– ¿No hay un hombre abandonado que los compañeros del ingeniero descubren en una isla vecina?
– Sí, sí, Ayrton, ¿lo recuerda? Es tan hermoso cuando Cyrus Smith le dice: "Tu eres hombre, puesto que lloras…"
El señor Bordas, sin mirar al niño, tomó el grueso libro rojo y, tendiéndoselo:
– Toma; busca el lugar… Creo recordar que hay una lámina.
– Es al final del capítulo quince -dijo Guillou.
– Veamos, léeme toda la página… Eso me hará recordar mi niñez.
El señor Bordas encendió una lámpara de queroseno e instaló a Guillou delante de la mesa donde Jean-Pierre había dejado manchas de tinta. El niño comenzó a leer con voz ahogada. Al principio, el preceptor no captó más que algunas palabras. Estaba sentado un poco hacia atrás, en la sombra, y casi reteniendo su aliento como si hubiese temido espantar a un pájaro salvaje. Después de algunos minutos, la voz del lector se hizo más cálida… Sin duda, había perdido conciencia de que se le escuchaba:
Llegaron al lugar donde crecían los primeros hermosos árboles de la selva, cuyo follaje era ligeramente agitado por la brisa; el desconocido pareció sorber con embriaguez ese penetrante olor que impregnaba la atmósfera y un largo suspiro se escapó de su pecho. Los colonos se mantenían detrás, listos para retenerlo si hubiera hecho un movimiento para escaparse. Y en efecto, el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riachuelo que lo separaba de la selva y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ah! -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras"
– ¡Qué hermoso es! -dijo el señor Bordas-. Ahora recuerdo… ¿No es que la isla había sido atacada por los presidiarios?
– Sí, Ayrton es el primero que reconoce el pabellón negro… ¿Quiere que lo lea?
El preceptor apartó un poco su silla. Habría podido, habría debido maravillarse de oír la voz ferviente de ese niño que pasaba por idiota. Habría podido y habría debido alegrarse de la tarea que se le había asignado; del poder que tenía para salvar a ese pobre ser tembloroso. Pero no oía al niño más que a través de su propio tumulto. Era un hombre de cuarenta años, lleno de deseos e ideas y jamás saldría de esa escuela que se levantaba al borde de una ruta desierta. Comprendía y juzgaba todo lo que estaba impreso en la revista, de la que aspiraba el olor a tinta y cola. Todos los debates suscitados le eran familiares, aunque no pudiera comentarlos más que con el señor Lousteau. Léone hubiera sido capaz de comprender muchas cosas, pero prefería dedicarse a las tareas domésticas. Su actividad física crecía con la pereza de su espíritu. Por la noche se enorgullecía de no poder mantener los ojos abiertos; tal era su cansancio. Era bastante inteligente como para comprender que su marido sufría y a veces lo compadecía; pero Jean-Pierre sería su desquite. Creía que un muchacho, a la edad a que había llegado su marido, se conformaría con ver cumplido su destino en un hijo… ¡Eso era lo que ella creía!
Notó que al fin del capítulo el niño se había detenido.
– ¿Debo continuar?
– No -dijo el señor Bordas-, descansa. Lees muy bien. ¿Quieres que te preste un libro de Jean-Pierre?
El niño se levantó vivamente y comenzó de nuevo a examinar los libros uno a uno, deletreando los títulos a media voz.
– Sin familia. ¿Es bonito?
– A Jean-Pierre le gustaba mucho. Ahora lee libros más serios.
– ¿Cree usted que comprenderé?
– ¡Seguro que comprenderás! Con mis clases no tengo mucho tiempo para leer… Pero cada día me contarás la historia y así me distraerás.
– ¡Eso dice usted!; pero bien sé que es en broma…
Guillou se había aproximado a la chimenea. Examinaba una fotografía apoyada contra el espejo: alumnos del Liceo agrupados alrededor de dos profesores con lentes, cuyas gruesas rodillas estiraban los pantalones. Preguntó si Jean-Pierre estaba entre ellos.
