Paule abrió la ventana y vio, al final de la avenida, la delgada silueta agobiada de la baronesa. Se apoyaba firmemente en su bastón. En lo alto de su rodete estaba encaramado el sombrero de paja negra. Avanzaba entre los viejos olmos abrasados por el sol declinante. Paule advirtió que la vieja hablaba sola, que hacía ademanes. El que estuviera así agitada no era buena señal. La joven descendió la escalera de doble circunvolución, que era la maravilla de Cernes, y se reunió con ella en el vestíbulo.
– Un grosero, hija mía, como era de esperarse.
– ¿Se niega? ¿Está segura de no haberlo ofendido? ¿De no haberlo tratado con sus grandes humos? Sin embargo, yo le había explicado a usted…
La vieja agitaba la cabeza, pero era esa protesta involuntaria de los ancianos, que parecen decir "no" a la muerte. Una flor de tela blanca se movía grotescamente sobre el sombrero de paja. Sus ojos estaban velados por lágrimas que no corrían.
– ¿Qué pretexto le ha dado?
– Dijo que no tenía tiempo… Que la secretaría de la alcaldía no le dejaba tiempo libre…
– ¡Vamos! Él debe de haber encontrado otras razones…
– No, hija mía, se lo aseguro. Insistía continuamente con sus ocupaciones; no pude convencerlo.
La baronesa de Cernes se sostenía del pasamanos, y de trecho en trecho se detenía para retomar aliento. Su nuera la seguía paso a paso, de escalón en escalón, acosándola con preguntas, con ese acento de rabia obstinada de la que no tenía conciencia. No obstante, advirtió que atemorizaba a la vieja y se esforzó por bajar el tono; pero sus palabras silbaban entre los dientes apretados.
– ¿Por qué me dijo al principio que él se había conducido como un grosero?
La baronesa, moviendo la cabeza, se sentó sobre una banqueta del rellano, y su mueca, quizá, era una sonrisa. Paule se puso a gritar otra vez:
– ¿Sí o no? ¿No había acusado al preceptor de grosería?
– No, hija, no; he exagerado… Tal vez he comprendido mal. Es posible que ese muchacho haya hablado con toda inocencia… He visto una alusión donde no la había. Y como Paule insistiera:
– ¿Qué alusiones? ¿A propósito de qué?
– Fue cuando me preguntó por qué no nos dirigíamos al cura. Le respondí que el cura no vivía aquí y que tenía tres parroquias sobre sus hombros. ¿Y qué cree usted que ese maestro me respondió a quemarropa?… Pero no; usted va a enfadarse, hija mía.
– ¿Qué le respondió? No la dejaré tranquila hasta que me lo haya repetido palabra por palabra.
– ¡Y bien!, me dijo con tono burlón que sólo en un punto se parecía al cura: en que no le gustaban las historias y que no quería tener una con el castillo. Comprendí lo que quería decir eso… Créame que si no hubiera sido un herido de Verdún le habría obligado a poner los puntos sobre las íes y habría sabido defenderla…
La rabia de Paule cesó de golpe. Bajó la cabeza. Sin una sola palabra, volvió a bajar de prisa; en el vestíbulo descolgó un abrigo.
La baronesa aguardó a que la puerta estuviera cerrada. Era realmente una sonrisa la que descubría esa dentadura postiza color gris. Inclinada sobre la baranda, gruñó: "¡Toma ésa!" De pronto, con voz cascada pero aguda, llamó: "¡Galeas! ¡Guillou! ¡Queridos!" La respuesta le llegó al instante, de las profundidades de la antecocina y de la cocina: "¡Mamie! ¡Maminette!" El padre y el hijo trepaban la escalera silenciosamente, pues se habían quitado los zuecos en la cocina y conservaban en los pies los escarpines de lana. Esa llamada significaba que momentáneamente la enemiga se había alejado. Podían reunirse en el dormitorio de Mamie, en torno a la lámpara.
Galeas tomó el brazo de su madre. Tenía hombros estrechos y caídos bajo una vieja tricota color castaño, una gruesa cabeza desproporcionada con espeso cabello, ojos infantiles bastante hermosos, pero una boca terrible de labios siempre mojados, siempre abierta sobre una lengua espesa. Los fondillos del pantalón colgaban. La tela formaba gruesos pliegues sobre sus muslos de esqueleto.
