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Todos inclinamos la cabeza.

La anciana habló y el jefe se detuvo para oír sus palabras:

– «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te otorgue su gracia; que el Señor vuelva hacia ti su rostro y te dé la paz.» El jefe se la quedó mirando un momento mientras los caballos piafaban en el polvo.

Luego asintió con la cabeza y sonrió.

Y, tal como habían venido, se fueron, con mucho ruido y estrépito. Y Nazaret quedó tan vacío como lo estaba antes de su llegada.

Nada se movía salvo las florecitas y las hojas de las enredaderas. Y los retoños de la higuera, de un verde tan brillante. Sólo se oía el arrullo de las palomas y el suave canto de otros pájaros.

José se dirigió a Santiago en voz queda.

– ¿Qué has visto desde los tejados?

– Cruces y más cruces -dijo el pequeño- a ambos lados del camino a Séforis. No he distinguido a los hombres, pero sí las cruces. No sé cuántas habrá. Quizás hay unos cincuenta crucificados.

– Bien, el peligro ha pasado -dijo José, y todo el mundo empezó a moverse y a hablar a la vez.

Las mujeres rodearon a la anciana y tomaron sus manos para cubrirla de besos, indicándonos por gestos que hiciéramos lo mismo.

– Esta es la vieja Sara -dijo mi madre-, la hermana de la madre de mi madre. Venid todos a saludar a la vieja Sara -nos dijo a los niños-. Dejadme que os la presente.

Sus ropas eran suaves, a pesar del polvo, y sus manos menudas y arrugadas como su rostro. Tenía los ojos hundidos en profundas arrugas, pero le brillaban.

– Jesús hijo de José -dijo la anciana-. Y mi Santiago, venid, dejad que me ponga debajo del árbol, venid, niños, venid todos, quiero veros uno por uno.

Ah, y deja que tome a ese bebé en brazos.

Yo había oído hablar mucho de Sara. Desde siempre habíamos leído cartas de ella. Aquella anciana era el punto de confluencia entre la familia de mi padre y la de mi madre. Yo no recordaba todos los vínculos, pese a que me los habían repetido muchas veces. No obstante, sabía que era verdad.

De modo que nos congregamos bajo la higuera y yo me senté a los pies de la vieja. Había luz y manchas de sombra, y corría un aire límpido y casi tibio.

Tan gastadas estaban aquellas piedras que apenas mostraban ya señales de las herramientas del albañil, y eran piedras grandes. Me encantaron las enredaderas con sus flores blancas, que la brisa mecía. Allí había espacio y las cosas eran más suaves, o eso me pareció, que allá en Alejandría.

Los hombres fueron a ocuparse de las bestias y los chicos mayores estaban entrando los fardos en la casa. Yo quería ir a ayudar, pero también quería escuchar a la vieja Sara.

Mi madre le puso al pequeño Judas en el regazo mientras le contaba la historia de Bruria y su esclava Riba, y éstas dijeron que serían nuestras siervas para siempre y que hoy mismo se encargarían de preparar la comida, y que cuidarían de todos nosotros si les decíamos qué cosas utilizar y dónde encontrarlas. Todo el mundo hablaba a mi alrededor.

En cuanto al resto del pueblo, la gente estaba escondida efectivamente en los túneles subterráneos, dijo la vieja Sara, y algunos habían huido a las cuevas.

– Yo soy demasiado vieja para arrastrarme por un túnel -dijo-, y a los ancianos nunca los matan. Recemos para que no regresen.

– Los hay a millares -dijo Santiago, que había podido verlos desde los tejados.

– ¿Puedo subir al tejado a mirar? -pregunté a mi madre.

– Ve a ver al viejo Justus -dijo Sara-. Está en la cama y no puede moverse.

Entramos en la casa, la pequeña Salomé, Santiago y yo, y los dos primos hijos de Alfeo. Cruzamos cuatro habitaciones seguidas antes de encontrarlo.

Su cama estaba separada del suelo y una lámpara encendida despedía perfume. José estaba allí con él, sentado en un taburete junto a la cama.

Justus levantó una mano e intentó incorporarse, pero no pudo. José le fue diciendo nuestros nombres, pero el viejo sólo me miró a mí. Se tumbó de espaldas y vi que no podía hablar. Cerró los ojos.

