Había estado la moza disfrutando de tales lujos, junto con el olor de su perfume de algalia, sus nuevas sábanas y lazos, cuando la viuda de expresión estreñida le informó que había un hombre -un mercader, parece- que deseaba verla. A la viuda no le gustó cuando la moza dijo que lo hiciera subir, pues no le agradaba que las mozuelas recibieran hombres en sus habitaciones, pero difícilmente hubiera podido evitarlo, y puesto que algunos de ellos eran cristianos y otros no, poco podía hacer. De modo que hizo subir al hombre.
Llamaron a la puerta, y la moza abrió, ataviada con un vestido azul nuevo y ceñido. Harto seductor, os doy palabra, y realzaba grandemente su figura. ¿Qué hombre fuera capaz de resistirse a semejante belleza con semejantes ropas? Ella sonrió al visitante.
– Hola, senhora. ¿Me habéis echado en falta?
Dudo que el hombre sonriera y, con toda probabilidad, no la habría echado en falta.
– Necesito hablarte un momento, Annetje.
Entró y cerró la puerta, pero se mantuvo alejado de ella. He aquí un hombre que conoce los peligros de un vestido azul.
– ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Ni un beso para vuestra vieja amiga?
– Tengo algo que preguntarte.
– Por supuesto. Preguntad cuanto queráis.
– Quiero saber si, estando al servicio de mi hermano, se te pagó para que vigilaras los movimientos de la casa.
A la moza le dio fuerte risa.
– ¿Queréis saber si os espiaba?
– Sí.
– ¿Por qué habría de decíroslo? -preguntó con descaro, en tanto movía sus faldas por la habitación como una niña sobre un escenario. Tal vez disfrutaba haciendo chanza de su visitante. O deseaba que él viera lo que tenía ella por gran refinamiento: su mobiliario, sus lazos repartidos por la habitación como si tuviera ella las tales cosas por cientos, la abundante fruta… Podía comer una manzana o una pera cuando le pluguiera. Y después otra. No parecía haber fin al suministro del que disponía. Vivía la moza en aquellas dos habitaciones -¡dos!- en la zona más nueva de la ciudad, cuando había hombres que moraban en sótanos húmedos en mitad de islas húmedas en mitad de un repulsivo canal.
– Debieras decírmelo -contestó él con voz más recia-, pues te lo he preguntado. Pero si lo prefieres, puedo pagarte por tus respuestas, pues se conoce que requieren un gran esfuerzo.
– Si me pagáis -repuso ella-, entonces acaso os conteste aquello que crea os haga tener vuestro dinero por bien empleado. Me gusta complacer a quienes dan dinero. -Ciertamente, en eso decía la verdad.
– Entonces dime lo que te pido porque siempre he sido amable contigo en el pasado.
– Oh, sí, tan amable… -y dio en reír de nuevo-. Tan amable como puedan serlo los calzones de cualquier hombre de esta ciudad, pero es normal, supongo. Queréis saber si alguien me pagó para que os espiara. Y os diré que sí. No es traición que lo confiese… al menos no lo tengo yo por traición, puesto que no se me ha pagado como se me prometió. Y puesto que no he de tener mi dinero, al menos podré tener mi venganza.
– ¿Quién te pagó?
– Bueno, fue vuestra amiga la viuda -dijo-, la adorable señora Damhuis. Me prometió diez florines si os tenía vigilados a vos y esa zorra obstinada de senhora. ¿También habéis sido amable con ella?
El visitante no podía dejarse intimidar.
– Y te pagaba por hacer qué.
– Solo había de escuchar cuanto se hablara en la casa. Había de convencer a la senhora de no hablar de sus encuentros con madam. Decía que vos no sospecharíais… mientras yo os mostrara mis favores. En cuyo caso, me dijo, seríais tan necio como un toro que llevan al degüello.
– ¿Cuáles son sus fines? -preguntó él-. ¿Por qué quería que hicieras tales cosas?
Annetje se encogió de hombros de forma harto exagerada, con la cual cosa el cuello de su vestido se abrió deliciosamente.
– No sabría deciros, senhor. Ella nunca me lo dijo. Solo me dio unos pocos florines y me prometió más, que era mentira. En mi opinión, esa mujer da en mentir mucho. Haríais bien en recelar de ella.
