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– Es Judas hijo de Ezequeías -dijo Alfeo-. Seguramente habrá terminado con Séforis y viene de camino.

Bruria rompió a llorar y Riba también. Mi madre trató de consolarlas.

José lo meditó y luego dijo:

– Sí, el Señor velará por nosotros, llevas razón. Iremos a Nazaret. No veo que ocurra nada malo allí, y tampoco en el trecho que nos falta por cubrir.

Empezamos a descender hacia el valle y pronto estuvimos entre hileras de árboles frutales y extensos olivares. Los campos eran los mejores que yo había visto nunca. Avanzábamos despacio y los niños no teníamos permiso para corretear o alejarnos.

Estaba tan ansioso por ver Nazaret y tan lleno de dicha por encontrarme allí que tuve ganas de ponerme a cantar, pero nadie cantaba. Para mis adentros, dije: «Loado sea el Señor, que cubrió los cielos de nubes, que preparó la lluvia para la tierra, que hizo la hierba para que creciera en los montes.»

El camino era pedregoso e irregular, pero el viento soplaba suave. Vi árboles repletos de flores y pequeñas torres sobre unos promontorios, pero en los campos no había ni un alma.

No había nadie en ninguna parte. Y tampoco ovejas ni otro tipo de ganado.

José nos dijo que apretáramos el paso, e hicimos lo que pudimos. Pero no resultó fácil con mi tía María, que de pronto había enfermado, como si Cleofás le hubiese transmitido el mal. Tirábamos de los burros y nos turnábamos para llevar al pequeño Simeón, que pataleaba y lloraba reclamando a su madre.

Finalmente empezamos a subir la cuesta de Nazaret. Supliqué ir en cabeza y adelantarme, y lo mismo hizo Santiago, pero José dijo que no.

Nazaret era un pueblo desierto.

Una calle ancha colina arriba con callejuelas a ambos lados y casas blancas, algunas de dos y tres plantas, y muchas con patios descubiertos, y todo silencioso y vacío como si allí no viviera nadie.

– Démonos prisa -dijo José con semblante sombrío.

– ¡Pero qué pasa para que todo el mundo se esconda de esta manera! -dijo Cleofás en voz baja.

– No hables. Vamos -dijo Alfeo.

– ¿Dónde se han escondido? -preguntó la pequeña Salomé.

– En los túneles. Seguro que están en los túneles -dijo mi primo Silas. Su padre le ordenó callar.

– Dejad que me suba yo al tejado más alto -propuso Santiago-. Echaré un vistazo.

– Adelante -dijo José-, pero procura que nadie te vea, y regresa cuanto antes.

– ¿Puedo ir con él? -imploré. La respuesta fue no.

Silas y Leví hicieron pucheros por no poder ir con Santiago.

José nos hizo correr colina arriba.

Nos detuvimos en la calle principal, a media cuesta. Entonces supe que nuestro viaje había tocado a su fin.

Era una casa grande, mucho más de lo que yo imaginaba, muy vieja y destartalada. Hacía falta enyesar y limpiar, y cambiar el entramado de madera podrida que sostenía las enredaderas. Pero era una casa para muchas familias, como nos habían explicado, con un establo en un amplio patio y tres plantas.

Las habitaciones se extendían a cada lado del patio, con un tejado que daba sombra todo alrededor. La higuera más grande que había visto en mi vida adornaba el patio.

Era una higuera encorvada, de ramas retorcidas que llegaban hasta las viejas piedras del patio formando un frondoso techo de hojas muy verdes.

Al pie del árbol había unos bancos. Las enredaderas se encaramaban al muro que daba a la calle, formando un pórtico.

Era la casa más bonita que yo nunca había contemplado.

Después de la populosa calle de los Carpinteros, después de las habitaciones donde mujeres y hombres dormían hacinados entre bebés que no cesaban de berrear, aquello me pareció un palacio.

Sí, tenía una débil techumbre de adobe, así como manchas de humedad en las paredes y agujeros donde anidaban palomas -los únicos seres vivos en todo el pueblo-, y el empedrado del patio estaba muy gastado. Y dentro probablemente habría suelos de tierra prensada; también los teníamos en Alejandría. Nada de eso me preocupó.