Del viejo Justus también habíamos hablado, sí, pero él nunca escribía. Era más viejo todavía que Sara, y tío suyo. Pariente, además, de José y de mi madre, igual que Sara. Pero, una vez más, yo no habría podido distinguir los vínculos de su parentesco como mi madre que sí podía.

En la casa olía a comida, a pan recién horneado y a potaje de carne. Esto lo había preparado la vieja Sara en el brasero.

Aunque lucía un sol radiante, los hombres nos hicieron entrar a todos.

Atrancaron bien las puertas, incluso las del establo donde estaban los animales (no había otros que los nuestros), y encendieron las lámparas. Nos sentamos en la penumbra. Hacía calor, pero no me importó. Las alfombras eran gruesas y suaves, y yo sólo pensaba en la cena.

Oh, sí, me moría de ganas de ver los campos y los árboles, y correr arriba y abajo de la calle y conocer a la gente del pueblo, pero todo eso habría de esperar hasta que los graves problemas hubieran terminado.

Aquí, juntos, estábamos a salvo. Las mujeres ajetreadas, los hombres jugando con los pequeños, y la lumbre del brasero despidiendo un bonito fulgor.

Las mujeres sacaron higos secos, uvas con miel, dátiles y aceitunas maceradas y otras cosas buenas que habíamos traído desde Egipto, y eso, sumado al espeso potaje de cordero y lentejas -cordero de verdad- y el pan fresco, fue todo un festín.

José bendijo el vino mientras bebíamos:

– Oh, Señor del universo, creador del vino que ahora bebemos, del trigo para hacer el pan que comemos, te damos gracias por estar finalmente en casa sanos y salvos, y líbranos del mal, amén.

Si había alguien más en el pueblo, no lo sabíamos. La vieja Sara nos dijo que tuviésemos paciencia, además de fe en el Señor.

Después de la cena, Cleofás se acercó a tía Sara, se inclinó y le besó las manos, y ella le besó la frente.

– ¿Qué sabes tú de dioses y diosas que beben néctar y comen ambrosía? -bromeó él.

Los otros hombres rieron un poco.

– Ya que te pica la curiosidad, mira en las cajas de pergaminos cuando tengas tiempo -respondió ella-. ¿Crees que mi padre no leía a Homero? ¿O a Platón? ¿Crees que él nunca les leía a sus hijos por la noche? No creas que sabes más que yo.

Los otros hombres fueron acercándose para besarle las manos. Me sorprendió que hubieran tardado tanto en decidirse a hacerlo, y que ninguno tuviera palabras de agradecimiento por lo que había hecho.

Cuando mi madre me acostó en la habitación con los hombres, le pregunté por qué no le habían dado las gracias. Ella frunció el entrecejo, meneó la cabeza y me susurró que no hablara de ello. Una mujer había salvado la vida de unos hombres.

– Pero si tiene muchos pelos grises -dije.

– Sigue siendo una mujer -replicó mi madre-, y ellos son hombres.

Por la noche me desperté llorando.

Al principio no supe dónde me encontraba. No veía nada. Mi madre estaba cerca y también mi tía María, y Bruria me estaba hablando. Recordé que estábamos en casa. Los dientes me castañeteaban pero no tenía frío. Santiago se acercó y me dijo que los romanos se habían ido. Habían dejado soldados vigilando las cruces, la rebelión estaba casi sofocada, pero el grueso del ejército había partido.

Me pareció que hablaba con mucha seguridad. Se acostó junto a mí y me rodeó con un brazo.

Deseé que fuera de día. Seguramente el miedo desaparecería cuando saliera el sol. Sollocé en silencio.

Mi madre me canturreó quedamente:

– Es el Señor quien otorga la salvación incluso a los reyes, es el Señor quien libró al mismo David de la odiosa espada; que nuestros hijos crezcan como crecen las plantas y que nuestras hijas sean piedras angulares, pulidas como las del palacio… Dichosa la persona cuyo Dios es el Señor.

Tuve sueños.

Cuando empezó a clarear abrí los ojos y vi amanecer por la puerta que daba al patio. Las mujeres ya estaban levantadas. Salí antes de que nadie pudiera impedírmelo. El aire era agradable y casi caliente.