María, la mujer de Zebedeo, estaba hablando con María, la mujer de Cleofás, con frases rápidas y tono de preocupación, pero no pude oír lo que decía. Me di cuenta, eso sí, de que ahora eran amigas, y María, la egipcia, la esposa de Cleofás, gesticulaba con las manos, mientras la María de Zebedeo asentía con la cabeza.
Cerré los ojos. Los otros, la gran multitud, tan suaves como la manta, como el viento que huele a río, ¿dónde estaban? Algo se agitó en mi interior, fui tan consciente de ello como si una voz me hubiera dicho: «Esto no es lo más difícil.»
Fue sólo un instante. Luego volví a ser yo mismo.
Nuevas voces entonaron cánticos aquí y allá, y la gente que pasaba frente a nosotros iba cantando también. Yo me sentía feliz con los ojos cerrados.
– El Señor reinará eternamente -cantaban-, incluso tu Señor, Oh, Sión, sobre todas las generaciones. Loado sea el Señor.
Oí la voz de mi tía María, la esposa de Cleofás:
– No sé dónde está. Se ha ido junto al río, a cantar y charlar con los demás.
Primero hablan y luego se ponen a cantar.
– ¡Vela por él! -susurró mi madre.
– Pero si se ha recuperado bastante. Ya no tiene fiebre. Volverá cuando necesite echarse un rato. Si voy a buscarlo se enfadará. No pienso ir. ¿Qué sentido tiene? ¿De qué sirve tratar de decírselo todo? Cuando necesite venir, vendrá.
– Pero deberíamos cuidarle -insistió mi madre.
– ¿Acaso no sabes -le dijo mi tía Salomé- que eso es lo que él quiere? Si ha de morir, deja que muera discutiendo sobre reyes e impuestos, o sobre el Templo, y que sea en el Jordán, clamando al Señor. Deja que disfrute de sus últimas fuerzas.
Guardaron silencio.
Luego bajaron la voz y hablaron de cosas comunes, también de problemas, pero yo no quería oír nada. Bandidos por todas partes, aldeas en llamas.
Arquelao se había hecho a la mar rumbo a Roma. Si los romanos no estaban volviendo ya de Siria, pronto lo estarían. ¿No decían las señales de fuego lo que estaba pasando? Jerusalén entera se había amotinado. Me acurruqué junto a mi madre, aovillándome.
– Basta -la oí decir-. Las cosas no cambian.
Me fui adormilando
– ¡Ángeles! -dije de pronto en voz alta y abrí los ojos.
– Duérmete ya -dijo mi madre.
Me reí para mis adentros. Ella había visto un ángel antes de que yo naciera.
Un ángel había dicho a José que nos trajera aquí. Y ahora yo los había visto.
Los había visto pero sólo un momento. Menos que eso. Eran muchos, tan innumerables como las estrellas, y yo los había visto un instante, ¿verdad? ¿Qué aspecto tenían? Dejémoslo. Esto no es lo más importante.
Me volví y apoyé la cabeza en el blando petate. ¿Por qué no había prestado más atención a su aspecto? ¿Por qué no me había aferrado a su visión, por qué los había dejado marchar? ¡Porque lo cierto es que ellos estaban siempre allí!
Sólo tenías que ser capaz de verlos. Era como abrir una puerta o correr una cortina. Pero la cortina era gruesa y pesada. Tal vez ocurría también así con la cortina del sanctasanctórum, que era gruesa y pesada. Y la cortina podía caer, cerrarse, así de sencillo.
Mi madre había visto un ángel, el ángel le había hablado. Debió de apartarse de todos ellos, acercarse a mi madre para hablarle, pero ¿qué significaron sus palabras?
Quise llorar otra vez, pero me contuve. Estaba contento y triste a la vez, lleno de sentimiento como un vaso lo está de agua. Tan lleno que mi cuerpo se ovilló bajo las mantas, y entonces sujeté con fuerza la mano de mi madre.
Ella deslizó sus dedos entre los míos y se acostó a mi lado. Casi me dormí.
«Esta es la manera -pensé-. Sí, de este modo nadie puede saberlo. Por favor, nunca se lo digas a nadie. No, ni siquiera a la pequeña Salomé, ni siquiera a mi madre. No. Pero, Padre celestial, yo los vi, ¿no? Y descubriré lo que sucedió en Belén. Lo averiguaré todo.»
