– Vaya, vaya -dijo el del casco en griego-. Mira lo que tenemos aquí. La mitad del pueblo.
– ¡Vamos, entregadnos todo! -ordenó otro, acercándosenos amenazadoramente. También hablaba en griego y su voz era horrenda-.
Hablo en serio, hasta el último denario que llevéis encima, y rápido. El oro y la plata. Mujeres, a ver esos brazaletes, quitáoslos. ¡Si no entregáis todo lo que tengáis os abriremos en canal!
Nadie se movió. Las mujeres no hicieron nada.
La pequeña Salomé empezó a llorar. Yo la tenía abrazada con tanta fuerza que probablemente le hacía daño. Pero nadie respondió a los intrusos.
– Luchamos por la libertad de nuestra tierra -dijo uno de los hombres, también en griego-. Imbéciles, ¿no sabéis lo que está pasando en Israel?
Dio un paso al frente y blandió su daga, mirando amenazador a Alfeo, luego a Simón y después a José. Pero éstos no dijeron nada.
Nadie se movió.
– ¿No habéis oído? ¡Os rebanaré el pescuezo uno por uno, empezando por los niños! ·-gritó el hombre, retrocediendo.
Otro intruso dio un puntapié a nuestros bien atados bultos, mientras otro levantaba una manta para mirar debajo y luego la dejaba caer.
Entonces José, en hebreo, dijo:
– No os comprendo. ¿Qué queréis que hagamos? Somos gente de paz. No entiendo nada.
En el mismo tono y lengua, Alfeo añadió:
– No hagáis daño a nuestros inocentes hijos ni a nuestras mujeres. Que no se diga de vosotros que habéis derramado sangre inocente.
Ahora fueron los hombres quienes se quedaron desconcertados.
Finalmente, uno de ellos dijo en griego:
– Estúpidos, inútiles campesinos. Basura de ignorantes.
– No han visto dinero en toda su desdichada vida -dijo el otro-. Aquí no hay nada aparte de ropa vieja y críos apestosos. Dais lástima. Comeos vuestra mierda en paz.
– Sí, humillaos mientras nosotros peleamos por vuestra libertad -dijo otro.
Y salieron pisando fuerte, apartando a patadas cestos, petates y fardos.
Quedamos a la espera. Mi madre me sujetaba por los hombros. Miré a Santiago, y se parecía tanto a José que me sorprendió no haberme percatado antes.
Por fin los gritos y el ruido cesaron.
– Recordad esto -dijo José. Nos miró alternativamente, a Santiago y a mí y al pequeño Josías, a mis primos y a Juan, que estaba de pie al lado de su madre-. Recordadlo. Jamás alcéis la mano para defenderos ni para golpear.
Sed pacientes. Y si es preciso hablar, sed sencillos.
Todos asentimos con la cabeza. Sabíamos lo que había pasado. La pequeña Salomé sorbía por la nariz. Y de repente, mi tía María, que estaba tan enferma, rompió a llorar y fue a sentarse al lado de Cleofás, que seguía mirando el techo. Parecía como si ya estuviera muerto, pero no lo estaba.
Los niños corrimos hacia la pequeña puerta de la casa. La gente estaba saliendo a la calle, despotricando contra los bandidos. Unas mujeres perseguían aves de corral, y allí en medio había el cuerpo de un hombre tendido en el suelo, mirando el cielo tal como hacía Cleofás, pero le salía sangre por la boca. Era como el muerto del Templo.
Ya no tenía alma.
La gente pasaba por su lado y nadie derramaba una lágrima por él, nadie se arrodillaba.
Por fin, dos hombres llegaron con una cuerda que pasaron por las axilas del cadáver y se lo llevaron a rastras.
– Era uno de ellos -dijo Santiago-. No lo mires.
– Pero ¿quién lo ha matado? -pregunté-. ¿Y qué van a hacer con él? -A la luz del día no daba tanto miedo como en la penumbra, pero yo era consciente de que la noche siempre volvía. Y entonces daría mucho miedo. El miedo era algo nuevo. El miedo era algo terrible. No lo sentí pero sí lo recordé, y supe que iba a volver. Que nunca se iría.
– Lo enterrarán -dijo Santiago-. No se puede dejar el cadáver sin sepultar. Sería una ofensa al Señor. Lo meterán en una cueva o lo enterrarán.