Guillaume había tomado la otra mano de Mamie y la frotaba contra su mejilla. De las conversaciones que oía, no retenía más que lo que le interesaba: "El maestro no quería hacerse cargo de él". No habría que temblar delante del maestro; la sombra de ese monstruo se alejaba. El resto de las conversaciones de Mamie eran incomprensibles. "Le he dado en el clavo a tu mujer…" ¿Qué clavo? Entraron los tres en el cuarto adorado; Guillaume ganó su rincón entre el reclinatorio y el lecho. El respaldo del reclinatorio era un armarito lleno de rosarios rotos, uno de los cuales, de cuentas de nácar, había sido bendecido por el Papa: otro, hecho con carozos de aceitunas, lo había traído Mamie de Jerusalén. Una caja de metal representaba a San Pedro de Roma. Sobre ella, y como recuerdo de un bautizo, brillaba, en letras de plata, el nombre de Galeas. Los devocionarios estaban repletos de imágenes donde sonreían rostros de muertos. Mamie y papá cuchicheaban bajo la lámpara. Un fuego de sarmientos iluminaba vivamente las profundidades del dormitorio. Mamie sacó unos minúsculos naipes grasientos del cajón de la mesita.
– Estaremos tranquilos hasta la cena. Galeas, puedes tocar el piano…
Ella se absorbió en un solitario. El piano había sido transportado a ese cuarto, ya atestado de muebles, porque Paule no podía soportar el aporreo de su marido sobre las teclas. Guillaume sabía por anticipado cuáles eran las melodías que su padre iba a ejecutar, y que las retomaría en el mismo orden, sin interrupción. Primero, la Marcha turca. Cada vez que lo escuchaba, Guillou esperaba una nota falsa, en el mismo lugar. A veces, Galeas hablaba sin dejar de tocar, con su voz blanca, que parecía estar mudando aún:
– Dime, mamá, ¿ese preceptor es un rojo?
– ¡Rojo! ¡De lo más rojo que hay! Al menos, eso es lo que afirma Lousteau.
De nuevo, la Marcha turca volvió a tomar su curso accidentado. Guillaume imaginaba a ese hombre rojo, embadurnado con sangre de buey. Sin embargo, él lo conocía de vista: cojo, con la cabeza siempre descubierta, apoyado en un hermoso bastón de ébano. El color rojo debía estar oculto bajo la ropa. Rojo, como puede serlo un pez.
Todavía se filtraban unos rayos de luz a través de las cortinas corridas. Mamá, como cada vez que estaba muy disgustada, erraría por el campo hasta la hora de la cena. Regresaría despeinada y con barro en el borde del vestido. Olería a transpiración. Al dejar la mesa subiría a acostarse. Les quedaba aún una buena hora delante del fuego, en el dormitorio de Mamie.
Entró Fräulein, grande, voluminosa, fofa. Cuando la enemiga recorria los caminos siempre encontraba un pretexto para reunirse con ellos.
"¿Quieren las castañas hervidas o asadas? ¿Hay que agregar un huevo para Guillou?"
Con Fräulein, penetraba en el dormitorio de la abuela un olor a cebolla y a fregona. Consultaba a sus amos, nada más que por fórmula: Guillou tendría su huevo… (Lo llamaban Guillou desde la guerra, por tener la mala suerte de llevar el mismo nombre del kaiser; la baronesa pronunciaba "késer").
Y ya hablaban de "ella":
"Entonces me dijo que mi cocina estaba sucia. Respondí que yo era dueña y señora de mi cocina…" Guillaume observaba los cuellos flacos de Mamie y de papá, tendidos hacia Fräulein. En cuanto a él, permanecía indiferente a esas historias, pues no sentía por los otros ni amor ni odio. Su abuela, su padre y Fraulein le proporcionaban la atmósfera de seguridad necesaria, de donde su madre se empeñaba en desalojarlo, persiguiéndolo como persigue un hurón al conejo hasta lo más profundo de la madriguera. Había que salir a toda costa y, aturdido, atontado, sufrir los asaltos de esa mujer furibunda; entonces él se hacía un ovillo y aguardaba a que todo terminara. Pero gracias a esa guerra que se incubaba entre las personas mayores, gozaba de una relativa paz. Se escondía detrás de Fräulein; la austriaca extendía sobre él la sombra de su masa tutelar. Si bien el dormitorio de Mamie le aseguraba un refugio más inviolable que la cocina, su instinto le advertía, en cambio, no fiarse de Mamie; ni de la ternura de sus gestos ni de sus palabras. Sólo Fräulein abrigaba un amor casi maternal por su pichón, su patito. Era ella quien lo bañaba, quien lo jabonaba con sus viejas manos sucias y agrietadas.