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Francois Mauriac

El Mico

Titulo originaclass="underline" Le sagouin

Traductor: Susana Beatriz Newton

1

– ¿Por qué dices que sabes tu lección? ¿No ves que no la sabes?… ¿La has aprendido de memoria? ¿Seguro?

Sonó una bofetada.

– Sube a tu cuarto. Que no te vea hasta la cena.

El niño se llevó la mano a la mejilla, como si tuviera la mandíbula fracturada:

– ¡Oh! ¡Ay, ay! ¡Me ha lastimado! (Anotaba un punto a su favor y tomaba ventaja.) Le diré a Mamie…

Paule asió con rabia el brazo endeble de su hijo y le propinó una segunda bofetada.

– ¿A Mamie? ¿Y ésta? ¿Irás a quejarte de ella a papá? ¡Vamos…, ve!

Lo empujó hacia el corredor, cerró la puerta y la abrió de nuevo para arrojarle su libro y sus cuadernos. Siempre llorando, Guillaume se agachó y los recogió. Después, de golpe, el silencio; apenas un sollozo en la sombra. ¡Por fin quedaba libre!

Ella escuchaba el ruido decreciente de la carrera. No iría, seguramente, al dormitorio de su padre en busca de un refugio. Y puesto que en ese mismo momento su abuela -su "Mamie"- estaba haciendo gestiones para conseguir un preceptor, iría a la cocina para hacerse compadecer por Fräulein. Ya debía estar "lamiendo una cacerola" bajo la mirada enternecida de la austríaca. "Ya lo estoy viendo…" Lo que Paule veía, cuando pensaba en su hijo, eran sus piernas patizambas, sus muslos descarnados, los calcetines caídos sobre los zapatos. No reparaba en los ojos rasgados color de moras de ese pequeño ser salido de su seno, pero en cambio odiaba esa boca siempre abierta de niño que respira mal, ese labio inferior un poco caído, mucho menos que el de su padre, pero que bastaba para recordarle a Paule una boca detestada.

La rabia refluía en ella. ¿La rabia o quizá, simplemente, la exasperación? Pero no es tan fácil discernir la exasperación del odio. Volvió a su dormitorio, se detuvo un instante delante del espejo del armario. Cada otoño volvía a usar su blusa de lana verdosa; el escote era demasiado ancho. Y esas manchas habían reaparecido a pesar del lavado. La falda de color castaño, salpicada de barro, tenía la parte delantera ligeramente levantada, como si Paule estuviera encinta. Sin embargo, ¡Dios sabía!…

Pronunció a media voz: "La baronesa de Cernes. La baronesa Galeas de Cernes. Paule de Cernes…" Una sonrisa distendió sus labios sin iluminar ese rostro bilioso invadido por el bozo (los muchachos de Cernes se burlaban de las patillas de la señora Galeas). Reía sola al pensar en la joven que había sido y que, trece años antes, delante de otro espejo se alentaba a sí misma para dar el paso, repitiendo esas mismas palabras: "El barón y la baronesa Galeas de Cernes… El señor Constant Meuliére, ex alcalde de Burdeos, y la señora Meuliére tienen el placer de participar a usted el casamiento de su sobrina Paule Meuliére con el barón Galeas de Cernes".

Ni su tío, ni su tía, aunque impacientes por deshacerse de ella, la habían impulsado a esa locura; hasta la habían puesto en guardia. ¿Quién, pues, le habría enseñado en el Liceo a venerar los títulos? ¿A qué impulso había cedido? Hoy se sentía incapaz de definirlo. Tal vez la curiosidad, el deseo de forzar la entrada en un medio prohibido… Jamás había olvidado a ese grupo de niños nobles en el jardín público, los Curzay, los Pichon-Longueville, con los que era imposible jugar. La sobrina del alcalde en vano daba vueltas alrededor de las orgullosas niñas. "Mamá nos prohibe jugar con usted…" La joven, sin duda, había querido vengar a la niña. Creía que ese casamiento era una puerta abierta hacia lo desconocido, un punto de partida hacia no sabía qué vida. Hoy ya no ignora qué es eso que se llama un medio cerrado. Cerrado al pie de la letra. Penetrar en él parecía difícil, casi imposible; ¡pero salir!…

¡Haber perdido la vida por eso! No era arrepentimiento lo que sentía de vez en cuando, y era mucho más que una obsesión: una presencia, una contemplación de todos los instantes, una cara a cara con esa vanidad imbécil, con esa brutalidad criminal, llave de su irreparable destino. Para colmo, ni siquiera llegó a ser " la Señora Baronesa ". No existía más que una Señora Baronesa: vieja.

