– Entiendo -dijo Joachim- cómo ha de ser que compremos y vendamos aquello que nadie quiere comprar y vender. Lo que no entiendo es cómo hemos de vender algo que no tenemos. Si Nunes ha vendido vuestros frutos a Parido, ¿cómo podemos influir en los precios mediante las ventas?
Miguel hubiera deseado no hablar de aquello, pues se conoce que de todos era este el aspecto más difícil. Para lograrlo habría de hacer algo que se había prometido no hacer jamás en la Bolsa… práctica que, por muy desesperado que uno estuviera, siempre sería la más gran locura.
– Mediante un windhandel -dijo Alferonda utilizando la palabra holandesa.
– He oído que son peligrosos -dijo Joachim-. Que solo un necio intentaría tal cosa.
– Lo cual es cierto -terció Miguel-. Y por eso lo conseguiremos.
Windhandeclass="underline" el negocio del viento. Una colorida forma de nombrar algo peligroso e ilegal, que era que un hombre vendía aquello que no poseía. Los burgueses habían prohibido tal práctica, pues que añadía un gran caos a la actividad de la Bolsa. Se decía que cualquier hombre que se implicara en un windhandel mejor haría en arrojar su dinero al Amstel, puesto que las ventas realizadas por el tal procedimiento podían anularse fácilmente si el comprador aportaba pruebas. Y entonces, el vendedor sacaría menos que nada por sus trabajos. Pero, en aquel asunto del café, iban con ventaja… el comprador sería también culpable de trampas varias y diversas, y no osaría poner en entredicho la venta.
Más tarde, cuando concluyeron sus asuntos, Alferonda se excusó, y Miguel y Joachim quedaron solos en la mesa. Y allí estaba él, pensó Miguel, bebiendo junto a un hombre a quien gustosamente hubiera estrangulado unas semanas atrás.
Acaso Joachim leyó la expresión de su cara, pues dijo:
– No estaréis tramando algo, ¿verdad?
– Pues claro que tramamos algo -contestó Miguel.
– Quiero decir contra mí.
Miguel dio en reír.
– ¿De verdad creéis que todo esto, estas reuniones, estos planes… son una argucia para vos? ¿Que hemos invertido tanto en vuestra destrucción que hayamos de participar en tales juegos? ¿Estáis seguro de que dejasteis atrás vuestra locura?
Joachim negó con la cabeza.
– No, no creo que con vuestros planes pretendáis atacarme. Por supuesto que no. Pero me pregunto si seré sacrificado en el altar de vuestra venganza.
– No -dijo Miguel suavemente-, no pensamos traicionaros. Nuestra suerte corre ahora pareja a la vuestra, así es que más habríamos de temer nosotros de vuestra traición que vos de la nuestra. Ni tan siquiera acierto a imaginar cómo habríamos de sacrificaros, como decís.
– Pues a mí se me ocurren varias maneras -dijo Joachim-, pero me las guardaré para mí.
Cuando Miguel pasó al vestíbulo de la entrada, supo que Daniel no podía estar en casa. La casa estaba en sombras por el crepúsculo, y el atrayente olor del comino impregnaba el aire. Hannah lo aguardaba desde el extremo del vestíbulo, y la luz de la vela que llevaba en la mano se reflejaba en el suelo de baldosas blancas y negras.
No fue la forma en que vestía, pues llevaba el pañuelo de siempre y el vestido ancho y sin forma, por bien que ahora revelara de forma innegable el abultamiento del hijo que crecía en su interior. Sin embargo, algo había en la intensidad de su rostro, en la forma en que sus oscuros ojos lucían por la llama de la vela y adelantaba el mentón. La mujer estaba extrañamente quieta, sacando un tanto el pecho, como si quisiera acentuar su pesadez, y Miguel, borracho, se sintió mareado del deseo.
– Se me hace como si hubieran pasado semanas desde que hablamos, senhor.
– Estoy intentando cierta cosa en la Bolsa. Me toma el más de mi tiempo.
– Os hará rico, ¿no es cierto?
Él rió.
– Es mi ferviente deseo.
Ella miró al suelo durante lo que se antojaron minutos.
– ¿Puedo hablar con vos, senhor?