Annetje le ofreció a su visitante el cuenco de dátiles.
– ¿Probaríais una de mis exquisiteces?
El mercader declinó el ofrecimiento. Dio las gracias a la moza y se fue.
De esta guisa transcurrió la última conversación entre Miguel Lienzo y la que fuera criada de su hermano. Es bien triste cómo a veces resultan las cosas. Miguel y la moza conocieron una bonita intimidad durante largos meses, pero nunca hubo un verdadero amor. Él solo buscaba la carne, ella el dinero. Triste fundamento para una relación entre hombre y mujer.
Y ¿cómo sabe Alferonda de esto? ¿Cómo puede escribir las palabras que privadamente se pronunciaron en una oscura casa de huéspedes del Jordaan? Alferonda las conoce porque lo oyó todo… pues que estaba en la habitación contigua… tendido en el tosco lecho de la moza.
Poco antes había estado yo disfrutando de las exquisiteces que ella había ofrecido a Miguel. Ella dijo al visitante exactamente lo que yo le dije que dijera, si acaso se presentaba. Madam Damhuis, por supuesto, jamás le había pagado a la moza ni un ochavo, ni le prometiera hacer tal cosa. La viuda no habló sino en una ocasión con ella, la cual fue cuando la viuda paró a la senhora en el Hoogstraat.
Annetje estaba a mi servicio, y fue decisión mía que la senhora de Lienzo no pudiera hablar de la viuda a Miguel. Que al cabo lo hiciera, se demostraría cosa inconsecuente.
30
Durante semanas, Miguel había estado ignorando las notas de Isaías Nunes e hizo tal cosa justificadamente desde que llegó a su conocimiento que Nunes estaba compinchado con Parido. Pero entonces en sus notas, Nunes empezó a hablar del ma'amad, y Miguel pensó si acaso debiera tomarse las amenazas seriamente. Con toda probabilidad, Nunes solo deseaba dar más gran realismo a sus ardides, aunque pudiera ser que Parido quisiera llevar a Miguel ante el Consejo. Sería harto difícil probar toda aquella trama, y no podría hacerlo sin desvelar su relación con Geertruid.
Miguel había llegado a pensar que solo había una forma de conseguir el dinero que necesitaba. Por tanto, mandó una rápida nota y tres horas después se hallaba en la taberna de café conferenciando con Alonzo Alferonda.
– Seré sincero -dijo Miguel-. Necesito que me prestéis un dinero.
Su amigo entrecerró los ojos.
– Tomar prestado de Alferonda es asunto peligroso.
– Estoy dispuesto a correr el riesgo.
Alferonda rió.
– Sois hombre osado. ¿Cuánto teníais en las mientes?
Miguel dio un trago a su café turco.
– Mil quinientos florines.
– Soy un buen hombre de corazón generoso, pero debéis tomarme por necio. Con todos los problemas que tenéis, ¿por qué habría de daros semejante cantidad?
– Porque en haciendo tal cosa me ayudaréis a arruinar los planes de Salomão Parido -repuso Miguel.
Alferonda se atusó la barba.
– Dudo que pudiera haber respuesta más efectiva.
Miguel sonrió.
– Entonces, ¿lo haréis?
– Decidme lo que habéis pensado.
Miguel, quien no se había parado a formular un plan, dio en hablar, y todo cuanto salió de sus labios resultó ser del agrado de Alferonda.
Miguel estaba sentado en el Tres Sucios Perros esperando a Geertruid. Como todos los holandeses, la mujer gustaba de ser puntual, pero no fue así en aquella ocasión. Acaso habría descubierto que Miguel sabía de su engaño. Miguel dio en pensar de cuáles formas pudiera esto acaecer. No era probable que Joachim y Geertruid tuvieran ningún contacto, y estaba casi seguro de que Alferonda no lo traicionaría. ¿Lo habría visto Hendrick cuando lo descubrió en la taberna aquella noche? ¿Y si era así pero no había dicho nada a Geertruid por razones que solo él conocía? ¿O acaso Geertruid quería ver cómo reaccionaba Miguel al saber aquello?