Paule nunca sería más que la señora Galeas. Se le daba el insólito nombre del idiota. Así participaba más estrechamente de esa ruina que ella había desposado; que había hecho suya para siempre.

Esa burla de la suerte, el horror de haberse vendido por una vanidad de la cual le hurtaban hasta la misma sombra, ocupaba su espíritu por la noche y la tenía despierta hasta el alba. Aunque se distrajese con historias o con imaginaciones a veces obscenas, el fondo de su pensamiento permanecía inmutable: se debatía, toda la noche, entre las tinieblas de una fosa en la que ella misma se había precipitado y de donde sabía que no volvería a subir. Siempre la misma noche, cualquiera fuese la estación; en los viejos álamos carolinos, cerca de su ventana, las lechuzas otoñales aullaban a la luna como perros, mil veces menos odiosas que los implacables ruiseñores de la primavera. Ese mismo furor de haber sido engañada la acogía al despertar, sobre todo en invierno, a la hora en que Fräulein descorría brutalmente las cortinas. Paule, al emerger de las tinieblas, veía, a través del vidrio, árboles fantasmagóricos que agitaban en la niebla sus miembros negros bajo harapos de hojas.

Aun así, esas mañanas, cuando en el calor del lecho desierto estaba como embotada, eran lo mejor del día. El pequeño Guillaume se olvidaba voluntariamente de venir a besarla.

Con frecuencia, Paule oía que la anciana baronesa, detrás de la puerta, a media voz, urgía al niño a ir junto a su madre. Por más que detestara a su nuera, no transigía en cuanto a principios. Entonces, Guillaume se deslizaba en el dormitorio y desde el umbral observaba, en las almohadas, esa cabeza temible, esos cabellos estirados sobre las sienes que descubrían una frente estrecha, mal delineada, esa mejilla amarilla (y el lunar entre una pelusa negra) sobre la cual apoyaba ligeramente los labios; y sabía de antemano que su madre secaría el lugar en que depositaba ese beso fugaz y diría con asco: "Siempre me mojas…"

Ella no luchaba ya contra ese asco. ¿Acaso era culpa suya no obtener nada de ese pobre ser? ¿Qué hacer con un niño imbécil, simulador, que se siente apoyado por su abuela y por su vieja Fräulein? Pero la misma baronesa comenzaba a entrar en razón; había consentido en intentar una gestión ante el preceptor. ¡Sí, el preceptor laico! No había otro camino: el cura, que atendía tres parroquias, vivía a más de una legua del castillo. Dos veces, en 1917 y en 1918 -después del armisticio-, habían tratado de ponerlo pupilo, primero en el colegio jesuíta de Sarlat y después en un pequeño seminario de los Bajos Pirineos. Al cabo de un trimestre había sido devuelto: ese mico ensuciaba las sábanas, y esos señores no estaban preparados, sobre todo durante esos años, para hacerse cargo de niños atrasados o incapacitados.

¿Cómo recibiría a la anciana baronesa ese preceptor, ese joven de pelo rizado y ojos risueños, ese salvado de Verdún? ¿Se sentiría halagado de que ella se hubiese tomado la molestia de acudir a él? Paule se había sustraído de la entrevista. No se atrevía a afrontar a nadie, y ese brillante maestro de escuela, sobre todo, le inspiraba miedo. Sin embargo, el administrador de Cernes, Arthur Lousteau, de la Action francaise, lo admiraba y aseguraba que llegaría lejos… Paule pensaba que la anciana baronesa, como todos los nobles de la campaña, sabía hablar a los campesinos. Ella conocía las sutilezas del patois. Ese viejo lenguaje que usaba con una anticuada gracia era uno de los encantos que todavía se le podían encontrar. Pero el preceptor socialista era de otra raza y quizá las maneras demasiado afables de la baronesa le parecieran injuriosas. Esa afectación de suprimir las distancias ya no surtía efecto sobre los jóvenes de esa especie. ¡En fin! Él había vuelto herido de Verdún; eso crearía un lazo con la anciana, cuyo hijo menor, Georges de Cernes, había "desaparecido" en Champaña.