Todos tenían los ojos clavados en él. Había que responder a sus preguntas.
– Y bien. ¿No te comió crudo el maestro? Él movió la cabeza.
– ¿Qué es lo que hiciste durante esas dos horas?
No sabía qué responder. ¿Qué había hecho exactamente? Su madre le pellizcó el brazo:
– ¿No oyes? ¿Qué has hecho durante esas dos horas?
– Desgrané porotos…
La baronesa levantó sus viejas manos:
– ¡Te han hecho desgranar sus porotos! ¡Magnífico! -repetía, imitando sin darse cuenta a sus nietos Arbis-. ¿Oye usted, Paule? El preceptor y su mujer se dan el lujo de hacerse desgranar sus porotos por mi nieto. ¡Habráse visto! ¿Y no te pidieron que les barrieras la cocina?
– No, Mamie; solamente he desgranado porotos… Había muchos podridos y era necesario clasificarlos.
– En seguida han visto de lo que es capaz -dijo Paule.
Fräulein protestó:
– Yo pienso que no han querido asustarlo el primer día.
Pero la baronesa sabía lo que se podía esperar de "esas gentes" cuando uno se mezcla con ellos.
– Esas gentes han sido muy felices al jugarnos esa broma. Han creído vejarme, pero se equivocan si piensan que han podido herirme en lo más mínimo…
– Si trataran mal a Guillou -interrumpió agriamente Fräulein-, estoy bien segura de que la señora baronesa no lo soportaría. ¿Acaso no es su nieto?
Entonces se alzó la voz de Guillou:
– ¡El preceptor no es malo!
– ¿Por qué te ha hecho desgranar porotos? Te gustan los trabajos de sirvientes, de holgazanes… Pero también te hará leer, y escribir, y contar… Y con él -agregó Paule-, eso tiene que marchar. ¡Piensa! ¡El preceptor!
Guillou, en voz baja y temblorosa, repitió: "No es malo, ya me ha hecho leer y dice que leo bien…" Pero su madre, Mamie y Fräulein reñían de nuevo y no le oyeron. ¡Tanto peor! o ¡Tanto mejor! Él guardaría su secreto. El preceptor le había hecho leer en voz alta La isla misteriosa. Mañana comenzaría Sin familia. Todas las tardes iría a casa del señor Bordas. Miraría, todo el tiempo que quisiera, la fotografía de Jean-Pierre. Quería con locura a Jean-Pierre. Durante las vacaciones de verano se haría su amigo. Uno a uno, hojearía todos los libros de Jean-Pierre: esos libros que habían sido tocados por las manos de Jean-Pierre. No por el señor Bordas, sino por ese muchacho desconocido, Guillou se sentía desbordante de dicha y esa noche guardaba esa dicha para sí, durante la interminable comida en la cual los dioses irritados estaban separados por etapas de silencio, en las que Guillou oía masticar y deglutir a Galeas. Esa dicha lo embargaba aun mientras se desnudaba casi a tientas entre el maniquí y la máquina de coser; mientras tiritaba bajo las sábanas manchadas; mientras recomenzaba su plegaria porque no había puesto atención en el sentido de las palabras; mientras luchaba contra el deseo de acostarse sobre el vientre. Largo tiempo después de haber sido vencido por el sueño, una sonrisa iluminaba esa vieja cara de niño, con el labio caído y mojado. Una sonrisa que quizá habría sorprendido a su madre, si ella hubiera sido de las que vienen a arropar y bendecir a su muchachito dormido.
A esa misma hora, Léone gritaba a su marido, que seguía leyendo:
– ¡Mira lo que ha hecho ese mico con el libro de Jean-Pierre! Marcas de dedos por todas partes. ¡Y hasta rastros de mocos! ¿Qué idea nos llevó a prestarle los libros de Jean-Pierre?
– No son objetos sagrados… No eres la madre del Mesías…
Léone, desconcertada, subió más el tono:
– Y para empezar, no quiero ver más aquí a ese mico. Dale sus lecciones en la escuela, en la caballeriza, donde quieras, pero no en casa.
Robert cerró el libro, se levantó y fue a sentarse cerca de su mujer, delante del fuego.
