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El precio empezaba a estabilizarse, así que Miguel compró a treinta y uno y vendió enseguida a treinta. La pérdida era insignificante y desató un nuevo frenesí de ventas.

Miguel le sonrió a Parido, el cual se volvió disgustado. Pero Miguel no estaba dispuesto a dejarle marchar. Se abrió paso entre el gentío. Oyó que vendían a veintinueve y veintiocho. Miró el reloj de la torre. La una y media. Solo faltaban treinta minutos.

– Se me hace que el día es mío -gritó Miguel.

Parido se dio la vuelta.

– No todavía, Lienzo. Aún hay tiempo.

– Acaso aún quede tiempo, pero dudo que tengáis más opciones.

Parido negó con la cabeza.

– ¿Creéis que vuestras fullerías os salvarán? Disfrutad de este momento, pues, Lienzo. Se me hace que acabaréis por descubrir que no sois tan astuto como pensáis.

– No, sin duda. Pero en este día tengo el placer de ser más astuto que vos. Deseo tomar posesión de los barriles de café que me prometisteis mañana a esta misma hora.

– No tenéis el dinero para pagarlos -le escupió-. Si miráis vuestro ejemplar del contrato, veréis que el intercambio habrá de realizarse en las setenta y dos horas posteriores al cierre del mercado del día de hoy. Y, francamente, dudo que podáis conseguir el dinero. Ciertamente, de aquí a setenta y dos horas acaso a ojos del ma'amad ya no seáis judío.

Así que Parido tenía intención de utilizar al Consejo para evitar sus deudas. El consejo jamás lo permitiría.

– Podéis creer lo que os plazca, pero transferiré el dinero a vuestra cuenta mañana a esta hora. Espero que vos hagáis el libramiento de la propiedad con igual puntualidad, pues de lo contrario habréis de hacer honor al contrato y pagarme tres mil ochocientos florines.

Miguel se alejó y echó un vistazo a la multitud de compradores y vendedores. Al parecer, el precio se había estabilizado en veintiséis, y apenas quedaba tiempo para más operaciones. Si el precio se quedaba donde estaba, habría obtenido unos beneficios de casi setecientos florines solo con sus opciones de venta, además de dos mil por sus futuros. En aquel momento, estaba demasiado alborotado para limitarse a mirar, de suerte que decidió ocuparse de un último asunto.

Isaías Nunes había estado hablando tranquilamente con unos conocidos, tratando de no hacer caso del alboroto. Miguel sonrió y preguntó si podía hablar con él en privado. Los dos hombres se alejaron ocultándose detrás de un pilar.

Miguel dejó que su rostro adoptara su mejor disfraz de mercader.

– Desearía que transfirierais la propiedad del café que contraté con vos para su entrega. Deseo tener los documentos de la propiedad en mis manos no más tarde de mañana por la mañana.

Nunes se puso erguido, como si con ello quisiera alinearse correctamente con la tierra, y entonces dio un paso al frente.

– Lamento que os encontréis en una situación difícil, Miguel, pero no puedo ayudaros. Ya os dije que el barco nunca llegó, y vuestras necesidades no desharán lo que está hecho. Y, si acaso se permite ser tan brusco, no sé si estáis en posición de exigir una acción inmediata en ningún sentido. Conseguir que me pagarais cuanto me debíais no ha sido tarea fácil, y siento que habéis abusado de mi amistad de una forma imperdonable.

– Extraño comentario para un hombre que ha vendido las mercancías que yo contraté a Salomão Parido.

Nunes trató de controlar el gesto.

– No os comprendo. Habláis como un loco, no permitiré que me insultéis.

– Creo que estáis sobreactuando, senhor. Ahora debierais parecer confuso, no ofendido.

– Nada de cuanto digáis me horroriza. -Dio un paso al frente-. En otro tiempo os tuve por amigo, pero veo que no sois más que un fullero y no pienso discutir nada más con vos.

