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Cleofás asintió con la cabeza.

Avanzamos penosamente por la calle, más apretujados que un rebaño de ovejas.

El llanto de las mujeres era más sonoro cuando pasábamos bajo las arcadas o por lugares estrechos y de muros altos. Vi puertas y ventanas bien cerradas, lo mismo que las cancelas de los patios. La gente pasaba por encima de los mendigos y de los que estaban acurrucados aquí y allá. Los hombres repartían monedas. José me entregó una y me dijo que se la diese a un mendigo. Lo hice y el hombre me besó los dedos. Era un anciano flaco y de pelo blanco, con unos ojos azules y brillantes.

Me dolían las piernas y también los pies de andar por el basto pavimento, pero no era momento de quejarse.

Tan pronto hubimos salido de la ciudad, nos encontramos con un panorama aún más terrible que el que nos había ofrecido el patio del Templo.

Las tiendas de los peregrinos estaban destrozadas y había cadáveres por doquier. Bienes y mercancías estaban esparcidos por todas partes y la gente no se paraba a recogerlos.

Los soldados a caballo pasaban como energúmenos entre la gente indefensa, gritando órdenes, sin prestar atención a los muertos. Teníamos que seguir adelante, todo el mundo tenía que seguir adelante. El lugar estaba lleno de soldados, unos con la lanza en ristre, otros empuñando la espada.

No podíamos detenernos para ayudar a nadie, como tampoco había sido posible en la ciudad. Los soldados empujaban a la gente con sus lanzas, y la gente se apresuraba para que no los tocaran de manera tan vergonzosa.

Pero, más que nada, fue la cantidad de muertos lo que nos dejó pasmados.

Eran innumerables.

– Esto ha sido una matanza -dijo mi tío Alfeo. Atrajo hacia sí a sus hijos Silas y Leví y dijo, para que todos lo oyeran-: Fijaos en lo que ha hecho este hombre. Ved y no lo olvidéis nunca.

– Ya lo veo, padre -dijo Silas-, pero ¡deberíamos quedarnos! ¡Deberíamos pelear!

Habló en susurros pero todos pudimos oírlo, y las mujeres le rogaron que no dijera esas cosas. José replicó con voz tajante que no nos quedaríamos allí.

Me eché a llorar. Lloré, pero no sabía por qué. Sentí que me quedaba sin respiración, pero no podía refrenar mi llanto.

– Pronto llegaremos a las colinas -dijo mi madre-, lejos de todo esto. No te preocupes, estás con nosotros. Y vamos a un sitio tranquilo. No hay guerra allá donde vamos.

Traté de tragarme las lágrimas y me entró miedo. Creo que nunca antes había sentido miedo. Volvió a mi cabeza la visión de aquel muerto.

Santiago me estaba mirando, y también mi primo Juan, el hijo de Isabel.

Esta iba montada en un burro. Como aquellos dos, Santiago y Juan, me miraban, dejé de llorar. Me costó mucho.

El camino era cada vez más empinado. Teníamos que subir y subir, hasta que pudiéramos ver la ciudad a nuestros pies. Y cuanto más subíamos, menos miedo tenía yo. Al poco rato la pequeña Salomé se puso a mi lado. No nos habría sido posible ver la ciudad, sobre las cabezas de los mayores, aunque hubiésemos querido. Pero yo ya no quería verla, y nadie se detuvo para decir lo hermoso que era el Templo.

Los hombres habían hecho montar a Cleofás en un burro y tía María fue obligada a montar en el otro. Ambos llevaban niños pequeños en brazos.

Cleofás farfullaba en voz baja.

La caravana siguió adelante.

Sin embargo, a mí no me parecía bien abandonar Jerusalén de aquella manera. Pensé en Silas, en lo que había dicho antes. No parecía correcto abandonar, alejarse corriendo cuando el Templo necesitaba ayuda. Claro que había centenares de sacerdotes que sabían cómo limpiar el Templo, y muchos de ellos vivían en Jerusalén y no podrían marcharse. Se quedarían allí -ellos y el sumo sacerdote- y limpiarían el Templo como era preciso hacerlo.

Y ellos sabrían qué hacer con aquel muerto. Se ocuparían de que lo amortajaran y enterraran debidamente. Pero yo procuraba no pensar en él por temor a echarme a llorar otra vez.