Regresaron, muchos de ellos, pero esta vez sólo sonreí y no abrí los ojos.
«Podéis venir, no haréis que me asuste ni que me despierte. Podéis venir, aunque seáis tantos que no existan cifras para vosotros. Venís del lugar donde no existen números. Venís de donde no hay ladrones, ni incendios, ni hombres alanceados. Venid, pero vosotros no sabéis lo que yo sé, ¿verdad? No, no lo sabéis. Pero ¿cómo lo sé yo?»
10
¿Qué fue de la paz de aquella noche? ¿Cuándo se hizo añicos?
A la mañana siguiente, el valle se pobló de los que huían de la sublevación.
Nos despertaron gritos y llantos. Las aldeas cercanas estaban en llamas.
Cargamos las bestias y pusimos rumbo al norte.
Primero seguimos el río, pero enseguida la vista de los incendios y el fragor de gritos nos empujó hacia el oeste, donde de nuevo vimos escaramuzas y gente que huía con bultos y niños en brazos.
Cruzamos a la otra orilla y encontramos el mismo panorama. El camino estaba abarrotado de gente desdichada que contaba entre lágrimas lo que habían hecho los bandidos y los reyezuelos, que habían caído sobre ellos para adueñarse del ganado y el oro, incendiando sus aldeas sin motivo. Mi miedo aumentó hasta arraigar en lo más profundo de mí, de manera que la felicidad me pareció nada más que un sueño, incluso a plena luz del día.
Perdí la cuenta de los días y no retenía los nombres de los pueblos y lugares por donde pasábamos. Una y otra vez nos detenían los bandidos. Se abrían paso entre la muchedumbre, gritando y maldiciendo, sin otro propósito que robar a todo el mundo. Nosotros nos apiñábamos y no decíamos nada.
Poco antes de caer la noche, montábamos nuestro campamento lejos de los poblados, que en su mayoría estaban desiertos o eran pasto de las llamas.
En un pueblo hubimos de escondernos mientras los bandidos prendían fuego a las casas. La pequeña Salomé empezó a llorar y fui yo quien la consoló. Yo, que había llorado tanto a las puertas de Jericó, ahora la abrazaba a ella y le decía que pronto estaríamos a salvo en casa. Silas y Leví querían enfrentarse a los hombres que nos abordaban, pero Santiago les repitió las serias advertencias de su padre de que guardásemos silencio y no intentásemos nada, puesto que ellos eran muy numerosos.
Después de todo, decían nuestros hombres, aquellos canallas portaban espadas y cuchillos. Mataban por capricho. Estaban sedientos de sangre. No había que caer en ninguna provocación.
A veces caminábamos bien entrada la noche mientras otros peregrinos montaban el campamento, y los hombres discutían, siempre con Cleofás en medio de todo. Tía María decía que él lo pasaba en grande teniendo a tanta gente nueva escuchando sus discursos. Además, ya no tenía más fiebre.
Yo procuraba mantenerme cerca para oír lo que decía. Y Cleofás no paraba de hablar del rey Herodes Arquelao sin hacer caso de las órdenes de José, y Alfeo también desistió de hacerle advertencias. Todo el mundo sabía que Arquelao había zarpado para Roma, pero también lo habían hecho otros hijos de Herodes, «los que habían tenido la suerte de sobrevivir», en palabras de Cleofás. Al parecer, el rey había asesinado a cinco de sus hijos varones, así como a innumerables hombres indefensos, a lo largo de sus más de treinta años de reinado.
Simón, el hermano de José, estaba callado, lo mismo que sus hijos y su hija. A ellos no les interesaban estas cosas. Tampoco a mi madre.
Cuando nos separamos de Zebedeo y de la prima más querida de mi madre, María Alejandra, hubo muchas lágrimas porque «las tres Marías» ya no volverían a estar juntas hasta la próxima fiesta en Jerusalén y, dada la actual situación, nadie podía asegurar cuándo sería seguro ir.
– Y no olvidemos a Isabel -dijeron entre sollozos-, sola en el mundo y con el pequeño Juan viviendo con los Esenos.
Y aunque se habían separado de ella hacía mucho tiempo, volvieron todas a llorar otra vez. Lloraron por personas que yo no conocía y luego Zebedeo y los suyos montaron en sus bestias para dirigirse al mar de Galilea y Cafarnaum. Yo también quería ir a ese mar. Deseaba verlo con toda mi alma.