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La multitud se movió hacia un lado y luego al frente, y todos nos caímos.

Unas manos tiraron de mí y yo logré agarrar a la pequeña Salomé por la cabeza.

– ¡Poneos de rodillas y quedaos quietos! -ordenó José. ¿Qué podíamos hacer para salir de ese tumulto? Obedecimos.

Mi madre exclamó:

– ¡Mi hijo, mi hijo!

José y Cleofás alzaron sus manos y rezaron al Señor. Sujeté a Salomé con una mano y levanté la otra.

– ¡Oh, Señor, tú eres mi refugio! -entonó José. Cleofás rezó otra oración.

– Tiendo mis manos hacia ti, Oh, Señor -dijo mi madre.

– ¡Oh, Señor, rescátame! -exclamó la pequeña Salomé.

Todo el mundo clamaba al Señor.

– ¡Que los malvados caigan en su propia trampa! -exclamó Santiago muy cerca de mí.

– Líbrame, Señor, de todo el mal que me rodea -oré, pero no pude oír mi propia voz. Los rezos iban en aumento, y tal era el murmullo que casi superaba las exclamaciones y gritos que salían de la refriega.

Los mugidos de los bueyes eran horribles, y los chillidos de las mujeres me hacían daño.

Levanté entonces los ojos y vi que alrededor de nosotros todo el mundo estaba de rodillas. Zebedeo se puso en pie para implorar al Señor y luego inclinó la cabeza, y sólo fue uno de los muchos que lo hicieron.

Al mismo tiempo había gente que avanzaba como vadeando aquel mar de cuerpos, pisoteándonos y empujándonos en su intento de huir. Por un momento quedé aplastado contra el mármol del suelo, al lado de la pequeña Salomé, pero sin dejar de protegerle la cabeza con mi brazo.

De pronto sentí una salvaje determinación y pugné por levantarme. A empujones, conseguí situarme junto a José y me puse de pie como si me dispusiera a correr.

Vi la gran plaza. Más allá, la gente corría en todas direcciones, las ovejas huían despavoridas mientras los soldados a caballo pisoteaban a todo el que encontraban a su paso, y las personas, incluso las que estaban de rodillas, se levantaron y la emprendieron a pedradas contra los soldados.

Había grupos de gente que parecían muertos amontonados.

Se elevaron salmos al cielo.

– Huyo hacia ti, Oh, Señor, para que me escondas… Clamé a ti, Oh, Señor…

Soldados a caballo perseguían a la gente, hombres y mujeres que ahora corrían hacia nosotros.

– ¡José, mira! -Exclamó mi madre-. Agárralo, haz que se eche en el suelo.

Yo me zafé de las manos que pretendieron sujetarme.

La gente corrió en desbandada sobre los que estaban arrodillados, pasó sobre ellos como si fueran rocas en la costa. Los que rezaban gimieron, y al ver que un jinete venía hacia nosotros, los cuerpos se separaron a ambos lados.

Alguien me tiró al suelo empujándome por la nuca y la espalda. Oí el resoplido del caballo y el repiqueteo de los cascos. Di con la cabeza en las piedras del suelo y por el rabillo del ojo vi las patas del caballo casi encima de mí. Cuando el animal se empinó, del montón de gente apiñada se levantó un hombre, sacó una piedra de entre la túnica y se la arrojó al soldado.

– ¡Sólo el Señor tiene derecho a gobernarnos! -gritó en griego-. ¡Lleva este mensaje a Herodes! ¡Y al César también!

Entonces sacó otra piedra y el soldado le clavó su lanza en el pecho, traspasándolo por completo. El hombre soltó la piedra y cayó hacia atrás con los ojos desorbitados.

Mi madre sollozó y la pequeña Salomé se puso a gritar:

– ¡No mires, no mires!

Pero ¿podía yo apartar la vista de ese hombre en sus últimos momentos? ¿Iba a dar la espalda a su muerte?

El soldado levantó su lanza, izando horriblemente a aquel desdichado con ella. De su boca manaba sangre. A continuación agitó el cuerpo como si fuese un saco hasta que logró recuperar su lanza y la víctima cayó a tierra. Rodó sobre su costado izquierdo y sus ojos miraron hacia nosotros, directamente a mí.

