Cuando apareció venía la mujer desarreglada y sin aliento. Miguel jamás la había visto tan alborotada. Después de tomar asiento, la viuda se explicó. Un hombre se había caído y se había roto una pierna ante ella en el Rozengracht, y ella y un caballero que por allí andaba lo llevaron al cirujano. Todo cosa muy perturbadora. El hombre no había dejado de gritar por los dolores. Geertruid pidió enseguida una cerveza.
– Estas cosas te hacen pensar en cuán preciosa es la vida -dijo la viuda en tanto esperaba su cerveza-. Un hombre está ocupado en sus asuntos y de pronto se cae y se rompe una pierna. ¿Se la emparejarán, sin peligro para su vida, pero habrá de caminar lo que le reste con ayuda de un bastón? ¿Habrán de amputársela? ¿Sanará la pierna, y todo volverá a ser como fue? Nadie sabe lo que Dios nos tiene reservado.
– En eso tenéis razón -concedió Miguel sin mucho entusiasmo-. La vida está llena de cambios inesperados.
– Jesús bendito, me alegra que estemos haciendo esto. -Oprimió la mano de Miguel. La sirvienta puso la cerveza en la mesa, y Geertruid bajó la mitad de la jarra de un trago-. Me alegro. Haremos nuestras fortunas y viviremos con grandes lujos. Acaso muramos al día o al año siguiente, quién sabe. Pero primero habré de tener mi fortuna, y nosotros reiremos mientras mi esposo ha de verlo desde el infierno.
– Entonces debemos proseguir -terció Miguel de buen humor-. Hemos de enviar las cartas inmediatamente. No debemos demorarnos más. Es menester concretar una fecha. Las once de la mañana, de aquí a tres semanas.
– ¿De aquí a tres semanas? El barco no ha llegado aún a puerto.
– Ha de ser de aquí a tres semanas -insistió Miguel desviando la mirada. Ella le había traicionado, Miguel lo sabía, pero pensar que él la estaba traicionando a ella le dejaba un amargo sabor en la boca.
– Senhor, ¿acaso habéis decidido ser brusco conmigo? -Estiró el brazo y dio en rozar con un dedo la mano de Miguel-. Si habéis de obligarme a hacer algo, quisiera saber qué cosa sea.
– Recibiréis mucho dinero si hacéis cuanto os digo -le dijo.
– Siempre haré cuanto me digáis. Pero he de saber por qué.
– Se me ha asegurado que el cargamento estará aquí para esa fecha. Tengo razones para creer que otras personas tienen intereses en el café, y si esperamos demasiado, acaso nos resultará más difícil manipular los precios como planeábamos.
Geertruid pensó en ello unos momentos.
– ¿Y qué personas son esas?
– Personas de la Bolsa. ¿Qué importancia tiene quién sea?
– Me pregunto por qué, precisamente ahora, habría nadie de tomar interés por algo en lo que nadie se había interesado antes.
– ¿Por qué os interesasteis vos? -preguntó Miguel-. Las cosas suceden de improviso. Lo he visto innumerables veces. Los hombres de toda la ciudad, por toda Europa, de pronto deciden que es el momento de comprar madera, o algodón, o tabaco. Acaso sean las estrellas. Lo único que sé es que este es el momento del café, y que nosotros solo somos una de las partes que lo han reconocido. Si hemos de hacer como planeamos, es menester que actuemos con decisión.
Geertruid calló por un instante.
– Decís que habéis recibido garantías sobre el cargamento, pero es imposible predecir los ataques de piratas, o las tormentas, o mil contratiempos más que pueden retrasar un barco. ¿Y si el cargamento no ha llegado aún a puerto cuando vuestros hombres empiecen?
Miguel negó con la cabeza.
– No tendrá importancia. Llevo demasiado tiempo en la Bolsa para permitirlo. La conozco como si se tratara de mi propio cuerpo y puedo hacer que haga lo que yo quiera, igual que muevo mis manos y mis piernas.
Geertruid sonrió.
– Habláis con gran confianza.
