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– Como si las llamas tuvieran el propósito de las palabras -murmuró mi madre en voz baja, pero no creo que la oyeran.

Mi primo Silas entró en la casa a la carrera, gritando:

– Es Simón, uno de los esclavos de Herodes. Se ha coronado rey y ha reunido muchos hombres. ¡Él ha prendido fuego al palacio!

– ¡No vuelvas a salir de esta casa! -ordenó mi tío Alfeo-. ¿Dónde está tu hermano?

Pero Leví no se había movido. En la cara tenía una horrible expresión de miedo, y eso acrecentó mi propio miedo.

Los hombres se levantaron y salieron para ver el incendio. Observé aquellas formas negras recortadas contra el cielo, muchas de ellas moviéndose de acá para allá, como si todo el mundo estuviera bailando.

José se puso de pie.

– Yeshua, ven a ver esto -dijo.

– Oh, pero ¿por qué? -protestó mi madre-. ¿Es preciso que salga?

– Ven, podrás ver lo que ha hecho una banda de ladrones y asesinos -insistió José-. Podrás ver cómo corren a celebrar la muerte del viejo Herodes. Podrás ver lo que pasa bajo la superficie cuando un rey se vale del terror y la crueldad para gobernar. Vamos.

– ¿Y por qué permitir que los tiranos vivan rodeados de lujo? -terció Cleofás-. Tiranos que asesinan a su propia gente, tiranos que construyen teatros y circos en Jerusalén, la Ciudad Santa, sitios a los que ningún buen judío debería ir. Y los sumos sacerdotes a los que designa, tratándolos como si un sumo sacerdote no fuera la persona que accede al mismísimo sanctasanctórum, como si no fuera más que un criado a sueldo.

– Hermano -dijo mi madre-, ¡me voy a volver loca!

Yo temblaba de tal manera que temía ponerme en pie, pero lo hice y José me cogió de la mano.

Salimos de la casa. Todos los nuestros estaban en lo alto del cerro, mujeres incluidas -salvo mi madre-, y había también otros grupos de personas que se habían aventurado a internarse en la noche.

Las nubes que cubrían el llano hervían de fuego. El aire estaba caliente y frío, y la gente hablaba en voz alta como lo habría hecho en una fiesta, los niños corriendo y bailando y mirando otra vez el fuego. Me arrimé a José.

– Todavía es muy pequeño -dijo mi madre detrás de mí.

– Es preciso que lo vea -dijo José.

Era un gran, un pavoroso incendio. De repente, un muro de llamas se elevó con tal furia que pareció querer alcanzar las estrellas del firmamento. Volví la cabeza. No podía mirar aquello. Me eché a llorar. Expulsaba los gemidos como nudos de una cuerda que alguien me sacara de uno en uno. Entre las lágrimas me llegó el fulgor del incendio. No podía sustraerme a él. El olor a humo lo invadía todo. Mi madre trataba de levantarme y yo no quería oponer resistencia, pero lo hacía, y entonces José me abrazó y pronunció mi nombre una y otra vez.

– ¡Estamos muy lejos del fuego! -dijo para tranquilizarme-. No puede alcanzarnos. ¿Me oyes?

No logré contener el llanto hasta que me estrechó contra su pecho y ya no pude moverme ni volver la cabeza.

Me llevó rápidamente de regreso a la casa. Me dolía el pecho. Me dolía el corazón.

Nos dejamos caer en el suelo, y mi prima Isabel tomó mi cara entre sus manos. Acercó sus ojos a mi cara.

– Escucha lo que voy a decirte. No llores más. ¿Crees que el ángel del Señor habría bajado para decirle a tu padre, José, que te trajera a casa si no habías de estar a salvo? ¿Quién puede conocer los designios del Señor? Vamos, deja de llorar y confía en El. Descansa junto al pecho de tu madre, así, y deja de llorar. Tu madre te abrazará. Estás en manos de Dios.

– El ángel del Señor -susurré-. El ángel del Señor.

– Sí -dijo José-, y el ángel estará con nosotros hasta que lleguemos a Nazaret.

Mi madre me abrazó.

– Estamos aquí de paso -dijo. Su voz sonaba grave y dulce-. Dentro de muy poco estaremos en casa, en nuestra propia casa. Comeremos higos de nuestro árbol, uva de nuestro jardín. Haremos el pan cada día en nuestro propio horno -añadió mientras nos acomodábamos de nuevo al lado de Cleofás.

