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Nadie osó responder.

– Así pues, ahora entendéis por qué mi hijo Juan debe ir con los Esenos, y pronto. Allí estará oculto. Vosotros despedíos de mí y seguid camino de Nazaret antes de que lleguen más bandidos. A mí no pueden quitarme nada.

Soy vieja y Juan es pequeño, nos dejarán en paz. Pero yo no volveré a veros.

Nunca más. Sin duda Juan escuchará la voz del Señor algún día. Está consagrado a Él y los Esenos lo saben. Se harán cargo de él, y Juan estudiará allí hasta que llegue su momento. Ahora idos, partid.

9

Soldados de Herodes, bandidos, el hombre muerto en el Templo, mi primo asesinado en el Templo, un sacerdote asesinado por negarse a revelar el paradero de un niño, y ese niño era mi primo.

Yeshua y Juan. ¿Por qué su nacimiento fue anunciado? ¿Qué vinculación había entre nosotros? Y detrás de todo ello, la gran pregunta: ¿qué había ocurrido en Belén? ¿Ese fue el motivo de que mi familia se trasladara a Egipto, donde yo había pasado toda mi corta existencia?

Pero en aquella situación sólo era capaz de pensar a rachas de curiosidad y de temor. El miedo se convirtió en parte de mis pensamientos. En parte de la historia. Mi primo Zacarías, un sacerdote de pelo gris, apaleado hasta la muerte por los soldados de Herodes. Y ahora estábamos en aquella aldea, donde resonaban las protestas de quienes habían sido robados por los bandidos y temían que los desmanes se repitieran.

Encontramos a nuestros animales a la salida del pueblo. Una anciana desdentada se acercó a nosotros riendo con malicia.

– ¡Intentaron llevárselas! -exclamó-. Pero las bestias no querían moverse.

– Se dobló por la cintura, palmeándose las rodillas entre carcajadas-. No hubo manera.

Un anciano sentado en el suelo al lado de una pequeña casa se reía también.

– A mí me robaron el chal -dijo-. Yo les dije: «Adelante, hermanos, cogedlo.» -Agitó la mano y continuó riendo a mandíbula batiente.

Cargamos rápidamente nuestras cosas y sujetamos a Cleofás a lomos de un burro. Tía María montó también. Mi madre se abrazó a Isabel y ambas lloraron.

El pequeño Juan estaba allí de pie, mirándome.

– Rodearemos Jericó y cruzaremos el valle hasta Nazaret -dijo José.

Partimos después de que mi madre terminara de despedirse.

La pequeña Salomé y yo íbamos en cabeza con Santiago, seguidos por algunos primos. Cleofás empezó a cantar.

– Pero ¿quiénes son los Esenos? -me preguntó la pequeña Salomé.

– No lo sé. Yo he escuchado lo mismo que tú. ¿Cómo voy a saberlo?

Entonces Santiago dijo:

– Los Esenos no están de acuerdo con el clero del Templo. Creen que ostentan el verdadero sacerdocio. Son descendientes de Zadok. Esperan a que llegue el día de purificar el Templo. Visten de blanco y rezan todos juntos.

Viven apartados.

– ¿Son buenos o malos? -preguntó Salomé.

– Nuestra familia los considera buenos -respondió Santiago-. ¿Qué podemos saber nosotros? Hay fariseos, hay sacerdotes, hay Esenos. Todos rezamos la misma oración: «Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno.»

Repetimos la oración en hebreo tal como él la había dicho. Y luego cada día al levantarnos y también al anochecer. Yo lo hacía casi sin pensar. Cuando decíamos esa oración todo se detenía, y la pronunciábamos de todo corazón.

Yo me abstuve de hacer ningún comentario sobre las cosas que me preocupaban. Me sentía mal al darme cuenta de que Santiago lo sabía todo, pero preferí no manifestar nada estando allí la pequeña Salomé. Mis sentimientos se volvieron más y más lúgubres, y el miedo seguía allí, rondando muy cerca.

Tuve la impresión de que avanzábamos a buen ritmo, adentrándonos en las montañas. Allá a lo lejos se extendía la planicie, hermosa a la luz del sol, con palmeras por doquier aun cuando todavía se veía el humo de los incendios, y había muchas casas diseminadas por todas partes. No fue difícil comprobar que la gente continuaba con su vida como si los bandidos no hubieran pasado por allí.

