vuestro hermano y luego los oculta en el delantal. Y su lascivia no es el menor de sus pecados. Vuestra esposa, poderoso senhor, es católica, tan católica como el Papa y acude cuantas veces puede a la iglesia. Se confiesa… bebe la sangre de Cristo y come su cuerpo. Hace cosas que horrorizarían a esa demoníaca alma judía que tenéis. Y no pienso quedarme en esta casa ni un día más. Hay otros trabajos, y con gentes cristianas, así que me voy.

Annetje se dio la vuelta sacudiendo las faldas como había visto hacer a las mujeres en un escenario, con el mentón bien alto. Al llegar a la puerta se detuvo un momento.

– Mandaré un mozo a por mis cosas -dijo, y esperó a ver la respuesta de Daniel.

Todos permanecieron inmóviles, mudos. Hannah se abrazó a su cuerpo, sin atreverse casi a respirar, hasta que los pulmones empezaron a quemarle y hubo de tragar el aire como si hubiera estado bajo el agua. Miguel se mordía el labio. Daniel estaba quieto como un cuadro.

Era una situación trepidante, vertiginosa, como Miguel solo conociera dos veces en su vida: la una en Lisboa, cuando le advirtieron que la Inquisición lo buscaba para interrogarle; y en Amsterdam, cuando supo que sus inversiones en el azúcar lo habían arruinado.

Pensó en todos los pequeños detalles que habían llevado a aquel momento: las miradas furtivas, las conversaciones secretas, el café. Él le había tomado la mano, se había dirigido a ella como si fuera un amante, le había dado un regalo. Si al menos hubiera sabido lo que pasaba entre la moza y Hannah… Pero no podía borrar el pasado. Ahora no podía haber dobleces. Un hombre puede llevar su vida entre engaños, pero hay momentos, siempre ha de haber momentos, en que el engaño queda al descubierto.

Annetje se solazaba en el silencio. Cada momento que pasaba desafiando a Daniel para que hablara la excitaba más, pero él se limitaba a mirarla completamente asombrado.

– ¿No tienes nada que decir, cornudo? -le escupió-. Eres un necio, que te aproveche la mala baba. -Y dicho esto, le dio un empujón y se fue.

Daniel miró a su esposa, ladeando la cabeza levemente. Miró a Miguel, que no se atrevía a mirarle a los ojos. Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza pensativo.

– ¿Es que hay alguien capaz de entender las palabras de esa zorra? -preguntó, volviendo a ponerse con esmero el sombrero-. Su holandés es la cosa más complicada que conozca, y suerte tiene de ello, pues la expresión de su rostro era de impudicia. Tengo por seguro que de haber comprendido sus palabras, le hubiera tenido que golpear.

Miguel echó una mirada a Hannah, la cual miraba al suelo, tratando de no llorar, de alivio, sospechaba Miguel.

– Ha dicho que abandona vuestro servicio -aventuró Miguel con cautela, no del todo certificado en que Hannah hubiera escapado-. Está cansada de trabajar para judíos; acaso prefiera una señora holandesa… una viuda.

– Pues que le vaya bien. Espero -dijo Daniel a Hannah- que no te haya trastornado en exceso. Hay otras mozas en el mundo, y mejores. No la echarás en falta.

– No la echaré en falta. Acaso la próxima vez dejes que sea yo quien elija a la sirvienta -sugirió ella.

Aquel mismo día, Miguel recibió un mensaje de Geertruid expresando su preocupación porque hacía ya tiempo que no hablaban y solicitaba una entrevista lo antes posible. Por bien de encontrar una excusa para el retraso, le escribió una nota diciendo que no sería posible reunirse hasta después del sabbath. Sus palabras eran lo bastante confusas para no tener sentido, ni aun para él mismo, y a punto estuvo de romper la nota. Pero lo pensó mejor y decidió que acaso sacara algún provecho de su incoherencia. Sin releer lo que había escrito, envió la nota.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Por supuesto, las tales casas se encuentran por cientos en el Jordaan, edificios de tres o cuatro pisos construidos con grandes prisas, con habitaciones exiguas, estrechas ventanas, poca luz y demasiado humo. Esta en particular, pertenece, como parecen pertenecer todas, a una viuda con cara de estreñida, la cual no ve nada y todo lo juzga. La viuda de expresión estreñida había alquilado recientemente unas habitaciones a una joven moza. Eran dos habitaciones, una más de lo que la moza había pagado nunca, pues ahora le pagaban mejor de cuanto le pagaran en el pasado. Tenía ropas nuevas y algunos pequeños lujos: manzanas, peras, dátiles secos.