Las colinas nos rodeaban. Nuestras voces resonaron en las laderas. La gente empezó a cantar, pero esta vez fueron salmos luctuosos de dolor y aflicción.

Cuando llegaron los jinetes, nos apartamos hacia los lados. Las mujeres gritaron. La pequeña Salomé iba dormida en el burro con Cleofás, que daba cabezadas y hablaba y reía; parecían dos bultos más.

Prorrumpí en sollozos sin poder evitarlo. Los jinetes nos adelantaban, eran muchos y cabalgaban rápido, y atrás quedaba Jerusalén.

– Volveremos el año que viene -me dijo José-. Y el siguiente. Ahora estamos en casa.

– Y el año que viene quizá ya no estará Arquelao -murmuró Cleofás sin abrir los ojos, pero Santiago y yo lo oímos-. ¡El rey de los judíos! -se mofó-. ¡El rey de los judíos!

7

Un sueño. «Despierta.» Yo estaba sollozando. El hombre caía, traspasado por la lanza. Caía de nuevo, la lanza atravesándole el pecho. «Despierta», decían más voces. Algo húmedo en mi cara. Sollozos. Abrí los ojos. ¿Dónde estábamos?

– Despierta -dijo mi madre.

Me hallaba en medio de las mujeres, y el fuego era la única luz, aparte de otra cosa que iluminaba el cielo.

– Estabas soñando -dijo mi madre. Me abrazó.

Santiago pasó corriendo por nuestro lado. La pequeña Salomé me llamaba a voces.

– ¡Jesús, despierta! -llamó mi primo Juan, que no había pronunciado palabra hasta ahora. ¿Qué sitio era éste, una cueva? No. Era la casa de mis parientes, la casa donde vivían Juan y su madre. José me llevaba en brazos cuando llegamos allí.

Las mujeres me enjugaban la cara. «Estás soñando.» Tosía de tanto llorar.

Tenía mucho miedo, nunca iba a estar tan asustado como en ese momento. Me aferré a mi madre y pegué la cara a la suya.

– Es el palacio real -gritó alguien-. ¡Le han prendido fuego!

Oí un fuerte ruido, rumor de caballos. Cayó la oscuridad. Y entonces la luz roja jugueteó en el techo.

Mi prima Isabel rezaba en voz baja y uno de los hombres dijo que los niños se apartaran de la puerta.

– ¡Apagad las lámparas! -ordenó José.

De nuevo el ruido, ruido de caballos pasando al galope, y gritos en el exterior.

Yo no quería saber de qué hablaban, todos los niños gritando y chillando, y los rezos de Isabel de fondo. El miedo me engulló, pero incluso con los ojos cerrados pude ver los destellos rojos de luz. Mi madre me besó en la coronilla.

– Jericó está ardiendo -dijo Santiago-. El palacio de Herodes está en llamas. Se está quemando todo.

– Lo reconstruirán -respondió José-. No es la primera vez que lo queman.

César Augusto se ocupará de que lo reconstruyan. -Su voz era firme. Noté su mano en mi hombro-. No te preocupes, pequeño. No te preocupes por nada.

Volví a dormirme unos instantes: el Templo, el hombre precipitándose contra la lanza. Mis dientes rechinaron y grité. Mi madre me abrazó fuertemente.

– Estamos a salvo, pequeño -dijo José-. Dentro de la casa, todos juntos, estamos seguros.

Las mujeres se levantaron y fueron a ver el incendio. La pequeña Salomé chillaba de excitación como chillaba cuando jugábamos. Todos corrían de un lado para el otro, empujándose para salir al umbral y mirar.

El pequeño Simeón gritó:

– ¡El fuego, el fuego!

Alcé los ojos. Logré ver más allá de la puerta y la simple visión del cielo enrojecido me hizo tiritar. Nunca había visto un cielo así. Me di la vuelta y vi a Cleofás tumbado junto a la pared, con los ojos brillantes. Me sonrió.

– Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Por qué están incendiando Jericó?

– ¿Por qué no iban a hacerlo? -replicó Cleofás-. ¡Que César Augusto vea cuánto despreciamos al hombre que envió a sus soldados para que nuestra sangre se mezclara con la de nuestros sacrificios! La noticia llegará a Roma antes que Arquelao. Las llamas siempre alcanzan más que las palabras.