Grupos de peregrinos nos adelantaban, algunos cantando, otros montados a caballo, y todos nos saludaban alegremente.

Pasamos por aldeas donde los niños jugaban y donde olía a comida.

– Ves -dijo mi madre, como si me leyera el pensamiento-, así será hasta que lleguemos a Nazaret. Los ladrones vienen y van, pero nosotros somos quienes somos. -Me sonrió con dulzura, y casi pensé que nunca más tendría miedo.

– ¿De veras luchan por la libertad de Tierra Santa? -preguntó la pequeña Salomé a los hombres, pues ahora íbamos todos más juntos.

Cleofás se rió de la pregunta y le frotó la cabeza.

– Hija, cuando los hombres quieren pelear, siempre encuentran un motivo -dijo-. Hace centenares de años que los hombres arrasan pueblos con la excusa de luchar por la libertad de Tierra Santa.

José meneó la cabeza.

Alfeo estiró el brazo para agarrar a la pequeña Salomé.

– Tú no te preocupes -dijo-. En otro tiempo era el rey Ciro quien velaba por nosotros, ahora es César Augusto. Da igual, porque el Señor de los Cielos es el único rey que nuestros corazones reconocen, y lo mismo da si tal o cual hombre se hace llamar rey aquí en la tierra.

– Pero David era rey de Israel -dije-. David fue rey, y Salomón después de él. Y Josué fue un gran rey de Israel. Todo esto lo sabemos desde muy pequeños. Y somos de la estirpe de David, y el Señor dijo a David: «Haré que reines para siempre sobre Israel.» ¿No es cierto?

– Para siempre… -dijo Alfeo-. Sí, pero ¿quién puede juzgar los designios del Señor? El Señor cumplirá su promesa de la manera que juzgue oportuno.

Mi tío desvió la mirada. Nos encontrábamos en un valle. La gente que salía de las montañas formaba una multitud considerable. Nos apiñamos más.

– Para siempre… -repitió-. ¿Qué es «para siempre» en la mente del Señor? Mil años no son para el Señor más que un instante.

– ¿Vendrá un rey? -pregunté.

José se volvió para mirarme.

– El Señor cumple sus promesas -dijo Alfeo-, pero el cómo y el cuándo son cosas que nosotros ignoramos.

– ¿Los ángeles sólo se aparecen en Israel? -preguntó la pequeña Salomé.

– No -respondió José-. Pueden mostrarse dondequiera que sea, en cualquier parte y cuando lo deseen.

– ¿Por qué tuvimos que irnos a Egipto? -preguntó ella-. ¿Por qué los soldados de Herodes…?

– No es momento para hablar de ello -la cortó José. Mi madre intervino:

– Llegará el día en que se te explicará todo despacio para que puedas entenderlo. Pero ese momento no ha llegado aún.

Yo sabía que dirían eso, o cosas parecidas. Pero la ocasión se había presentado, y me alegré de que Salomé hubiera preguntado. No sabía dónde estaban mis primos Silas y Justus, ni los otros, y tampoco qué pensaban de lo que Isabel había dicho. Tal vez los chicos mayores sabían algo, seguramente sí. Quizá Silas sabría alguna cosa.

Me rezagué un poco dentro del grupo apretado de mi familia, hasta quedar a la altura de Cleofás y su burro.

Seguro que Cleofás nos había oído hablar. ¿Me había hecho prometer alguien que no le haría preguntas a él? Me parecía que no.

– Ojalá viva para contarte cosas -dijo.

Pero no bien había abierto la boca, apareció José, se puso a andar a su lado y dijo rápidamente:

– Ojalá vivas para permitir que le cuente a mi hijo lo que yo desee. -Su voz sonó afable pero firme-. Basta de preguntas. Basta de charla sobre los problemas del pasado. Hemos salido de Jerusalén y estamos a salvo de las dificultades. Tenemos buena luz y aún podremos andar un buen trecho.

– ¡Yo quería entrar en Jericó! -protestó la pequeña Salomé-. ¿No podríamos entrar un rato en Jericó? Quiero ver cómo ha quedado el palacio de Herodes después del incendio.

– ¡Queremos ver Jericó! -exclamó el pequeño Simeón.