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De pronto todos los niños clamaron por lo mismo, incluso los niños de los peregrinos nuevos que nos acompañaban, y eso me hizo reír de una manera que provocó sonrisas en José.

– Escuchadme -dijo-. ¡Esta noche nos bañaremos en el Jordán! ¡El río Jordán! ¡Lavaremos en él nuestros cuerpos y nuestra ropa por primera vez! ¡Y después dormiremos en el valle bajo las estrellas!

– ¡El río Jordán! -gritaron todos, presas de gran agitación.

José se puso a contar la historia del leproso que había acudido al profeta Eliseo, quien le dijo que si se bañaba en el Jordán se curaría. Y Cleofás contó la historia de cómo Josué había cruzado el Jordán. Por último, Alfeo se puso a contarle otra historia a Santiago, y yo iba de una a otra mientras caminábamos.

Zebedeo y los suyos nos alcanzaron; no los veíamos desde que habíamos dejado a Isabel, y él también conocía una historia acerca del Jordán, y la esposa de Zebedeo, María, que era prima de mi madre, pronto empezó a cantar:

– ¡Benditos aquellos que temen al Señor!

Tenía una hermosa voz aguda. Todos coreamos.

– Pues comeréis el fruto de vuestro trabajo ¡y seréis dichosos y todo estará bien!

Éramos un grupo tan numeroso que por fuerza avanzábamos despacio, haciendo muchas paradas para que las mujeres descansaran y para que pudieran envolver a la pequeña Esther en pañales frescos. Mi tía María estaba enferma, por supuesto, pero mi madre dijo que la venida de un bebé era una buena noticia y yo dejé de preocuparme.

Cleofás hubo de ser bajado del burro varias veces para que buscase un sitio alejado del camino donde hacer sus necesidades. Estaba débil y mi madre lo acompañaba sosteniéndolo del brazo, cosa que a él le molestaba, pero necesitaba ayuda y ella no iba a desentenderse. «Es mi hermano», les decía a los demás hombres, y se iba sola con él.

Cleofás nos contó la divertida historia de cuando el rey Saúl guerreaba contra el joven David, temeroso de éste pues sabía que había de convertirse en rey. Saúl se metió en una cueva para hacer sus necesidades, y resultó que su enemigo David estaba allí y podría haberlo matado. Mas ¿lo hizo? ¡No! David se aproximó a él en la oscuridad de la cueva mientras Saúl hacía de cuerpo y, viéndolo desprevenido, cortó una borla del manto real de Saúl, una borla que únicamente él llevaba.

Horas después, con la esperanza de hacer las paces con Saúl, David le hizo llegar la borla para que supiera que él, David, podría haberlo matado, pero ¿habría sido David capaz de asesinar a un rey ungido? ¡No!

A todos nos encantaban las historias de David y Saúl. Incluso Silas y Leví, a quienes solían aburrir estas cosas, se acercaron a escuchar a Cleofás. Todo ese tiempo Cleofás hablaba en griego, y ya estábamos todos acostumbrados y nos gustaba, aunque nadie se atrevió a manifestarlo.

Nos contó la maravillosa historia de cómo Saúl, cuando el Señor dejó de hablarle, acudió a la adivina de Endor para rogarle que invocara al espíritu del profeta Samuel, a fin de que le dijera cuál era su destino. Iba a haber una gran batalla al día siguiente y Saúl, que ya no contaba con el favor divino, estaba desesperado, de ahí que buscara ayuda en una mujer que podía hablar con los muertos. Sin embargo, eso estaba prohibido por las propias leyes de Saúl, así como todo cuanto tuviera que ver con adivinaciones. Pero igual acudieron a aquella mujer.

Y gracias a sus poderes, el espíritu del profeta salió de la tierra, preguntando: «¿Por qué has enturbiado mi descanso?» Luego predijo que los enemigos de Saúl vencerían a Israel y que Saúl y todos sus hijos morirían.

– ¿Y qué ocurrió entonces? -dijo Cleofás, mirándonos a todos.

– Ella le hizo comer para que tuviera fuerzas -dijo Silas.

– Y eso es lo que nos gustaría hacer ahora mismo. Todo el mundo rió.

– Os diré una cosa -exclamó Cleofás-: no comeremos ni beberemos hasta llegar al río. Así que ¡adelante!

De modo que proseguimos con renovados ánimos.

Y finalmente llegamos al Jordán.