Pensé en toda nuestra familia ocupando la casa. Pensé en la higuera, en las enredaderas con sus florecitas blancas. Canté silenciosamente en acción de gracias al Señor. Y ¿dónde estaba la habitación en que el ángel se había aparecido a mi madre? ¿Dónde? Tenía que saberlo.

Todos estos pensamientos acudieron a mí en un instante.

Entonces oí un sonido, un sonido tan aterrador que borró de un plumazo todo lo demás: caballos. Caballos entrando en el pueblo. Ruido de cascos y también de hombres gritando cosas en griego que no logré entender.

José miró a un lado y a otro con ansiedad.

Cleofás susurró una plegaria y le dijo a María que metiera a todos en la casa.

Pero antes de que ella pudiera moverse, una voz autoritaria ordenó en griego que todo el mundo saliera de las casas. Mi tía se quedó inmóvil como si se hubiera convertido en piedra. Incluso los más pequeños enmudecieron.

Llegaban más jinetes. Entramos en el patio. Teníamos que apartarnos de su camino, pero no pudimos ir más lejos.

Eran soldados romanos, y llevaban cascos de guerra y lanzas.

En Alejandría yo siempre veía soldados romanos yendo y viniendo por todas partes, en desfiles y con sus mujeres en el barrio judío. Incluso mi tía María, la egipcia, mujer de Cleofás, que estaba con nosotros ahora, era hija de un soldado romano judío, y sus tíos eran soldados romanos.

Pero aquellos hombres no se parecían a nada de lo que yo había visto.

Aquellos hombres venían sudorosos y cubiertos de polvo, y miraban con dureza a derecha e izquierda.

Eran cuatro. Dos esperaban a los otros dos, que bajaban la cuesta. Luego se reunieron los cuatro delante de nuestro patio y uno gritó que nos quedáramos allí.

Refrenaron sus caballos, pero los caballos piafaban y echaban espuma, y no paraban de moverse inquietos. Eran demasiado grandes para la calle.

– Vaya, vaya -dijo uno de los hombres, en griego-. Parece que sois los únicos que vivís en Nazaret. Tenéis todo el pueblo para vosotros solos. Y nosotros a toda la población reunida en un solo patio. ¡Estupendo!

Nadie dijo palabra. La mano de José en mi hombro casi me hacía daño.

Todos nos quedamos quietos.

Entonces el que parecía el jefe, haciendo señas a sus camaradas de que callaran, avanzó como mejor pudo a lomos de su nerviosa montura.

– ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa? -espetó.

Otro bramó:

– ¿Algún motivo para que no os crucifiquemos como a la otra chusma que encontramos por el camino?

Silencio. Y entonces, José habló con voz suave.

– Señor -dijo en griego-, venimos de Alejandría. Ésta es nuestra casa, pero no sabemos nada de lo que está pasando. Acabamos de llegar y nos hemos encontrado el pueblo vacío. -Señaló hacia los burros con sus canastos, mantas y bultos-. Venimos cubiertos del polvo del camino, señor. Estamos a vuestro servicio.

Tan larga respuesta sorprendió a los romanos, y el jefe avanzó con su caballo, entrando en el patio y haciendo retroceder de miedo a nuestras bestias. Nos miró a todos, a nuestros fardos, a las mujeres y a los pequeños.

Pero, antes de que pudiera hablar, el otro soldado dijo:

– ¿Por qué no nos llevamos dos y dejamos el resto? No tenemos tiempo para mirar en todas las casas. Elige dos y larguémonos de aquí.

Mi tía y mi madre gritaron al unísono, aunque al punto se contuvieron. La pequeña Salomé rompió a llorar y el pequeño Simeón se puso a berrear, aunque dudo que supiera por qué. Oí a mi tía Esther murmurar algo en griego, pero no entendí las palabras.

Yo estaba tan asustado que casi no podía respirar. Habían dicho «crucificar», y yo sabía qué era una crucifixión. Lo había visto cerca de Alejandría, pero sólo con miradas rápidas porque jamás había que quedarse presenciando una crucifixión. Clavado a una cruz, despojado de toda la ropa y miserablemente desnudo en su muerte, un crucificado era una visión horrible y vergonzosa. Sentí pánico.