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Miguel volvió a repetir la oferta. Unos pocos holandeses miraron con curiosidad pero, viendo el gentío de judíos amenazadores, se mantuvieron a distancia. Miguel nada podía ofrecer que fuera lo bastante seductor para que los judíos portugueses desafiaran a Parido, ni para que los cristianos se molestaran por algo que tan claramente se veía que era un duelo entre extranjeros. Miguel, solo en mitad del corrillo, parecía un niño perdido.

Miguel volvió a repetir su oferta. De nuevo, no hubo respuesta. Parido lo miró y sonrió. Sus labios formaron unas palabras lentamente: «Habéis perdido».

Entonces Miguel oyó que alguien contestaba en mal latín.

– Yo compro veinte por treinta y nueve.

Alferonda había acudido a sus contactos entre los tudescos. Un hombre de tal nación cuyo trabajo consistía habitualmente en descontar letras de cambio del banco se adelantó y repitió su oferta. Vestía ropas negras y su barba blanca se mecía cuando hablaba.

– ¡Veinte barriles por treinta y nueve!

– ¡Vendido! -gritó Miguel. No pudo tener la sonrisa. No era el comerciante que normalmente espera a que sus compradores sigan bajando el precio. Pero aquel día se trataba de vender barato.

– Yo compro veinticinco a 38,5 -gritó otro tudesco, a quien Miguel conocía por comerciar con oro sin acuñar.

Miguel se abrió paso entre los hombres de Parido para aceptar.

– Veinticinco barriles por 38,5, ¡vendido!

El bloqueo se había aflojado. Se había iniciado la venta, y Parido sabía que no podría detener a Miguel limitándose a mantener a sus hombres cerca.

– Compro treinta barriles de café -gritó Parido- a cuarenta florines.

Los tudescos hubieran debido ser necios para no darse la vuelta y vender a cambio de aquel beneficio inmediato. Jamás habían acordado actuar como asociación con Miguel, solo que romperían el bloqueo, movidos por la promesa de que su ayuda les valdría provechosas oportunidades. Miguel echaba de ver que pensaban en vender, la cual cosa hubiera estabilizado los precios de Parido. Los judíos portugueses se mantenían al margen, pendientes del camino que seguían los precios, qué bando tenía el control. Sin duda, todo estaba a favor de Parido. Lo único que Parido no hubiera podido controlar habría sido un descenso de los valores. Si muchos hombres decidían vender a la vez, no podría contener la marea él solo, y los hombres de su asociación no sacrificarían su dinero por él.

Aquel era el momento decisivo de su plan, y todos en la Bolsa lo intuían.

Miguel alzó la vista e, inesperadamente, clavó los ojos en su hermano. Daniel permanecía en los límites del corrillo de espectadores, moviendo lentamente los labios mientras calculaba las posibilidades en contra de que los valores fueran a la baja. Miguel no apartaba los ojos de su hermano. Quería asegurarse de que Daniel le entendía. Quería verlo en los ojos de su hermano.

Y Daniel entendió. Sabía que, si en ese momento decidía ponerse del lado de su hermano, anunciar que vendía café más barato, el plan triunfaría. El impulso que daría con su participación decantaría la balanza a favor de Miguel. Por fin había llegado el momento en que la familia podía unirse por encima de mezquinos intereses. Sí, sin duda Daniel podía pensar que Parido era su amigo, y hay que honrar la amistad, pero la familia es otra cosa y no podía permanecer al margen mientras su hermano se enfrentaba a la ruina, la ruina permanente… No si él tenía en sus manos el poder de evitarlo.

Los dos lo sabían. Miguel veía que su hermano lo sabía. En una ocasión le había preguntado si elegiría a su hermano o su amigo, y Daniel no le contestó, pero ahora tendría que hacerlo. Para bien o para mal. Por la expresión de su cara, se notaba que también Daniel se estaba acordando de aquella conversación. Y Miguel vio la cara de vergüenza de su hermano cuando este se dio la vuelta y dejó que aquel asunto del café siguiera su curso sin él.