– Solo hablo la verdad. Nuestro único enemigo es nuestra timidez.
– Me alegra oíros hablar así. -Se inclinó hacia delante y le tocó la barba-. Pero no podéis arriesgaros a poneros en posición de tener que vender aquello que no poseéis.
– No debéis preocuparos por eso. No me cogerán desprevenido.
– ¿Cuál es vuestro plan?
Miguel sonrió y se recostó contra su silla.
– Es muy sencillo. Si es menester, yo mismo cubriré mis pérdidas cuando los precios caigan y estaré adquiriendo con ello la mercancía que prometo vender, solo que compraré cuando el valor descienda por debajo del precio al que he prometido vender, de suerte que podré sacar beneficio de las ventas a la par que bajo el precio. Es cosa que no hubiera sabido hacer antes, pero ahora creo poder hacer las diligencias ordenadamente.
Aquel plan era una necedad. Miguel jamás hubiera intentado tamaño disparate, pero dudaba que Geertruid tuviera el suficiente entendimiento en materia de negocios para saberlo.
Ella no dijo nada, así que Miguel insistió.
– Me pedisteis que me uniera a vos porque necesitabais quien supiera manejarse con la locura de la Bolsa, alguien que supiera entender sus peculiaridades. Y eso es justamente lo que estoy haciendo.
Ella suspiró.
– No me gusta asumir un riesgo tan grande, pero tenéis razón: os pedí que dispusierais todo esto y he de confiar en vos. Pero -añadió con una sonrisa- cuando seamos ricos, espero que me obedezcáis en todas las cosas y que me tratéis como a vuestra señora.
– Será un placer -le aseguró Miguel.
– Entiendo que habéis de ser cauto, pero no es menester que estéis tan sombrío. ¿No os queda ni una risa que ofrecer antes de haceros rico?
– Muy pocas -dijo Miguel-. Desde este momento hasta que todo esté concluido veréis que soy hombre de negocios y poco más. Vos habéis cumplido con vuestra parte. Ha llegado el momento de que yo cumpla con la mía.
– Muy bien -dijo Geertruid al cabo de un momento-. Admiro y aprecio vuestra dedicación. Entretanto habré de buscar a Hendrick, que nada tiene que perder mostrando contento. Disfrutaremos por vos.
– Hacedlo, por favor -dijo él con pesar. En otro tiempo, Geertruid se le había antojado la mujer más alegre del mundo, pero acababa de hacerla cómplice de sus planes para destruirla.
Acaso debieran haber ido a la taberna de café del Plantage. Hubiera sido más apropiado, y sin duda le hubiera sido más fácil a Joachim el concentrarse. Pero le habían dejado elegir a él, y allí estaban, los tres -dos de ellos señalados por sus barbas de judíos- en una pequeña sala atestada de holandeses borrachos los cuales miraban y señalaban. Uno de ellos hasta se acercó y examinó la cabeza de Miguel levantando con tiento su sombrero y volviéndolo a colocar educadamente en su sitio.
Los meses de tribulación de Joachim le hacían beber cuanta cerveza estuvieran dispuesto a pagarle, de suerte que, una hora después de empezada la reunión, arrastraba ya las palabras y presentaba ciertas dificultades para mantenerse derecho en su asiento astillado.
A Miguel le sorprendía ver que Joachim ya no lo irritaba. Ahora que, como el mismo Joachim dijera, ya no estaba loco, se había comportado con una cordialidad que Miguel jamás había visto en él. Reía de las chanzas de Alferonda y asentía con gesto aprobador ante las sugerencias de Miguel. Alzaba su jarra por brindar por los dos y «por los judíos de todas partes», y hacía esto sin ironía. Se dirigía a los dos como a quienes lo habían subido a su navío cuando se creía abandonado a su suerte para que se ahogase.
En aquel momento, allí estaban los tres con sus planes, bebiendo en exceso. Ya no faltaba mucho, unas pocas semanas, y los tres se aplicaron con igual esmero a la labor. Había de ponerlos a prueba y atormentarlos, pero podía hacerse.