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A un lado, charlando con unos comerciantes, Miguel reconoció a Isaías Nunes. Al ver a Miguel, lo saludó con un gesto de la cabeza, a cuyo gesto Miguel correspondió de idéntica forma. Ya habría tiempo para acusaciones más tarde, pero de momento era menester que pusiera su mejor cara. ¿Qué esperaría ver Nunes en Miguel? Decepción, claro. Él sabía de las opciones de venta. Aun así, tenía que aparentar cierta determinación.

En la zona descubierta del edificio, donde los mercaderes hamburgueses conducían sus negocios, Alferonda conversaba con los pocos tudescos de la Bolsa. Aquellos judíos de largas barbas hacían gestos de asentimiento con sus sabias cabezas en tanto el usurero les explicaba algo, sin duda con una excesiva e innecesaria largueza.

Miguel alzó la vista y vio a Parido delante de él.

– Este día tiene un algo familiar. ¿No os recuerda el día en que el precio del azúcar cayó?

– No. -Miguel devolvió la sonrisa-. De hecho, para mí este día tiene algo totalmente nuevo.

– Sin duda, ¿no pensaréis que podéis provocar una bajada en los precios del café? Se os advirtió que os mantuvierais alejado del café, pero habéis preferido hacer las cosas a vuestra manera. Como debe ser. Me he adelantado a vuestros movimientos y he dado los pasos para sabotearlo. El mejor consejo que puedo daros es que os vayáis. Aceptad vuestras pérdidas cuando acabe la jornada. Al menos os habréis ahorrado una humillación pública.

– Aprecio vuestro consejo. Pero acaso os convenga recordar que antes de que finalice la jornada me estaréis besando las posaderas.

– Olvidáis con quién estáis hablando. Solo trato de salvar lo poco que pueda quedaros de reputación. Un hombre inferior hubiera tenido su lengua.

– No hay hombre inferior a vos, senhor.

Parido chasqueó la lengua.

– ¿De veras creéis que podréis derrotarme?

– Tengo bien encaminados mis asuntos. -A Miguel le disgustaba el tono vacilante de su voz. Parido parecía en exceso confiado. ¿Y si conocía los detalles del plan de Miguel? ¿Y si había dado pasos para evitar los astutos planes de Alferonda para superar su influencia? ¿Y si Joachim le había traicionado?

– ¿Cómo de bien encaminados?

– No entiendo vuestra pregunta.

– Es muy sencillo. ¿Tan firmemente creéis que hoy venceréis y lograréis bajar el precio como para hacer una apuesta?

Miguel clavó los ojos en su enemigo.

– Decid vos una cifra. -Parido estaba loco si ofrecía una apuesta. Miguel ya se lo había apostado todo.

– El precio del café está ahora en siete décimas de florín por cada libra, lo que significa que yo lo he hecho subir a cuarenta y dos florines cada barril. Solo necesito que se mantenga por encima de treinta y ocho florines para ganar. Vos necesitáis que caiga por debajo de los treinta y siete para poder sacar algún beneficio de vuestras opciones de venta. Con treinta y siete o más, no tendréis nada y vuestro hermano habrá de responder por vuestras malas inversiones.

Miguel de pronto sintió que enrojecía.

– ¿Acaso pensabais que nadie sabía de la imprudencia con que habéis utilizado su nombre? ¿Pensabais que podríais tener secretos para mí en esta Bolsa? ¿Y ahora pensáis que podéis derrotarme cuando estoy determinado a no dejarme derrotar? Admiro vuestro optimismo.

Aquello no significaba nada, dijo Miguel entre sí. Acaso la trampa de Miguel hubiera llegado a su conocimiento a través de su corredor, lo que no significaba que Parido lo supiera todo.

– No hacéis más que alardear, senhor.

– Muy bien, pues haré mucho más que eso. Si lográis bajar el precio a treinta florines o menos el barril, os permitiré comprar noventa de mis barriles a veinte florines el barril.

Miguel trató de hablar con escepticismo.

– ¿Y dónde esperáis conseguir noventa barriles de café? ¿Es posible que haya tanto en los almacenes de Amsterdam?