Un extraño silencio se hizo en el interior de la Bolsa. Ciertamente, no era aquello lo que se tiene por silencio en cualquier otra parte del mundo, pero sí lo era en comparación con el bullicio que solía haber en la Bolsa. Los comerciantes se acercaban como si estuvieran mirando una pelea de gallos o una reyerta.

Lo pasarían bien, dijo Miguel para sí. Cuando Parido comenzó a comprar dio, sin quererlo, la señal para el siguiente paso de Miguel, movimiento que el parnass no había previsto.

– ¡Vendo café! ¡Cincuenta barriles a treinta y seis! -gritó Joachim.

Parido lo miró con cara de incredulidad. No había visto llegar a Joachim o acaso no se habría fijado. Se había desprendido de las ropas de campesino y vestía, una vez más, como un hombre de posibles, con la imagen de todo un comerciante holandés, ataviado con traje y sombrero negro. Nadie que no le conociere hubiera adivinado que un mes atrás era poco más que un mendigo. Ahora estaba rodeado por un gentío de compradores a cuyas entusiastas llamadas respondía una a una, sereno como un aguerrido mercader de cualquier Bolsa de Europa.

Aquel movimiento había sido idea de Alferonda. Parido podía fácilmente asegurar su influencia sobre los comerciantes de la Nación Portuguesa. Todos sabían de su rivalidad con Miguel, y pocos hubieran desafiado voluntariamente a un hombre vengativo que ocupaba un lugar en el ma'amad. Alferonda sabía que podría animar a unos pocos tudescos extranjeros a iniciar el negocio, pero no había los bastantes para sostener una baja de valores, y los más de ellos no desearían hacer grandes inversiones en tan desconocida mercancía o contrariar en exceso a Parido. Pero la intervención de Joachim podía convencer al mercado holandés de que aquello era asunto de negocios, y no un conflicto entre portugueses. Podía atraer a los comerciantes holandeses que desearan beneficiarse con el nuevo producto. Sin duda recelarían de intervenir en una trifulca donde judío batallaba contra judío por una mercancía de la que apenas nadie sabía nada, pero en cuanto vieran a uno de sus intrépidos compatriotas intervenir, se lanzarían a la carrera por no perder la ocasión.

Otro holandés anunció una venta. Miguel nunca lo había visto antes. Era tan solo algún desafortunado comerciante que había apostado por el café y se había visto atrapado en el fuego cruzado. Desesperado por deshacerse de sus bienes antes de que el precio cayera más, ofreció sus quince barriles por treinta y cinco. Miguel estaba a solo dos florines del precio que necesitaba para sobrevivir, a cinco florines de lo que necesitaba para derrotar a Parido. Pero aun si lograba bajar el precio a treinta, sería menester mantenerlo estable hasta las dos, hora en que cerraba la jornada comercial.

Un nuevo sujeto gritó en holandés, pero tenía acento francés. Luego otro, este en danés. Treinta y cinco. Treinta y cuatro. Miguel no había de hacer más que mirar y controlar. Había vendido ocho barriles que no poseía. No importaba. Habían cambiado de manos muchos más barriles de los que los almacenes de Amsterdam aspirarían a albergar nunca.

Ahora Miguel tenía que esperar a ver hasta dónde bajaba el precio y comprar lo suficiente para cubrirse las espaldas. Si el comprador lo decidía así, podía presentar una petición para no tener que comprar su café a los precios de treinta y ocho y treinta y nueve, pero eso poco le importaba a Miguel. Que se guardasen su dinero. Ahora lo único que importaba era el precio del barril.

Parido miraba con el rostro demudado. Había dejado de gritar órdenes, pues un solo hombre no podía comprarlo todo sin causar su propia ruina. Parido había hecho subir de forma artificial los precios y sabía que, si compraba los suficientes barriles para que los precios volvieran a quedar en treinta y nueve perdería mucho dinero, aun con el beneficio que supondría su opción de venta.