Cleofás se acostó a mi lado.
– Nada cambia -dijo.
– ¿Cómo puedes decir eso? -repuse-. Vayamos donde vayamos, está cambiando.
Anhelé que cesaran aquellos gritos. Y casi lo hicieron. Más llamas. Las llamas me daban miedo.
Un cántico entonado a gritos fue acercándose cada vez más. Era una mujer quien los profería. Pensé que cesaría, pero no fue así. Y con los gritos me llegó también sonido de pasos, primero tenues y luego fuertes, gente corriendo.
Una voz de hombre resonó en la oscuridad exclamando palabras horribles, palabras llenas de odio y maldad, mientras la mujer seguía gritando. Llamó ramera en griego a la mujer, dijo que la mataría cuando la atrapara, y de su boca salieron terribles juramentos, palabras que yo nunca había oído pronunciar.
Nuestros hombres se levantaron. Yo los imité.
De pronto los pasos de la mujer sonaron muy cerca, afanándose cuesta arriba. Respiraba jadeando y ya no podía gritar.
Cleofás corrió hacia ella, seguido de José y los otros hombres, y alcancé a distinguir que le tendían las manos cuando su silueta apareció, agitando los brazos contra el cielo furibundo. Rápidamente la hicieron agacharse y la escondieron entre nuestras mantas. Se quedaron quietos. Yo la oía respirar, y también toser y sollozar, mientras las mujeres le ordenaban que callara como si fuera una niña.
Yo estaba de pie, y Santiago detrás de mí.
Recortado contra el fondo del incendio vi aparecer al perseguidor. Se detuvo. Era una silueta grande y negra como las rocas que nos rodeaban.
Estaba ebrio. Noté que olía a vino y que meneaba la cabeza.
Llamó a la mujer empleando epítetos obscenos, palabras que yo sólo había oído ocasionalmente en el mercado, y palabras que sabía que jamás debían ser dichas.
Luego se quedó callado.
La noche entera enmudeció; sólo se oía la bronca respiración del desconocido, y el ruido que hacía al tambalearse sobre el suelo.
La mujer soltó un grito ahogado.
Al oírlo, el hombre rió y fue directo hacia mi padre y mis tíos, quienes lo sujetaron. Fue una mole de oscuridad apresando otra masa de oscuridad. La noche se llenó de sonidos sordos pero contundentes.
Se dirigieron colina arriba, todos ellos, y ahora me pareció que eran muchos; quizás iban también los dos hijos de Alfeo; todo sucedió muy deprisa y los sonidos se repetían. Yo sabía qué los producía: estaban apaleando al hombre. Y él había dejado de maldecir e insultar. Nadie decía nada, salvo las mujeres que hacían callar a la perseguida.
De pronto, desaparecieron de mi vista. No sé por qué me había quedado allí quieto. Me levanté dispuesto a seguirlos.
– No -dijo mi hermano Santiago. La mujer dijo en sollozos:
– Soy viuda y estoy sola, sola con mi esclava. Mi esposo no lleva muerto ni dos semanas y vienen todos a mí como langostas. ¿Qué voy a hacer? ¿Adonde puedo ir? Han quemado mi casa. Se lo llevaron todo. Son la hez de las heces. Y mi hijo cree que pelean por la libertad. Os aseguro que es la peor de las chusmas. Arquelao está en Roma, los esclavos matan a sus amos y todo el orbe está en llamas.
La mujer continuó lamentándose de esa guisa. Yo no veía nada. Tampoco oía a los hombres. Me palpé todo el cuerpo.
– ¿Qué le están haciendo? -le pregunté a Santiago. Apenas si podía verle por un tenue reflejo en sus ojos.
Abajo en el valle, las llamas se habían extinguido pero el incendio seguía activo.
– No digas nada. Ve a acostarte -me dijo.
– Mi casa -dijo la mujer, transida de pena-, mi granja, mi pobre niña Riba; si la encuentran la matarán. Eran muchos, demasiados. Seguro que la matan, seguro que la matan.
Las mujeres la consolaron como nos consolaban a nosotros cuando estábamos tristes, más con sonidos que con palabras.
– Vuelve a la cama -repitió Santiago.
