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Geertruid llegó a la Bolsa de Amsterdam a mediodía. No era ella la única mujer que allí había, pero las de su género eran aún raras, de modo que, mientras cruzaba el patio con sus vaporosas faldas rojas, con aire regio, llamaba un tanto la atención. Durante las primeras etapas de su aventura, Miguel había sugerido que fuera a la Bolsa a observar cómo se efectuaba la compra y nacía su riqueza. No volvió a repetirlo, pero Geertruid no lo había olvidado.

La mujer sonrió, ladeando la cabeza levemente, de aquella forma tan suya que enloquecía sobremanera a Miguel. Allí estaba, su socio, su amigo, su muñequito. Ella lo había enviado a hacer sus cosas y él había obedecido.

Solo que en esta ocasión, Geertruid echó de ver que estaba haciendo lo contrario. Su socio estaba vendiendo. Estaba en medio de una multitud de comerciantes que anunciaban a voces sus precios.

Miguel vendió sus noventa barriles en pequeñas porciones… diez a este mercader, cinco a ese otro. Desde el reciente ajetreo, el café había empezado a considerarse mercancía peligrosa, y nadie lo adquiría en grandes cantidades.

– ¿Qué estáis haciendo? -Corrió a su lado en cuanto la transacción terminó-. ¿Habéis perdido el juicio? ¿Por qué no compráis?

Miguel sonrió.

– Con un poco de mano izquierda y un rumor aquí y allá, he logrado subir el precio del café a treinta y siete florines el barril, así que estoy desprendiéndome de los barriles que compré a Nunes. Sacaré de ellos unos bonitos beneficios, que aumentarán la riqueza que conseguí con mis opciones de venta. Después de los acontecimientos del pasado día de cierre compré algunos futuros a corto plazo y se me hace que habré de sacar también suculentos beneficios de ellos.

– ¿Beneficios? ¿Opciones de venta y futuros a corto plazo? ¿Os habéis dormido en los laureles? Cuando los otros mercados sepan que Amsterdam no ha bajado perderemos dinero por toda Europa.

– Oh, eso no me preocupa. Los agentes no comprarán nada. Los he despedido.

Geertruid lo miró fijamente. Trató de hablar, pero se atragantó con las palabras. Lo intentó de nuevo.

– Miguel, ¿a qué estáis jugando? Por favor, decidme qué pasa.

– Lo que pasa -dijo Miguel con calma- es que he mudado los planes para mi beneficio y os he dejado para que salgáis del paso como mejor podáis.

Geertruid abrió la boca, pero nada salió de ella de suerte que se dio la vuelta para tratar de dominarse.

– ¿Y seríais capaz de hacerme tal cosa? -Sus ojos pestañearon, mirando al vacío-. ¿Por qué lo habéis hecho?

Miguel sonrió.

– Porque vos me engañasteis y me traicionasteis. Pensabais, aun ahora, que jamás llegaría a mi conocimiento que no nos conocimos por azar. Me habéis manipulado desde el primer momento, pero ahora he sido yo quien os ha manipulado a vos. Esperabais utilizar esta trama del café para arruinarme, pero os descubrí y he sabido sacar de ello un provecho. No es el beneficio que esperaba, lo admito, pero, ciertamente es suficiente para restaurar mi reputación, saldar mis deudas y tener la libertad de comerciar como guste. Por otro lado, vos os habéis comprometido con vuestros agentes de Iberia, y se me hace que acudirán a vos para que paguéis.

Esta vez, Geertruid no pudo hablar.

– Por supuesto, os devolveré vuestro capital. Aun cuando buscabais mi ruina, no seré yo quien os robe. Con tal dinero, acaso podáis pagar una parte del dinero que vuestros agentes han invertido.

– Estoy perdida -musitó Geertruid. Se aferró al brazo de Miguel como si estuviera presenciando su ruina en lugar de ser la responsable.

– Acaso vuestro señor os salvará. Sin duda es su responsabilidad el hacerlo. Sospecho que los tres mil florines que pusisteis eran suyos. Por supuesto, este incidente ha dejado a Parido algo maltrecho, y acaso no se muestre tan generoso como antaño. Pero eso no es asunto que me concierna.

