Anne Rice
El Mesías
Título originaclass="underline" Out of Egypt
Traducción por: Luis Murillo Fort
El Mesías 1
Cuando Israel salió de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo extraño, fue Judá su santuario, Israel sus dominios.
El mar lo vio y se apartó, el Jordán se tornó atrás, las montañas saltaron cual carneros, como corderos las colinas. ¿Qué tienes, mar, para apartarte, y tú, Jordán, para volverte atrás, las montañas para saltar como carneros, o como corderos, vosotras las colinas?
Tiembla, tierra, a la vista del Señor, a la presencia del Dios de Jacob, el que convierte la roca en estanque, el pedernal en una fuente de agua.
Salmo 114
1
Yo tenía siete años. ¿Qué sabe uno cuando tiene siete años? Todo ese tiempo, pensaba, habíamos vivido en la ciudad de Alejandría, en la calle de los Carpinteros, con otros galileos como nosotros, y tarde o temprano volveríamos a casa.
Era mediada la tarde. Estábamos jugando, mi pandilla contra la suya, y cuando él se lanzó sobre mí, bravucón como era, más corpulento que yo, haciéndome perder el equilibrio, le grité:
– ¡Nunca conseguirás lo que quieres!
En ese momento sentí que la fuerza salía de mí. El se desplomó en el suelo arenoso y todos hicieron corro a su alrededor. El sol pegaba fuerte y el pecho me subía y bajaba de la agitación. Contemplé a mi rival. Estaba tan pálido y quieto…
Alarmados, todos retrocedieron un paso. En la calle no se oyó otra cosa que los martillos de los carpinteros. Yo nunca había oído tanta quietud.
– ¡Está muerto! -dijo por fin el pequeño Josías, y al instante todos corearon:
– ¡Está muerto! ¡Está muerto!
Supe que era verdad. El chico yacía en el polvo, inerte. Y yo me sentía vacío.
La fuerza se lo había llevado todo, me había dejado vacío.
La madre del chico salió de su casa y lanzó un grito que pronto se convirtió en alarido. Empezaron a acudir mujeres de todas partes.
Mi madre me agarró rápidamente y echó a correr calle abajo. Entramos en nuestro patio y nos metimos en la penumbra de la casa. Todos mis primos nos rodearon. Santiago, mi hermano mayor, corrió la cortina, dio la espalda a la luz y con voz temerosa dijo:
– Ha sido él. Jesús lo ha matado.
– ¡No digas eso! -saltó mi madre, y me abrazó con tanta fuerza que casi me cortó la respiración.
José el Grande se despertó.
José el Grande era mi padre porque estaba casado con mi madre, pero yo nunca lo llamaba padre. Me habían enseñado a llamarle José. Yo ignoraba la razón.
Estaba haciendo la siesta en la estera. Habíamos trabajado todo el día en casa de Filo, y José y el resto de los hombres se habían echado a dormir en la hora de más calor. Se puso en pie.
– ¿Qué es todo ese griterío? -preguntó-. ¿Qué ha sucedido?
Miró a Santiago, el mayor de sus hijos. Lo había tenido con una esposa que había muerto antes de que José desposara a mi madre.
Santiago lo dijo otra vez:
– Jesús ha matado a Eleazar. Jesús lo maldijo y el otro cayó muerto.
José me miró con cara inexpresiva y adormilada. En la calle los gritos iban en aumento. Se acarició su espeso pelo rizado.
Mis primos pequeños empezaron a entrar por la puerta, uno detrás de otro.
Mi madre temblaba de nervios.
– No puede ser -dijo-. Jesús nunca haría una cosa así.
– Yo lo vi -insistió Santiago-. Y también vi cuando hizo unos gorriones con arcilla. El maestro le dijo que no hiciera esas cosas en el sabbat. Pero Jesús miró los pájaros de barro y se convirtieron en pájaros de verdad. Echaron a volar. Y ahora ha matado a Eleazar, madre. Yo lo vi.
Mis primos eran como un círculo de rostros blancos en la oscuridad: el pequeño Josías, Judas, el pequeño Simeón y la pequeña Salomé. Observaban nerviosos, temiendo que los hicieran salir. Salomé tenía mi edad y era la más querida de todos mis primos y primas. Era como mi hermana.