Era mi hermano mayor y yo tenía que obedecerle. La pequeña Salomé sollozaba, medio dormida.
Me acerqué para calmarla y le di un beso. Ella entrelazó sus dedos con los míos y poco a poco se durmió otra vez.
Estuve en vela hasta que los hombres regresaron.
Cleofás vino a tumbarse a mi lado. A todo esto, los pequeños Judas y Simeón dormían como si nada hubiera pasado. A los niños, en cuanto pillan el sueño, no hay nada que los despierte. Todo estaba en silencio. Ni siquiera las mujeres hacían ruido.
Cleofás empezó a susurrar en hebreo pero no lo entendí. Los otros hombres cuchicheaban quedamente. Las mujeres hablaban en voz tan baja que parecían estar rezando.
Yo sí recé.
No pude pensar en la pobre niña, la que había quedado allá abajo en la casa incendiada. Recé por ella sin pensar en ella. Y, entretanto, me venció el sueño.
11
Cuando desperté, antes de decir nada contemplé el cielo azul y los árboles.
Nazaret: tierra de árboles y campos.
Me levanté y dije mis oraciones con los brazos extendidos.
– «Oye, Oh, Israel, el Señor nuestro Dios es Uno… Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas.»
Estaba contento.
Entonces recordé los sucesos de la noche.
Los hombres estaban volviendo de la casa de aquella mujer desdichada, o eso me dijeron las mujeres.
Ella estaba con nosotros y aquí venía ahora la esclava, que no estaba muerta, con su velo y su túnica, llorando, acompañada de Cleofás, que la ayudaba a subir la cuesta.
La mujer gritó y corrió hacia ella.
Los hombres traían fardos con pertenencias de la casa. Y también una vaquilla, una vaquilla grande y lenta de ojos asustados, tirando de la soga que la sujetaba.
Hablaron en griego, la mujer y la esclava, y se abrazaron. Para dirigirse a nuestra familia, la mujer habló en nuestra lengua. Nuestras mujeres rodearon a las recién llegadas y las abrazaron y consolaron.
Bruria, se llamaba la mujer, y la esclava Riba era como una hija para ella.
Ahora estaba dando gracias al cielo de que Riba estuviera sana y salva.
Por fin nos unimos a la caravana y seguimos camino de Nazaret.
Bruria contó que los bandidos se habían apropiado de casi todas sus posesiones: sedas, vajilla, grano, odres y todo aquello que habían podido llevarse. Después habían quemado la finca, incluso los olivos. Pero no encontraron el tesoro escondido en un túnel bajo la casa. De ese modo, Bruria recuperó su oro, que era todo lo que su marido le había dejado al morir. Riba se había ocultado en el túnel, lo que la salvó de los bandidos.
Mientras avanzábamos hacia Nazaret, supe que las dos mujeres se quedarían con nosotros.
Bruria también tenía otras noticias.
No sólo había ardido Jericó sino otro de los palacios de Herodes, el de Amathace. Y los romanos no podían contener a los árabes, que en su marcha incendiaban aldea tras aldea.
Pero los hombres de la noche anterior eran vulgares borrachos, dijo Bruria.
Por su parte, Riba dijo que había conseguido meterse en el túnel por los pelos.
Mientras nos contaban todo eso, las dos mujeres caminaban sin dejar de sollozar.
Un túnel bajo la casa. Yo nunca había visto un túnel debajo de una casa.
– Si no hay rey, no hay paz -dijo Bruria, que era hija de Hezekiah, hijo a su vez de Caleb, y procedió a nombrar a todos sus antepasados y los de su esposo.
Los hombres la escuchaban con interés. Al oír tal o cual nombre, había murmullos y asentimientos de cabeza. Los hombres no miraban a la esclava, pero no se apartaban mucho de ambas mujeres y estaban expectantes, con el oído aguzado.
– Judas hijo de Ezequeías, ése es el rebelde -dijo Bruria-. El viejo Herodes lo encarceló, pero no lo hizo ejecutar, lo cual habría sido mejor. Ahora está sublevando a los jóvenes. Tiene su sede en Séforis. Se apoderó del arsenal.
Pero los romanos ya están viniendo de Siria. Lloro por Séforis. Todo aquel que no quiera morir debería escapar cuanto antes de Séforis.