Sosteniendo la vela ante ella, como si fuera un espíritu en un grabado en madera, hizo pasar a Miguel a la sala de recibir y dejó la vela en una de las palmatorias. Solo había otra vela encendida de modo que la habitación lucía bajo aquella luz parpadeante.
– Hemos de contratar a otra moza enseguida -dijo ella al sentarse.
– Ciertamente, se conoce que estáis demasiado ocupada para encender velas -comentó Miguel, y tomó asiento frente a ella.
Ella dejó escapar una bocanada de aire, media risa.
– ¿Os reís de mí, senhor?
– Me río, senhora.
– ¿Y por qué os reís de mí?
– Porque vos y yo somos amigos.
Miguel no le veía el rostro con claridad, pero le pareció ver algo semejante a una sonrisa. Era difícil saberlo. ¿Qué quería de él en aquella habitación tan pobremente iluminada? ¿Qué pasaría si en aquel momento Daniel entraba y los encontrara a los dos, apresurándose a encender velas, sacudiéndose las ropas como si hubieran estado revolcándose juntos sobre el serrín?
Casi no pudo tener la risa. Si quería hacer algo de provecho en aquel tardío momento de su vida, tenía que dejar atrás planes de cosas que no podían ser. Atrás había quedado la época en que podía apostar unos florines que no tenía o invertir en mercancías por un mero impulso. Soy un hombre adulto, dijo entre sí, y esta es la esposa de mi hermano. No hay más que hablar.
– Queríais hablarme de algo -dijo Miguel.
La voz de ella se quebró.
– Quería hablaros de vuestro hermano.
– ¿Qué le pasa a mi hermano? -Sus ojos descendieron momentáneamente a su vientre.
Un momento de vacilación.
– Está fuera de la casa.
Cuando era niño, Miguel y sus amigos tenían una roca desde la cual saltaban a las aguas del Tajo. La caída era de cinco veces la longitud de un hombre. Quién pudiera decir cuán lejos estaba ahora el agua, pero en el entusiasmo de la exaltación infantil, parecía una eternidad. Miguel recordaba aquella aterradora y torturada sensación de libertad, como morir y volar a la par.
En aquellos momentos, aun sin moverse, notaba aquel mismo terror y exaltación. El estómago le daba vuelcos, los humores se le subieron a la cabeza.
– Senhora -dijo. Y se levantó pensando en escapar tan rápidamente como pudiera, pero acaso ella lo malinterpretó, pues se levantó también y se acercó hasta quedar a escasos pasos. Miguel olía su dulce aroma, el calor de su aliento. Sus ojos le miraron y, con una mano, se quitó el pañuelo de la cabeza, dejando que sus espesos cabellos cayeran sobre sus hombros y su espalda.
Miguel sintió que se quedaba sin aire. Las necesidades de su cuerpo lo traicionarían. Apenas hacía un instante estaba completamente decidido. La hermosa y dispuesta mujer, se recordó, no podía quedar más preñada de cuanto ya estaba. El cuerpo de ella despedía su propio calor y se cerró sobre él. Miguel sabía que no era menester más que levantar una mano y ponerla sobre el hombro de ella, o acariciarle el rostro o tocarle los cabellos, y después ya nada importaría. Quedaría perdido en el inconsciente goce de los sentidos. Y toda su determinación no habría servido de nada.
Pero ¿por qué no habría de rendirse?, se preguntó. ¿Acaso lo había tratado su hermano tan bien para que no osara tomar aquel fruto ilícito de su hospitalidad? Sin duda, el adulterio era gran pecado, pero entendía que tales pecados nacen de la necesidad de mantener un orden en las casas. No era el hecho de ayuntarse con la esposa de otro hombre lo que era pecado; era dejarla encinta. Y, puesto que tal cosa no podía suceder, no sería pecado tomarla allí mismo, en el suelo de la sala de recibir.
Así pues, Miguel se inclinó para besarla, para sentir por fin la opresión de sus labios. Y en el instante mismo en que pensó en atraerla hacia sí, sintió algo mucho más sombrío. Supo entonces con claridad meridiana lo que sucedería si la besaba. ¿Sería capaz de regresar Hannah al lecho de su esposo sin revelar cuanto sucediera? Antes de que un día pasara, aquella pobre joven maltratada… lo habría traicionado de mil formas con su silencio.