Yo sollocé, todavía en sus brazos, y ella me acarició la espalda.

– Eso es verdad -dijo Cleofás. Enlacé las manos alrededor del cuello de mi madre. Poco a poco me fui calmando.

– Pronto estaremos en Nazaret -dijo Cleofás-, y te prometo, pequeño, que allí nunca irá a buscarte nadie.

Yo estaba adormilado, pero esas palabras me despejaron. ¿Qué quería decir Cleofás con que nadie iría a buscarme? ¿Quién me buscaba? No quería dormirme, quería preguntar qué significaba aquello, quién me estaba buscando. ¿Qué significado tenían todas esas extrañas historias? ¿Y qué significaba lo que mi madre había dicho del ángel? Entre tantas desgracias y tanto dolor, había olvidado sus palabras allá en el tejado, en Jerusalén. E Isabel acababa de decirme que un ángel se le había aparecido a José, pero él no había dicho eso.

La dulce sensación de reposo me iba venciendo, pero aun así logré pensar que todo esto estaba relacionado. Tenía que sacar alguna conclusión. ¡Sí!

Ángeles. Un ángel había bajado antes y un ángel había bajado después, y un ángel estaba aquí ahora. ¿O no? Pero el sueño acabó venciéndome, y ¡qué a salvo me sentí entonces!

Mi madre me cantaba en hebreo y Cleofás le hacía coro. Se encontraba mucho mejor, pese a que seguía tosiendo. En cambio, mi tía María no se sentía bien, pero nadie parecía preocupado por ella.

Y mañana nos iríamos de aquel horrible lugar. Dejaríamos allí a mis primos, al extraño y solemne Juan, que hablaba tan poco y que tanto me miraba, y a su madre, nuestra querida Isabel, y seguiríamos camino hacia Nazaret.

8

Justo después del amanecer, jinetes armados hicieron una incursión por los alrededores.

Abandonamos el pequeño círculo donde nos habíamos reunido hacía poco para escuchar a nuestra prima Isabel y fuimos todos a la habitación trasera de la casa.

Cleofás no se había movido de allí, pues por la noche había tosido mucho y volvía a tener fiebre. Yacía sonriente, como de costumbre, los húmedos ojos fijos en el techo bajo.

Oímos gritos, chillidos de pájaros y corderos.

– Lo están robando todo -dijo mi prima María Alejandra.

Las otras mujeres le dijeron que callara y su esposo Zebedeo le dio unas palmaditas en el brazo.

Silas intentó levantarse para ir hasta la cortina, pero su padre le ordenó con gesto firme que se quedase en el rincón.

Incluso los más pequeños, que siempre alborotaban por cualquier cosa, estaban callados.

Tía Esther, la esposa de Simón, tenía a su pequeña Esther en brazos, y cada vez que el bebé rompía a llorar le daba el pecho.

Yo ya no tenía miedo, aunque no sabía por qué. Estaba entre las mujeres con los demás niños, a excepción de Santiago. En realidad Santiago no era un niño, me decía yo al mirarle. De habernos quedado en Jerusalén, de no haber habido aquellos disturbios, Santiago habría ido al santuario de los hijos de Israel junto con Silas y Leví y los demás hombres.

De repente, mis pensamientos se vieron interrumpidos por el temor súbito que se apoderó de todos, que hizo que mi madre me aferrara un brazo: había unos desconocidos en la habitación principal. La pequeña Salomé se pegó a mí y yo la abracé fuerte como mi madre hacía conmigo.

Entonces la cortina de la puerta fue arrancada violentamente. Quedé cegado por la luz y parpadeé. Mi madre me estrechó más. Nadie dijo una palabra ni nadie se movió de su sitio. Yo sabía que teníamos que estarnos quietos y callados. Todo el mundo lo sabía, incluso los más pequeños. Los bebés lloraban quedamente, aunque su llanto nada tenía que ver con los hombres que habían arrancado la cortina.

Eran tres o cuatro hombretones toscos, con harapos en las pantorrillas sujetados por las cuerdas de sus sandalias. Uno de ellos vestía pieles de animal y otro llevaba un casco reluciente. La luz se reflejó en sus espadas y cuchillos. También llevaban las muñecas envueltas en harapos.