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– José, no lo permitas -dijo Cleofás.

– Tú estás más cerca del chico -repuso José-. Si debes hablar contra su madre, entonces hazlo.

– Yo no hablo contra ti, Isabel -dijo Cleofás. Entonces tuvo un acceso de tos y vimos que le dolía el pecho. Tía María y mi madre parecían preocupadas.

Cleofás levantó una mano, pidiendo paciencia. Pero no podía dejar de toser.

Finalmente logró añadir-: Hablas de Sara, la mujer de Abraham, y hablas de Ana, la madre de Samuel, pero ¿acaso alguno de ellos dejó de obedecer a Dios?

En cambio, tú hablas de enviar a tu hijo a vivir con quienes dan la espalda al Templo del Señor.

– Tienes mala memoria, hermano -dijo Isabel-. ¿A quién acudió tu hermana María cuando supo que había sido elegida para dar a luz al niño Yeshua? Acudió a mí. ¿Y te imaginas por qué? Bien, antes de que caigan nuevas calamidades sobre esta aldea, te ruego que escuches mi decisión. Por favor, escúchala y no discutas conmigo. No la expongo para que juzgues si la crees oportuna. El chico, insisto, irá a vivir con los Esenos.

Jamás había oído hablar a ninguna mujer con tanta autoridad. Cierto, en la calle de los Carpinteros, en Alejandría, había mujeres venerables que eran capaces de hacer callar a los niños con una simple palmada, y mujeres que hacían tales preguntas en la sinagoga que el maestro se veía obligado a consultar sus pergaminos. Pero esta mujer era más fuerte y hablaba con más claridad que ninguna.

Cleofás enmudeció.

Isabel bajó la voz y continuó:

– Tenemos hermanos allí, nietos de Matatías y de Noemí, que se fueron hace tiempo al desierto para vivir con los Esenos, y ya he hablado con ellos y acogerán a mi hijo, incluso ahora. Ellos saben educar de manera estricta, inculcar sus normas de pureza y ayuno, de comunidad severa, y éstas son cosas innatas en Juan. El estudiará con ellos. Aprenderá los profetas y aprenderá la palabra del Señor. Es en el desierto donde quiere estar, y cuando yo me reúna con mis antepasados él irá al desierto hasta que sea un hombre y decida su futuro. Lo tengo todo previsto y los Esenos sólo esperan mi aviso, o que Juan vaya con los que viven al otro lado del Jordán. Entonces ellos lo llevarán al lugar donde será educado, lejos de los asuntos mundanos.

– ¿Por qué no vienes con nosotros a Nazaret? -terció José-. Eres bienvenida. Tu hermano sin duda estará de acuerdo, puesto que es a la casa de sus padres adonde vamos todos…

– No -dijo Isabel-. Yo me quedaré aquí. Seré enterrada con mi marido Zacarías. Y os diré la razón de que este niño deba marchar.

– Bien, pues dila -pidió Cleofás-. Tú sabes que quiero que vengas a Nazaret. Creo que sería justo que Juan y Yeshua se educaran juntos. -Se puso otra vez a toser, sin poder evitarlo. Si no hubiera tenido tantos accesos habría dicho mucho más.

– Esto es lo que no pude escribirte en ninguna carta -dijo Isabel-.

Escucha, por favor, porque no voy a repetirlo.

Las madres hicieron callar a sus bebés. Cleofás carraspeó.

– Sácalo ya -dijo-, o me moriré sin haberlo oído.

– Ya sabes que después de que partierais a Egipto, tú, María, José y el pequeño, Herodes empezó con sus atrocidades…

– Sí -dijo Cleofás-. Sigue. -Tosió de nuevo.

– Y sabes que Juan vino al mundo siendo yo y Zacarías ya muy viejos, como lo eran Sara y Abraham al nacer Isaac. -Se detuvo y miró a los pequeños, que estábamos en el corro interior, y nosotros asentimos con la cabeza-. Vosotros sabéis que Ana rezó para tener un hijo, ¿verdad, niños?, cuando estuvo ante el Señor en Shiloh, y ¿quién fue el que la tomó por una ebria? ¿Lo sabe alguno de vosotros?

– Eli, el sacerdote -respondió rápidamente Silas-. Y ella le dijo que estaba orando y por qué lo hacía, y entonces él rezó por ella también.

– Así es -dijo Isabel-, y yo también recé a menudo, pero lo que quizá no sabéis, vosotros los pequeños, es que el nacimiento de mi hijo fue anunciado.