Entonces entró el hermano de mi madre, Cleofás, el más locuaz de la familia, y padre de todos estos primos salvo de Silas, que llegó a continuación y era mayor que Santiago. Silas fue hacia un rincón, y enseguida entró su hermano Leví; los dos querían ver qué estaba pasando.
– José, ahí fuera están todos -dijo Cleofás-. Jonatan, hijo de Zakai, y sus hermanos dicen que Jesús ha matado a su muchacho. Pero es porque tienen envidia de que hayamos conseguido ese encargo en casa de Filo, y de que consiguiéramos el otro encargo anterior, y de los encargos y más encargos que nos harán. Ellos creen que hacen las cosas mejor que nosotros…
– Pero ¿el chico ha muerto? -preguntó José-. ¿O vive todavía?
Salomé se acercó y me dijo al oído:
– ¡Haz que viva, Jesús, como hiciste que vivieran aquellos pájaros!
El pequeño Simeón se reía, demasiado crío para entender lo que estaba pasando. El pequeño Judas lo sabía, pero guardaba silencio.
– Basta -dijo Santiago, el pequeño mandamás de los niños-. Salomé, calla.
Oí los gritos en la calle. Y también otros ruidos. Lanzaban piedras contra nuestra casa. Mi madre rompió a llorar.
– ¡No hagáis eso! -gritó mi tío Cleofás, y salió con vehemencia por la puerta. José le siguió.
Me zafé de los brazos de mi madre y eché a correr, adelanté a mi tío y a José y fui hacia la multitud, que agitaba los puños y no cesaba de proferir gritos. Tan rápido corrí que ni siquiera repararon en mí. Como un pez en el agua, zigzagueé entre la gente que gritaba y gritaba, hasta que llegué a casa de Eleazar. Las mujeres estaban de espaldas a la puerta y no me vieron colarme en la habitación. Lo habían colocado sobre una estera en la oscura estancia. Su madre estaba allí, sollozando, apoyada en su hermana. Sólo había una lámpara que apenas daba luz. Eleazar estaba pálido, los brazos a los costados, la misma túnica sucia y las plantas de los pies ennegrecidas. Estaba muerto. Tenía la boca entreabierta y los dientes asomaban sobre el labio inferior.
Entró el médico griego (en realidad era judío), se arrodilló, miró a Eleazar y meneó la cabeza. Entonces me vio y dijo:
– Fuera.
La madre se volvió, y al verme empezó a gritar. Yo me incliné sobre él.
– Despierta, Eleazar -ordené-. Despierta ahora mismo. -Apoyé la palma de la mano en su frente y la fuerza salió. Mis ojos se cerraron y me sentí mareado. Entonces le oí inspirar.
Su madre se puso a gritar como una loca, los oídos me zumbaban. Su hermana gritaba también; todas las mujeres gritaban.
Caí de espaldas al suelo, exhausto. El médico me observó con curiosidad.
Me sentía enfermo. La habitación estaba más oscura y había entrado más gente.
Eleazar volvió en sí y, antes de que pudieran sujetarlo, se lanzó sobre mí dándome rodillazos y puñetazos; me pegó y atizó, me golpeó la cabeza contra el suelo y me pateó sin miramientos.
– ¡Hijo de David! ¡Hijo de David! -gritaba furioso, mofándose de mí-. ¡Hijo de David! -Y me soltaba una patada en la cara o en las costillas, hasta que su padre logró agarrarlo por la cintura y lo levantó en volandas.
Me dolía todo el cuerpo y apenas me llegaba el aire.
– ¡Hijo de David! -seguía gritando Eleazar.
Alguien me alzó en vilo y me sacó de la casa. Yo todavía boqueaba de la paliza. Me pareció que la gente chillaba más que antes, y alguien dijo que ya venía el maestro. Mi tío Cleofás le gritaba en griego a Jonatan, el padre de Eleazar, y Jonatan le respondía también a gritos, mientras Eleazar seguía increpándome: «¡Hijo de David!»
José me llevaba en brazos, pero la muchedumbre no lo dejaba avanzar.
Cleofás empujó al padre de Eleazar, quien a su vez trató de darle un puñetazo, pero otros hombres los contuvieron. A lo lejos, Eleazar seguía gritando.