– Los almacenes de Amsterdam contienen sorpresas que hombres como vos jamás acertarían a imaginar.

– Vuestras apuestas parecen desparejas. ¿Qué ganáis vos si no logro derrotaros?

– Bueno, quedaréis en la ruina, así que no estoy seguro de que tengáis nada que darme salvo vuestra persona. Quedaremos así: si perdéis, confesaréis ante el ma'amad que mentisteis sobre vuestra relación con Joachim Waagenaar. Diréis a los parnassim que sois culpable de haber mentido ante el Consejo y aceptaréis el castigo que tan grande engaño merece.

El cherem. Parecía gran necedad aceptar tal cosa, pero, de todos modos, si perdía, habría de abandonar Amsterdam. El destierro no cambiaría nada.

– Estoy de acuerdo. Pongamos esto sobre papel, aun cuando aquello a lo que yo accedo a perder habrá de quedar entre nosotros, no fuera que el papel llegara después a las manos equivocadas. Pero me gustaría tener algún tipo de garantía. Veréis, no me gustaría ganar la apuesta para descubrir después que sois culpable de un windhandel… y por tanto que no tenéis los noventa barriles que prometisteis.

– ¿Qué sugerís?

– Solo esto. Acepto vuestra apuesta, y dejaremos constancia sobre el papel. Y, si por azar, no podéis suministrar el café al precio que prometisteis, habréis de pagarme lo que los barriles cuestan en estos momentos. Eso serían… -Se tomó un momento para hacer el cálculo- tres mil ochocientos florines. ¿Qué decís?

– Es una apuesta absurda, pues yo nunca vendo lo que no tengo.

– Entonces, ¿estáis de acuerdo?

– Por supuesto que no. ¿Acaso aceptaría una disparatada apuesta arriesgándome con ello a pagar casi cuatro mil florines?

Miguel se encogió de hombros.

– No aceptaré de otro modo.

Parido dejó escapar un suspiro.

– Muy bien, acepto vuestras absurdas condiciones.

El hombre redactó rápidamente el contrato e insistió en redactar ambas copias él mismo. Por tanto, Miguel hubo de perder más tiempo en leerlo, por quedar cerciorado de que su rival no había hecho ninguna trampa con las palabras. Todo parecía estar correcto, y dos amigos de Parido que estaban por allí hicieron de testigos. Ahora cada cual tenía su contrato en el bolsillo. El reloj de la torre le dijo que había perdido un cuarto de hora. Había llegado el momento de empezar.

Miguel dio un paso atrás y exclamó en latín:

– ¡Café! Vendo veinte barriles de café a cuarenta florines el barril. -El precio apenas importaba, pues Miguel no tenía ningún café. Después de todo, se trataba de un windhandel. Necesitaba bajar el precio lo suficiente para llamar la atención, pero no tanto como para que su oferta despertara sospechas-. Tengo café por cuarenta -volvió a exclamar. Luego repitió la oferta en holandés y de nuevo en portugués.

Nadie contestó. Los hombres de Parido empezaron a acercarse, amenazando a Miguel como perros. Un comerciante de poca altura del Vlooyenburg miró a Miguel y pareció a punto de aceptar la venta, pero Parido lo miró fijamente a los ojos logrando que el hombre se retirara alicaído. Se notaba que ningún judío portugués incurriría en la cólera de Parido rompiendo el bloqueo.

Mirando en derredor, Miguel vio a Daniel en los límites de la pequeña cuadrilla. Se había puesto sus mejores ropas, aunque no lo bastante llamativas para llevarlas en sabbath: jubón y sombrero bermejo, con camisa azul debajo, calzas negras y brillantes zapatos rojos con enormes hebillas de plata. Miró a los hombres de Parido, después a Miguel y bajó los ojos al suelo.

El silencio había caído sobre aquella pequeña sección de la Bolsa. No muy lejos, Miguel oía los gritos de otras transacciones, pero nadie entre los comerciantes de las Indias Orientales decía una palabra. La batalla había empezado, y sin duda a cuantos miraban se les antojó que Miguel ya había sido derrotado. Parido sonriente susurró algo al oído de un miembro de su asociación, el cual contestó con una risa grosera.