Yo no lo sabía y los demás tampoco. Juan permaneció en silencio mirando a su madre; al parecer, nada lo inquietaba y estaba absorto en sus pensamientos.

– Bien, la explicación de esto la dejo a vuestros padres, porque hay motivos para no hablar de ello, pero sólo diré que se sabía que este hijo llegó en las postrimerías de nuestras vidas por voluntad del Cielo, y cuando nació yo lo consagré al Señor. Comprobaréis que por su cabeza nunca ha pasado una cuchilla, y que jamás prueba la uva. Juan pertenece al Señor.

– ¿Al Señor de los Esenos? -dijo Cleofás.

– Deja que hable -dijo mi madre-. ¿Te olvidas de todo lo que sabes?

Cleofás no replicó.

Isabel prosiguió. Volvió a mirarnos a todos, uno por uno. Estábamos expectantes ante el posible significado de sus palabras.

– Somos del linaje de David -dijo-. Tú sabes que Herodes odiaba a cualquiera que asegurase tener el menor rastro de sangre real, y por eso ordenó quemar todos los archivos del Templo donde estaban escritos los nombres de nuestros antepasados. Y sabes lo que sucedió antes de que vosotros os marcharais a Egipto, sabes por qué mi querida prima María y su recién nacido tuvieron que huir a Egipto con José y contigo, Cleofás. Lo sabes muy bien.

No me atreví a formular la pregunta que acudió a mis labios. ¡Yo ignoraba el motivo de nuestra partida a Egipto! Pero entonces Isabel continuó.

– El rey Herodes tenía espías por todas partes -dijo, ahora con voz más áspera y grave.

– Eso lo sabemos -repuso mi madre. Levantó apenas la mano y su prima Isabel se la tomó y ambas inclinaron la cabeza, sus velos tocándose casi, como si se contaran un secreto sin necesidad de emplear palabras.

Isabel dijo:

– Los hombres de Herodes, sus soldados, tan rudos como esos ladrones que acaban de pasar por nuestra aldea, que han entrado en esta misma casa con la idea de robarnos para sus ridículas guerras, soldados así entraron en el Templo y buscaron a mi Zacarías para preguntarle por el hijo que había engendrado, el hijo de la casa de David. Querían ver a ese hijo con sus propios ojos.

– No sabíamos nada de esto -susurró José.

– Ya he dicho que no quise ponerlo por escrito. Tenía que esperar a que vinierais. Lo hecho, hecho estaba. Pues bien, esos soldados lo abordaron cuando salía del sagrario de cumplir con sus obligaciones, pues a la sazón era sacerdote. Pero ¿creéis que Zacarías les dijo dónde encontrar al bebé? No, él ya nos tenía escondidos en las cuevas, cerca de los Esenos, que nos habían llevado comida. Como se negó a revelar dónde estábamos, los soldados lo derribaron allí mismo, delante del sagrario. Los otros sacerdotes no habrían podido impedirlo, pero ¿pensáis que lo intentaron siquiera? ¿Creéis que los escribas acudieron en su ayuda? ¿Que protestaron los principales sacerdotes?

Los ojos de mi prima Isabel se clavaron en mí. Luego, lentamente miró a José y a María, y de nuevo a cuantos la escuchaban.

– Pegaron a Zacarías. Le pegaron porque él se negó a hablar, y de un golpe en la cabeza lo dejaron muerto. Allí, delante del Señor.

Aguardamos en silencio a que continuara.

– Muchos vieron lo que pasó, pero ignoraban cuál era el motivo. Algunos sacerdotes sí lo sabían. Lo supieron nuestros parientes, quienes a su vez se lo contaron a otros parientes, algunos de los cuales fueron a ver a los Esenos para informarles de lo ocurrido. Y así me enteré yo.

Nos quedamos todos aturdidos. Mi madre se inclinó y apoyó la cabeza en el hombro de Isabel, y ésta la abrazó. Pero un momento después ambas volvieron a erguirse.

– Los parientes de Zacarías, muchos de ellos sacerdotes -prosiguió Isabel -, se ocuparon de que fuera enterrado con sus antepasados. Ahora bien, ¿creéis que yo he vuelto al Templo desde entonces? Pues no, hasta que vinisteis vosotros. No hasta que el tirano murió y fue a parar al fuego eterno.

No hasta que las historias de Yeshua y Juan quedaron olvidadas, pero ¿con qué nos encontramos al llegar al Templo?