– Así es. Y también en todas partes. -Seguí contemplando el imponente edificio.
– ¿Por qué insistes? -preguntó ella. Me encogí de hombros.
– Sabes que es verdad. El Señor está aquí, ahora mismo, contigo y conmigo. El Señor siempre está con nosotros.
Ella rió, y yo también.
Las fogatas creaban una bruma ante nuestros ojos, y todo aquel bullicio, paradójicamente, aclaró mis pensamientos: Dios está en todas partes y también en el Templo.
Mañana entraríamos al recinto. Mañana pisaríamos el patio interior.
Mañana, y luego los hombres recibirían la primera rociada de la purificación mediante la sangre de la vaquilla como preparativo para el banquete de Pascua, que comeríamos todos juntos en Jerusalén para celebrar la salida de Egipto de nuestro pueblo hacía muchos, muchos años. Yo estaría con los niños y las mujeres, pero Santiago estaría con los hombres. Cada cual miraría desde su lugar, pero todos estaríamos dentro de los muros del Templo. Cerca del altar donde serían sacrificados los corderos pascuales; cerca del sagrario al que sólo tenía acceso el sumo sacerdote.
Supimos de la existencia del Templo desde que tuvimos edad para entender. Supimos de la existencia de la Ley de Moisés antes incluso de saber nada más. José, Alfeo y Cleofás nos la habían enseñado en casa, y luego el maestro en la escuela. Conocíamos la Ley de memoria.
Sentí una paz interior en medio de todo el bullicio de Jerusalén. La pequeña Salomé parecía sentirla también. Nos quedamos allí sin hablar ni movernos, y ni las risas ni las charlas ni los llantos de los bebés, ni la música siquiera, nos afectaron durante un largo rato.
Después, José vino a buscarnos y nos llevó de nuevo con la familia.
Las mujeres estaban regresando con comida que habían comprado. Era hora de reunirse todos y hora de rezar.
Por primera vez vi un gesto de preocupación en José cuando miró a Cleofás, que seguía discutiendo con su esposa por el agua, negándose a bebería. Lo miré y supe que Cleofás no sabía lo que decía. Su cabeza no funcionaba bien.
– ¡Ven a sentarte a mi lado! -me llamó.
Así lo hice, a su derecha. Estábamos todos muy juntos. La pequeña Salomé se sentó a su izquierda.
Cleofás estaba enfadado, pero no con ninguno de los presentes. De repente preguntó cuándo llegaríamos a Jerusalén. ¿No se acordaba nadie de que íbamos a Jerusalén? Todo el mundo se asustó al oírlo.
Mi tía ya no pudo aguantar más y levantó las manos al cielo. La pequeña Salomé se quedó muy callada, observando a su padre.
Cleofás miró en derredor y se dio cuenta de que había dicho algo extraño.
Y al punto volvió a ser el de siempre. Cogió el vaso y bebió el agua. Inspiró hondo y luego miró a su esposa, que se le acercó. Mi madre fue con ella y la rodeó con el brazo. Mi tía necesitaba dormir, eso estaba claro, pero no podía hacerlo ahora.
La salsa, recién sacada del brasero, estaba muy caliente, lo mismo que el pan. Yo me moría de hambre.
Era el momento de la bendición. La primera oración que decíamos juntos en Jerusalén. Incliné la cabeza. Zebedeo, que era el mayor de todos, dirigió la plegaria en nuestra lengua, y las palabras me sonaron un poco distintas.
Después, mi primo Juan, hijo de Zacarías, me miró como si estuviera pensando algo muy importante, pero no dijo nada.
Por fin empezamos a mojar el pan. Estaba muy sabroso; no sólo había salsa sino un espeso potaje de lentejas y alubias cocidas con pimiento y especias. Y había también higos secos para compensar su fuerte sabor, y a mí me encantó.
No pensaba en otra cosa que en la comida. Cleofás se había animado a comer un poco, lo cual alegró a todos.
Era la primera cena buena desde que habíamos salido de Alejandría. Y era abundante. Comí hasta quedar ahíto.
Después, Cleofás quiso hablar conmigo e hizo que los demás se alejaran.
Tía María volvió a gesticular su desespero y se fue a descansar un rato, mientras tía Salomé se ocupaba del pequeño Santiago y los otros niños. La pequeña Salomé ayudaba con la recién nacida Esther y el pequeño Zoker, a quienes quería mucho.