Geertruid seguía sin decir nada y se limitaba a mirar al frente con incredulidad. Miguel tenía aún café por vender, así que se dio la vuelta.

33

Acaso aquello era lo que quería. Cuando se paraba a pensarlo, así lo parecía. No había ocultado el libro con especial esmero, lo dejaba en el bolsillo de su delantal, con una esquina asomando, o bajo un montón de sus pañuelos, dejando que la esquina se marcara a través de la tela.

Lo sacaba con frecuencia, hojeando sus páginas sin cortar, tratando de mirar las imágenes que quedaban escondidas en las páginas que aún estaban unidas. Sabía que hubiera debido separarlas, era su libro, y podía hacer con él como gustase, pero no sabía cómo hacerlo y temía dañarlo.

Las palabras nada significaban para ella. Era incapaz de distinguir unas letras de otras, pero los grabados eran bonitos y la llevaban a un mundo muy distinto del suyo. Frutos delicadamente dibujados, un pez, un bote, un niño jugando. Algunos de ellos eran algo simples, como el de la vaca con rostro casi humano que sonreía con un contento desbocado.

Ella y la nueva moza, Catryn, estaban fregando los suelos antes del sabbath cuando Daniel entró en el vestíbulo y pasó por los suelos limpios con los pies llenos de barro. Su rostro era inexpresivo, y apenas si se alteró cuando resbaló y hubo de agarrarse a la jamba de la puerta por no caer. Catryn musitó algunas palabras, pero no miró.

– Ven conmigo -le dijo Daniel a Hannah.

Ella se levantó y lo siguió a su habitación. El libro estaba sobre la cama. Ella sabía que aquello habría de suceder. Lo había estado esperando. Aun así, su estómago se sacudió con tal fuerza que temió por su hija. Trató de respirar hondo y mantener la calma.

– Explícame qué es esto -dijo Daniel señalando con un dedo huesudo al libro.

Hannah lo miró, pero no dijo palabra.

– ¿Es que no me oyes, mujer?

– Te oigo.

– Pues entonces contesta. Por Cristo, no te he levantado la mano muchas veces, pero a fe mía que lo haré si te sigues obstinando. ¿Alguien te ha estado enseñando a leer?

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Entonces ¿de dónde ha salido este libro?

No tenía sentido ocultarlo. Daniel ya no podía hacerle daño. Y se le antojaba que acaso Miguel querría que lo dijera, que se complacería un tanto en ello.

– Es del senhor Lienzo, vuestro hermano -dijo-. Él me lo dio.

Daniel no hubiera enrojecido más ni aún conteniendo la respiración.

– Miguel -dijo en voz muy baja-. Y ¿por qué había él de darte nada?

Ella negó con la cabeza.

– Yo le dije que me gustaría aprender a leer, y por eso me lo dio.

Daniel contuvo la respiración. Se atusó el mentón y acto seguido se metió índice y pulgar en la boca y se puso a hurgar. Al cabo de un momento, paró.

– ¿Te dio alguna otra cosa? -preguntó agriamente.

Hannah no sabía que iba a decirlo. No hubiera sido capaz de obligarse a hacer tal cosa. Le hubiera faltado el valor. Y tampoco se sentía con derecho a pronunciarlo. Difícilmente hubiera podido hallar acto más egoísta que implicar a otra persona en sus mentiras, y sin embargo lo hizo. Las palabras se le escaparon.

– El bebé -dijo, llevándose las manos al vientre-. Él me dio este bebé.

Hannah sintió un frío tan grande que casi notó sus dientes castañeteando. Estaba mareada, la vista se le nubló. ¿Qué había hecho? ¿Qué terrible paso había dado? A punto estuvo de arrojarse a los pies de Daniel para decirle que había dicho aquellas palabras por despecho y que, ciertamente, jamás había deshonrado su lecho. Pero, aun cuando fuera la verdad, aquellas palabras sonarían como mentira. Por eso lo había dicho. Una vez saliera de su boca, no podría retirarlo.

Su esposo permaneció inmóvil, con los brazos colgando flácidos a ambos lados. Hannah esperaba que se abalanzaría sobre ella, la golpearía con las manos o con otra cosa. Y estaba preparada para protegerse a sí misma y al bebé.