– Sí, en la primera fila, a la derecha del profesor.
Guillou pensó que lo habría reconocido aunque no se lo hubieran señalado. Entre tantas caras insignificantes, ese rostro resplandecía. ¿Era por todo lo que se le había contado de Jean-Pierre? Por primera vez el niño discernía una faz humana. Hasta entonces sólo había podido permanecer largos instantes contemplando una imagen o interesarse por los rasgos de un héroe inventado. De pronto pensó que ese muchacho de amplia frente y rizos cortos, y ese pliegue entre las cejas, era el mismo que leía esos libros, que trabajaba en esa mesa, que dormía en esa cama.
– Entonces, ¿este cuarto es sólo de él? ¿No se puede entrar si él no quiere?
En cambio, él no estaba solo más que en el retrete… La lluvia corría sobre el techo. Qué dulce debía de ser vivir allí, en medio de libros, bien resguardado…, fuera del alcance de los otros hombres. Pero él, Jean-Pierre, no tenía ninguna necesidad de protección: era el primero de su clase en todas las materias. Hasta había obtenido el premio de gimnasia, decía el señor Bordas. Léone entreabrió la puerta.
– Allí está tu mamá, hombrecito.
De nuevo siguió al preceptor, que llevaba la lámpara. Atravesó la cámara nupcial. Paule de Cernes había acercado al fuego sus zapatos embarrados. Según su costumbre, debía haber errado por los caminos…
– ¡Seguramente usted no habrá podido sacarle nada!
El preceptor protestó diciendo que de ningún modo había estado mal. El niño bajaba la cabeza; Léone le abotonaba el abrigo.
– Si usted quiere acompañarme un instante, me podría dar su impresión -dijo Paule-. No llueve más.
El señor Bordas descolgó su impermeable. Su mujer lo siguió hasta el dormitorio. ¡No iba a correr por los caminos, de noche, con esa loca! Lo señalarían con el dedo. Pero él la rechazó con aspereza. Paule, que había adivinado el motivo de la disputa, fingió no haber oído nada y, sobre el umbral, todavía abrumaba a Léone con demostraciones y agradecimientos. ¡Por fin! Ya avanzaba en la noche mojada, al lado del preceptor. Dijo a Guillou:
– Camina delante. No te quedes pegado a nuestras piernas.
Después, con voz insistente, inquirió:
– No me oculte nada. Por penoso que sea su juicio para una madre…
Robert había moderado el paso. ¿Cómo no dar la razón a Léone? No tenía que atravesar el charco de luz que se veía delante de la puerta del hotel Dupuy. Pero aunque hubiese estado seguro de no ser visto, se habría mantenido a la defensiva. ¿Acaso había sido otra su actitud, desde su adolescencia, con respecto a las mujeres? Siempre eran ellas quienes lo buscaban y él quien se escondía, pero no para ser perseguido. Como ya se acercaban al hotel Dupuy, se detuvo.
– Mañana conversaremos mejor, en casa, al terminar la mañana. Yo salgo de la alcaldía un poco antes del mediodía.
Ella sabía por qué Bordas no daría un paso más. Se alegró de lo que le parecía un comienzo de complicidad.
– Sí, sí -susurró ella-, será mejor.
– Hasta mañana a la tarde, mi pequeño Guillaume. Me leerás Sin familia.
El señor Bordas se contentó con tocar su boina con un dedo. Paule ya no lo veía, pero oía aún el ruido del bastón al chocar contra los guijarros. También el niño permaneció algunos segundos inmóvil en medio del camino, vuelto hacia esa luz que iluminaba la casa de Jean-Pierre Bordas.
Su madre lo tomó por el brazo. No le hacía ninguna pregunta: no había nada que sacar de él.
Por otra parte, ¿qué le importaba? Mañana tendría lugar el primer encuentro, la primera conversación a solas. Ella apretaba demasiado fuerte la pequeña mano de Guillou y sus pies, a veces, sentían el frío del agua de lluvia.
– Acércate al fuego -dijo Fräulein-. Estás empapado, hecho una sopa.