Mi madre se acercó a Cleofás.
– ¿Qué quieres decirle? -le preguntó, sentándose a su izquierda, no muy pegada a él pero sí cerca-. ¿Por qué quieres que os dejemos solos? -lo dijo de un modo amable, pero algo la preocupaba.
– Tú vete -le dijo Cleofás. Parecía ebrio pero no lo estaba. Había bebido menos vino que nadie-.Jesús, acércate para que pueda hablarte al oído.
Mi madre se negó a irse.
– No lo tientes -le dijo.
– ¿A qué viene eso? -repuso Cleofás-. ¿Crees que he venido a la Ciudad Santa para tentar a mi sobrino? -Y me acercó tirando de mi brazo. Sus dedos quemaban-. Voy a decirte algo -empezó susurrándome-. Que no se te olvide. Llévalo en tu corazón junto con la Ley de Moisés, ¿me oyes? Cuando ella me contó que había venido el ángel, yo la creí. ¡Se le había aparecido un ángel!
El ángel, sí, el ángel que había bajado a Nazaret. Se le había aparecido a mi madre. Era lo que Cleofás había dicho en el barco. Pero ¿qué significaba?
Mi madre lo miró fijamente. La cara de Cleofás estaba húmeda y sus ojos desorbitados. Tenía fiebre.
– La creí -repitió-. Soy su hermano, ¿no? Ella tenía trece años y estaba prometida a José, y te aseguro que en ningún momento se alejó de la casa, nadie pudo haber estado con ella sin que lo viéramos, ya sabes a qué me refiero, hablo de un hombre. No había ninguna posibilidad, y yo soy su hermano. Recuerda mis palabras. Yo la creí. -Se reclinó en la pila de ropa que había a su espalda-. Era una niña virgen, una muchacha al servicio del Templo de Jerusalén para tejer el gran velo con las otras elegidas, y luego en casa vigilada por nosotros.
Se estremeció. Miró a mi madre largamente. Ella apartó la vista y se alejó, pero no demasiado. Se quedó de espaldas a nosotros, cerca de nuestra prima Isabel que nos estaba observando. No supe si ella había oído algo.
Me quedé quieto y miré a Cleofás. Su pecho subía y bajaba con cada estertor, y volvió a estremecerse. Mi mente iba reuniendo todos los datos a fin de sacar algún sentido a lo que acababa de decir. Era la mente de un niño que había crecido durmiendo en la misma habitación con hombres y mujeres, a la que daban otras habitaciones, y que también había dormido en el patio al aire libre con los hombres y las mujeres en plena canícula, viviendo siempre cerca de ellos y ellas, oyendo y viendo muchas cosas. No cesaba de pensar, pero no conseguía entender lo que Cleofás me había dicho.
– Recuerda lo que acabo de decirte. ¡Yo la creí! -insistió.
– Pero no estás del todo seguro, ¿verdad? -pregunté en voz baja.
Abrió desmesuradamente los ojos y su expresión cambió, como si acabara de despertar de la fiebre.
– Y José tampoco lo está, ¿verdad? -añadí-. Y por eso nunca yace con ella.
Mis palabras se habían adelantado a mis pensamientos. Lo que dije me sorprendió a mí tanto como a él. Noté un súbito escalofrío y un escozor por todo el cuerpo. Pero no intenté retractarme de mis palabras.
Cleofás se incorporó un poco, su cara pegada casi a la mía.
– Es justo lo contrario -resolló-. Nunca la toca porque sí la cree. ¿No lo entiendes? ¿Cómo podría tocarla después de aquello? -Empezó a reír de aquella manera solapada-. ¿Y tú? ¿Tienes que crecer antes de cumplir las profecías? Sí, sin duda. ¿Y tienes que ser niño antes de llegar a hombre? Por supuesto. -Su mirada cambió como si hubiera dejado de ver cosas delante de él. Jadeó de nuevo-. Así ocurrió con el rey David. Una vez ungido, volvió a ser pastor de sus rebaños, ¿recuerdas? Hasta que Saúl mandó llamarlo. ¡Hasta que el buen Dios decidió llamarlo! ¡Eso es lo que confunde a todos! ¡Que tú tengas que crecer como cualquier niño! Y la mitad del tiempo no saben qué hacer contigo. Y sí, ¡claro que estoy seguro! ¡Siempre lo he estado!