– No tienes continuidad en las ideas -dijo-. Hace un instante me reprochabas el haber desairado a la vieja baronesa y ahora me guardas rencor por haber recibido demasiado bien a su nuera… Confiesa que es la mujer con barba la que te da miedo. ¡Pobre mujer con barba!
Rieron juntos.
– ¡Bien orgulloso que estarías! -dijo Léone abrazándolo-. ¡Te conozco! ¡Con la dama del castillo!
– Creo que aunque quisiera no podría.
– Sí -dijo Léone-. Me has explicado lo que distingue a los hombres: están los que pueden siempre y los que no pueden siempre…
– Sí, y los que pueden siempre no viven más que para eso, pues, por más que se diga, es lo más agradable que hay en el mundo…
– Y los que no pueden siempre -prosiguió Léone; había entre ellos temas repetidos hasta el cansancio, en los que chocaban desde su noviazgo y que les ayudaban a terminar sus riñas- ésos se dan a Dios, a la ciencia o a la literatura…
– O a la homosexualidad -concluyó Robert.
Léone rió y pasó al tocador sin cerrar la puerta. Mientras se desnudaba, él le gritó:
– Sabes, me habría interesado ocuparme del mico.
Salió del tocador y vino hacia él con aire feliz, el pelo trenzado y pobre, graciosa en su camisa de bombasí de un rosado descolorido.
– Entonces, ¿renuncias?
– No es a causa de la mujer con barba. Pero he reflexionado: es necesario rectificarse. Hice mal en aceptar. Nosotros no debemos tener relaciones con el castillo. La lucha de clases no es una historia para los manuales. Está inscrita en nuestra vida de cada día. Debe inspirar toda nuestra conducta.
Se interrumpió. Ella, en cuclillas, se cortaba las uñas de los dedos de los pies; estaba resuelta a no escuchar. Con las mujeres no se puede hablar. El colchón elástico gimió bajo su cuerpo pesado. Léone se acurrucó contra él y sopló la bujía. Reinó un olor a sebo que agradaba a los dos, porque anunciaba el amor y el sueño.
– Esta noche no -dijo Léone. Cuchichearon algo.
– No me hables más, estoy durmiendo.
– Todavía tengo algo que preguntarte: ¿Qué hacer para librarse del mico?
– No tienes más que escribir a la mujer con barba y explicarle la lucha de clases. Es una persona que comprenderá el asunto… La señorita Meuliére, ¡imagínate! Mañana por la mañana le haremos llevar la carta por un chico… ¡Mira qué clara está la noche!
Los gallos se contestaban. En el cuarto de la ropa blanca, donde Fräulein había olvidado de correr las cortinas, la luna iluminaba a Guillou: un pequeño fantasma agachado sobre su bacinilla, a cuyas espaldas se erguía, sin brazos ni cabeza, el maniquí inservible.
4
Esa carta traída por un chico había hecho descender de los dormitorios a su madre y a Mamie más temprano que de costumbre. Cuando se despertaban tenían esas terribles cabezas de los viejos que todavía no se han lavado y cuyos dientes grises engarzados en rosa llenan un vaso en la cabecera de la cama. El cráneo de Mamie resplandecía entre los mechones amarillentos y su boca vacía le aspiraba las mejillas. Hablaban las dos a la vez. Galeas, sentado a la mesa entre sus dos galgos, cuyos hocicos chasqueaban cuando él les arrojaba un bocado, bebía su café como si le hiciese daño. Se hubiera dicho que cada sorbo pasaba con dificultad. Guillaume creía que era la enorme nuez de Adán de su padre lo que atajaba los alimentos. Detenía su pensamiento sobre su padre. No quería comprender el significado de las injurias que cambiaban su madre y Mamie, con motivo de esa carta. Pero él ya sabía que nunca más entraría en el cuarto de Jean-Pierre.
– ¡Entienda bien!: eso no me afecta. ¡Ese maestrito comunista! -gritaba Mamie-. Le ha escrito a usted; la afrenta es para usted, hija mía.
– ¿Por qué una afrenta? Es una lección que me da y que ha tenido razón en darme; y que recibo sin vergüenza. ¿La lucha de clases? Pero si yo también creo en ella. Sin proponérmelo, lo había incitado a traicionar a la suya…