Más allá de la hierba crecida, el sol poniente lo teñía de rojo. Había mucha gente bañándose en sus aguas. Otros muchos bajaban por las riberas, y algunos habían montado campamentos cerca de las orillas. Se oían cánticos por todas partes, canciones que se mezclaban con otras canciones.

Corrimos al agua, que nos cubrió hasta las rodillas. Lavamos nuestros cuerpos y nuestras ropas, cantando y gritando sin parar. El aire fresco no nos molestaba y pronto entramos en calor y el agua nos pareció tibia.

Cleofás desmontó del burro y se metió en el río. Alzó las manos y cantó en voz muy alta para que todos pudieran oírle.

– Loado sea el Señor, alaba al Señor, alma mía, ¡canta! Mientras viva loaré al Señor; cantaré alabanzas a mi Dios mientras tenga un soplo de vida. No confiéis en príncipes ni en nadie incapaz de ayudar; el hálito de vuestros hombres escapa de ellos; regresan a la tierra; y ese mismo día sus pensamientos desaparecen ¡para siempre!

Todos le siguieron en el canto:

– ¡Dichoso aquel que cuenta con la ayuda del Señor de Jacob!

El río entero era un cántico, y los que estaban en la ribera se unieron también.

Yo nunca había visto así a mi tío, contemplando el cielo rojo con los brazos en alto y el rostro tan lleno de plegarias. Toda la ira había desaparecido de él.

No le importaba la gente. No cantaba para ellos. Cantó y cantó sin mirar a nadie. Miraba el cielo, y yo miré también aquel cielo que se oscurecía con cenefas rojas del sol moribundo, y vi las primeras estrellas.

Me moví en el agua mientras cantaba y cuando llegué a él le pasé un brazo por el cuello y noté que tiritaba bajo la túnica mojada. Cleofás ni siquiera notó mi presencia.

«Quédate conmigo. Señor, padre celestial, permite que se quede con nosotros. Padre celestial, ¡yo te lo pido! ¿Es demasiado? Si no puedo hallar respuestas a mis preguntas, permite que tenga a este hombre un tiempo más, hasta que tú decidas.»

Me sentí débil. Tuve que sujetarme a él para no caerme. Algo sucedió.

Primero muy rápido y después lentamente. No había más río ni más cielo ni más cánticos, pero a mi alrededor había otros seres, tantos que nadie hubiera podido contarlos; eran más que los granos de arena del desierto o las gotas de agua del mar. «Por favor, por favor, que se quede conmigo, pero si debe morir, que así sea.» Tendí ambos brazos hacia lo alto. Y por un brevísimo momento supe la respuesta a todo y ya no me preocupó nada, pero el instante pasó y todos cuantos me rodeaban se elevaron, lejos de mí, lejos de donde yo podía verlos y sentirlos.

Oscuridad. Quietud. Gente riendo y charlando como se hace por la noche.

Abrí los ojos. Alguien se apartó de mí como el agua se retira de la playa, con tanta fuerza que nada puede detenerla. Desapareció, fuera lo que fuese, desapareció.

Sentí miedo, pero estaba seco y arropado y era agradable estar en aquel lugar íntimo y oscuro. El cielo estaba tachonado de estrellas. La gente cantaba todavía y había luces moviéndose por doquier, lámparas y velas y fogatas junto a las tiendas. Yo estaba tapado y caliente y mi madre tenía su brazo encima de mí.

– ¿Qué he hecho? -pregunté.

– Te has caído al río. Estabas rezando y muy cansado. Por eso te has caído.

Había mucha gente alrededor y clamabas al Señor. Pero ahora estás aquí y enseguida te dormirás. Yo te he acostado. Cierra los ojos y mañana, cuando despiertes, comerás y repondrás fuerzas. Eres pequeño pero no lo bastante pequeño, y eres un chico grande pero no lo bastante grande aún.

– Pero estamos aquí, en casa -dije-. Y ha pasado algo.

– No -repuso ella.

Y lo decía en serio. Ella no lo comprendía. Me sonrió. Lo vi a la luz de la lumbre y noté el calor del fuego. Ella decía la verdad, como siempre. Más allá estaba Santiago, que ya dormía, y a su lado los hermanos pequeños de Zebedeo, y tantos otros. No me sabía los nombres de todos. El pequeño Simeón se había acurrucado junto al pequeño Judas. El pequeño José roncaba.