Da lo mismo.
Nos ordenaron entrar otra vez.
Habían despejado la habitación, barrido el suelo y colocado bonitas alfombras cubiertas de flores hechas de lana. Nos dijeron que nos sentáramos y estuviésemos callados pues Isabel quería hablarnos antes de nuestra partida.
Recordé entonces que ya nos habían congregado antes para este fin, pero las alfombras todavía no habían sido desplegadas cuando llegaron los primeros jinetes.
Como si nada hubiera ocurrido, como si nadie hubiera muerto en la calle, continuamos.
Formamos un gran círculo, todos apretujados. Los bebés estaban lo bastante callados como para que pudiésemos oír a Isabel. Yo me senté al lado de José con las piernas cruzadas, igual que él, y la pequeña Salomé a mi derecha, recostada contra su madre, que estaba detrás. Cleofás seguía en la otra habitación.
– Seré breve -dijo Isabel.
Por la mañana, yo la había oído hablar de abuelos y abuelas, de quién se había casado con quién y dónde había ido a vivir, pero me costaba retener tantos nombres. Los mayores habían repetido lo que ella decía, a fin de no olvidar nada.
Isabel meneó la cabeza antes de empezar y luego levantó las manos. Sus cabellos grises asomaron por el borde del velo, enredados con su pelo más oscuro.
– He aquí lo que debo deciros, lo que nunca he puesto por escrito en ninguna carta. Cuando yo muera, que será pronto… No, no digáis nada. Sé que así será. Sé ver las señales. Cuando yo muera, pues, Juan irá a vivir con nuestros parientes entre los Esenos.
De inmediato se produjo un gran alboroto. Incluso Cleofás se asomó a la puerta, sujetándose el pecho con una mano.
– ¡No, por qué has tomado semejante decisión! -dijo-. ¡Enviar a ese niño con unas personas que ni siquiera van al Templo! ¡Y Juan es hijo de sacerdote!
Tú, que has estado toda la vida casada con un sacerdote, y Zacarías, hijo de sacerdote, y antes que él…
Cleofás se acercó cojeando al círculo de oyentes y se dejó caer de rodillas.
Mi madre acudió para ayudarlo a ponerse bien la túnica. Cleofás continuó:
– ¿Y enviarías a Juan, cuya madre es del linaje de David y cuyo padre es del linaje de Aarón, a vivir con los Esenos? ¿Nada menos que con los Esenos? ¿Esa gente que cree saber mejor que nadie lo que está bien y lo que está mal, quién es justo y quién no y lo que el Señor exige?
– ¡Y quiénes te crees tú que son los Esenos! -repuso Isabel en voz baja. Era paciente pero quería que la comprendieran-. ¿Acaso no son hijos de Abraham? ¿No son del linaje de David y del linaje de Aarón, y de todas las tribus de Israel? ¿Acaso no son devotos? ¿No son celosos de la Ley de Moisés?
Llevarán a Juan al desierto y allí lo educarán y se harán cargo de él. El propio Juan lo quiere, y tiene razón.
Mi primo Juan estaba mirándome. ¿Por qué? ¿Por qué no miraba a su madre como todos los demás? Su expresión no daba a entender nada, sólo reflejaba serenidad. Juan no parecía un niño, sino un hombre en pequeño. Estaba sentado delante de su madre y llevaba una sencilla túnica blanca de una tela más buena que la de cualquiera de nosotros, y encima una prenda de la misma tela. Yo me había fijado antes en estas cosas pero sin pararme a pensar, y ahora sentí ganas de saber más de él, pero Cleofás estaba hablando y tuve que escuchar.
– Los Esenos -dijo-. ¿Es que ninguno de vosotros hablará por el chico antes de que se convierta en hijo de unos hombres que no se postran ante el Señor cuando es debido? ¿Soy el único aquí que tiene algo que decir? Isabel, te lo pido por nuestros abuelos, esto no debe…
– Hermano, tranquilízate -dijo Isabel-. ¡Guarda tu vehemencia para tus hijos! Juan es hijo mío, ¡el Señor me lo confió cuando por mi edad ya parecía imposible! No hablas a una mujer cuando hablas conmigo; hablas a la Sara de antaño, a la Ana de antaño. Hablas con alguien que fue elegido por una razón. ¿No debo hacer por este hijo lo que creo que el Señor demanda?