Ya no pude ver el caballo, sólo oí el terrible sonido que produjo al encabritarse. El soldado fue atacado desde todos los flancos por la gente y lo descabalgaron violentamente. Su cuerpo se perdió entre un montón de personas que se cebaban en él a golpes.

Los nuestros siguieron rezando. El moribundo, si lo oyó o se enteró, no pareció darse cuenta.

No nos veía. No sabía nada del soldado. La sangre que manaba de su boca se extendía por el suelo.

Mi madre gritaba espantosamente.

La gente que había derribado al soldado se puso de pie y echó a correr en todas direcciones. Más personas se levantaron y los imitaron. Más allá, otros seguían rezando de rodillas.

El cuerpo del soldado quedó cubierto de sangre.

El moribundo intentó alargar la mano hacia nosotros, pero su brazo cayó inerte, y exhaló el último aliento.

Pasó gente corriendo entre nosotros y el cadáver. Oí otra vez las ovejas.

Noté que mi madre resbalaba e intenté agarrarla, pero ella cayó al suelo con los ojos cerrados.

De nuevo volaban piedras. Al parecer, nadie había entrado en el Templo sin llevar piedras encima. Algunas piedras nos impactaban en cabezas y hombros.

Cuando José levantó los brazos para rezar, yo me escabullí de su lado y me hinqué de rodillas.

La multitud se dispersaba. Había cuerpos tirados por todas partes. Y allá donde mirara veía hombres peleando y muriendo.

Sobre los hermosos porches, hombres que parecían diminutos y negros contra el cielo azul peleaban también, soldados esgrimiendo sus espadas contra quienes trataban de pegarles con palos.

Vi a lo lejos, donde ya no había multitud, a otro hombre que atacaba a un soldado, embistiendo contra la lanza que el otro le estaba clavando. Las mujeres lloraban y corrían hacia los caídos. No les importaba nada más. Sólo lloraban y gritaban, aullando como perros. Los soldados no les hacían daño.

Pero nadie acudió junto a nuestro muerto, el hombre que yacía ensangrentado y mirando sin ver. El estaba solo.

Pronto hubo soldados por todas partes, tantos que no habría podido contarlos. Llegaron a pie, avanzando entre las familias que permanecían arrodilladas y fueron cercándonos por la derecha y la izquierda.

Ya nadie peleaba.

– ¡Reza! -me ordenó José, interrumpiendo un instante sus propias oraciones.

Obedecí. Levanté los brazos y recé.

– Pero las almas de los justos están en manos del Señor y ningún tormento puede lastimarlas.

Aparecieron más soldados a caballo. Alzaron sus voces, hablando en griego. Al principio no distinguí lo que decían, pero entonces uno de ellos se aproximó a pie tirando de la brida de su caballo.

– ¡Marchaos, idos a vuestras casas! -nos ordenó-. Salid de Jerusalén, por orden del rey.

6

La quietud no era tal. Estaba cargada de llanto y sollozos y del sonido de los caballos y los soldados gritándonos que nos marcháramos.

Había muertos abandonados sobre los soportales. Yo pude verlos. Y nuestro muerto también seguía solo. Las ovejas campaban por todas partes, ovejas sin mácula que habrían sido sacrificadas en la Pascua. Algunos hombres corrían tras ellas, así como tras los bueyes que seguían mugiendo, y esos mugidos eran sin duda el sonido más espantoso.

Nos pusimos de pie, porque José así lo hizo. Cleofás temblaba como una vara y reía por lo bajo, sin que ningún soldado lo oyera.

Tía Salomé y tía Esther sostenían a mi madre por los brazos. Ella parecía desfallecer y gemía. José consiguió llegar a su lado, pero los pequeños seguían en el suelo. Yo sujetaba a la pequeña Salomé.

– Mamá, tenemos que irnos -le dije-. Mamá, despierta. Nos marchamos.

Ella se esforzaba por recuperarse, pero hubo que empujarla para que caminara. Tío Alfeo estuvo un rato con Silas y Le vi, que le hacían preguntas en voz baja. Ambos habían cumplido ya los catorce años y, probablemente, no tenían del incidente la misma visión que nosotros los pequeños.