– Lo discutiréis conmigo o ante los tribunales -contestó Miguel. Se conoce que con aquello consiguió el interés de Nunes-. Tomasteis el café que yo había contratado y lo entregasteis a Salomão Parido. Luego mentisteis y me dijisteis que el cargamento no había llegado a adquirirse. Imagino que a continuación hicisteis las diligencias para conseguir otro cargamento, pero sé que el que me pertenece legalmente llegó en un barco llamado Lirio del Mar. Tengo testigos que dirán haber oído a Parido hablar del asunto. Si os obstináis en no acceder, entonces mi única pregunta será si llevaros ante un tribunal holandés o ante el ma'amad, o ambas cosas, para obligaros, no solo a proporcionarme el café, sino a pagar cuantos daños resulten de no haber podido tener el cargamento original. -Miguel mostró a Nunes el contrato que había hecho con Parido-. Si pierdo dinero por este contrato, os demandaré a los dos por las pérdidas, pues si no me hubierais engañado, sin duda hubiera ganado. Y podéis estar seguro de que, una vez llegue este asunto a los tribunales, vuestra reputación de digno mercader se verá seriamente afectada.

Nunes enrojeció.

– Si no le entrego el café a Parido, me tendrá por enemigo. ¿Qué será entonces de mi reputación?

– Sin duda no esperaréis que me preocupe por eso. Me transferiréis la propiedad por la mañana o de lo contrario habréis de veros en la ruina.

– Si os doy lo que pedís, ¿no diréis nada? ¿No diréis nada a nadie?

– No debiera callar, pero lo haré en memoria de nuestra amistad.

Jamás hubiera esperado tal cosa de vos.

Nunes negó con la cabeza.

– Debéis comprender que es difícil oponerse a Parido cuando desea algo. No me atreví a contrariarle. Tengo familia y no podía permitirme ponerme en peligro por protegeros a vos.

– Entiendo que tiene influencia y poder -dijo Miguel-. Y a pesar de todo, yo me he opuesto a él. Y él no os pidió que no me protegierais, os pidió que me mintierais y me engañarais, y vos accedisteis. Jamás os tuve por hombre bravo, Isaías, pero me ha sorprendido en extremo vuestra gran cobardía.

Cuando se alejaba, oyó que el reloj tocaba las dos. Le preguntó a un hombre que tenía cerca a cuánto había cerrado el café: 25,5 florines por barril.

Miguel alquilaría inmediatamente una casa a orillas del Houtgracht. Se pondría en contacto con sus acreedores para ofrecer algún pequeño pago a los más impacientes. Ahora todo sería distinto.

Y, allí estaba su hermano. Se dio la vuelta. Daniel apenas estaba a un brazo de distancia. Daniel lo miró, trató de hacer que él lo mirara, pero Miguel no fue capaz de decir nada. El momento de las reconciliaciones había pasado; no había lugar para el perdón. Daniel había apostado su futuro contra su hermano y había perdido.

Miguel se fue. Una multitud de hombres se movían a su alrededor. La voz había empezado a correrse; todos los hombres de la Bolsa sabían ya que Miguel había logrado una gran victoria. Aun cuando no supieran cuánto había ganado o a quién había derrotado, aquellos comerciantes sabían que estaban en presencia de un comerciante en su momento de gloria. Hombres a quienes apenas conocía le daban palmadas en el hombro, o le estrechaban la mano, o prometían que pronto habrían de llamarlo para hablar de un proyecto de un valor difícilmente creíble.

Y entonces, entre el grueso de mercaderes, Miguel vio a un holandés ojeroso con bonitas vestiduras que le sonreía ampliamente. Joachim. Miguel se apartó del triunvirato de judíos italianos que querían hablar con él de higos, excusándose educadamente y prometiendo que quedaría con ellos en una taberna cuyo nombre olvidó en cuanto los hombres lo pronunciaron. Luchó por abrirse paso hasta que se encontró frente a Joachim, mayor y más pequeño de lo que pareciere en su locura y empobrecimiento. Su sonrisa no parecía de alegría, sino acaso de tristeza.

– Os dije que haría bien las cosas si confiabais en mí -dijo.

– Si me hubiera contentado con confiar en vos, seguiría siendo un hombre pobre -replicó Joachim con igual contento-. Si habéis ganado esta victoria es solo porque yo os odiaba y os acosaba. Sin duda podemos aprender una gran lección de todo esto, pero que me queme en el infierno si sé yo qué lección es esa.