Colgó su abrigo en el vestíbulo. Habitualmente se lavaba las manos en la fuente de la antecocina y después se dirigía al comedor, al de la servidumbre, donde la familia acostumbraba comer desde la muerte de Georges, el hijo menor. El comedor oficial, inmenso y helado, no se reabría más que para las vacaciones de Navidad y durante el mes de septiembre, cuando la hija mayor de la baronesa, la condesa de Arbis, llegaba de París con sus niños y la hija de Georges, la pequeña Daniéle. Entonces, los dos muchachos del jardinero vestían de librea, se contrataba una cocinera y se alquilaban dos caballos de silla.
Esa tarde, Paule no se dirigió directamente al comedorcito, sino hacia el dormitorio de su suegra, impulsada por el deseo de reanudar, cuanto antes, la discusión acerca del preceptor. No entraba allí ni diez veces en todo el año. Al llegar a la puerta vaciló ante el rumor alegre de los tres cómplices y una melodía que Galeas hacía oír tocando con un solo dedo. Una ocurrencia de Fräulein hacía reír a carcajadas a la anciana baronesa, con esa risa complaciente y forzada que Paule aborrecía. Empujó la puerta sin llamar. Todos, a la vez, quedaron inmóviles como los autómatas de un reloj; la baronesa permaneció un instante sosteniendo un naipe con la mano en alto. Galeas giró sobre el taburete, después de cerrar de golpe la tapa del piano. Fräulein volvió hacia la enemiga su aplastada cara de gata que, como ante la presencia de un perro, agacha las orejas, arquea el lomo y se prepara para escapar. Guillou, rodeado de periódicos, de los que recortaba fotografías de aviones, posó las tijeras sobre la mesa y se deslizó de nuevo entre el reclinatorio y la cama. Allí se acurrucó y quedó inmóvil, como muerto.
Por más que Paule estuviese acostumbrada a eso, jamás había tenido tan clara conciencia de su poder maléfico sobre los seres con quienes tenía que convivir. Pero su suegra se repuso casi en seguida, y sonrió con una sonrisa que le hacía torcer la boca, mostrando la misma amabilidad excesiva que se ofrece a una extraña de condición inferior. Se apiadaba de los pies mojados de la joven y la invitaba a acercarse al fuego. Fräulein gruñó que no valía la pena, pues ya iba a servir la sopa. Al llegar a la puerta, Galeas y Guillaume se lanzaron tras ella. "Naturalmente -pensaba la baronesa-, me la dejan a mí…"
– ¿Me permite, hija mía, que ponga el guardafuego?
Se hizo a un lado; por nada del mundo quiso ser la primera en pasar. Y hablando sin cesar, impidió que su nuera pudiese decir una palabra hasta el momento de sentarse a la mesa. Galeas y Guillou las aguardaban en pie al lado de sus sillas. Apenas sentados, sorbieron ruidosamente la sopa. La baronesa los tomaba como testigos de que era una noche templada, y de que, por otro lado, en noviembre casi nunca hacía frío en Cernes. Ese mismo día había comenzado sus dulces de melón de España, y ese año contaba con agregar orejones de damascos:
– De esos que mi padre Adhémar llamaba, con tanta gracia, orejas de vieja. ¿Te acuerdas, Galeas?
Hablaba por hablar. Sólo le importaba que Paule no reabriera la discusión. Sin embargo, la observaba y discernía signos temibles sobre esa cara maldita. Guillaume hundía la cabeza entre los hombros, porque su madre casi no le quitaba los ojos de encima. También presentía el peligro: iban a hablar de él. En vano trataba de fundirse con su silla y con la mesa. Sentía, realmente, que la charla de Mamie no llenaba ya el silencio y no oponía más que un dique endeble al torrente que se acumulaba detrás de los apretados labios de la adversaria.
Galeas comía y bebía sin levantar los ojos, la cabeza tan cerca del plato, que Paule tenía a la altura de su mirada esa enorme maraña encanecida. Tenía hambre, porque había trabajado todo el día en el cementerio, cuyo cuidado era su ocupación favorita. Gracias a él, en Cernes no existían tumbas abandonadas. Galeas estaba tranquilo: la mirada de su mujer ya no se detenía más sobre él. Tenía la suerte de haber sido suprimido. Por eso era el único que en la mesa podía estar a sus anchas, ceder a todas sus manías: verter vino en la sopa, dedicarse a las mezclas, las tambouilles, como él decía. Aplastaba y trituraba todos sus alimentos y los extendía en el plato; a la baronesa le había costado mucho impedir que Guillaume imitara a su padre, sin menoscabar el respeto que le debía: papá hacía lo que quería; podía permitirse todo… Pero Guillou debía comportarse en la mesa como un muchacho bien educado.
El pequeño estaba a mil leguas de juzgar a su padre, pues no imaginaba que pudiera ser diferente. Papá pertenecía a una especie de personas mayores que no representan ningún peligro. Éste habría sido el juicio de Guillaume si hubiera sido capaz de emitir uno. Papá no hacía ruido, no interrumpía la historia que Guillaume se relataba a sí mismo, sino que se incorporaba a ella, sin perturbarla más de lo que hubieran hecho un buey o un perro. Su madre, en cambio, penetraba por la fuerza y ahí quedaba como un cuerpo extraño, cuya presencia no siempre se siente, pero que de pronto uno advierte. Ella pronunció su nombre… ¡Ya está! Se trata de él. Habla de un preceptor. Guillaume trata de comprender. Ya lo han sacado por las orejas fuera de su madriguera, y expuesto a la luz enceguecedora de las personas mayores.
– Entonces, madre, dígame lo que usted quiere hacer con Guillaume. ¿Tiene alguna idea? Ya sabemos que sabe leer, escribir, apenas contar; para tener casi doce años, eso no es mucho.
Según la baronesa, no se había perdido nada; era necesario darse tiempo para reflexionar.
– Pero ya ha sido despedido de dos colegios, y usted asegura que el preceptor no quiere saber nada de él. Queda, pues, tomarle un preceptor en casa, o una institutriz.
La anciana protestó vivamente:
– No, nada de extraños.
Temblaba ante la idea de un testigo de su vida en Cernes; de lo que era la vida en Cernes desde que Galeas había dado su nombre a esa furia.
– Pero usted, mi querida hija, tal vez tenga un proyecto.
Paule vació su vaso de un trago y lo volvió a llenar. Ya en el primer año del casamiento, la baronesa y Fräulein habían observado que la enemiga tenía inclinación por la bebida. Desde que Fräulein marcaba con un trazo de lápiz el nivel de las botellas de licor, Paule escondía en su armario frascos de anís, de curasao y licores de cereza y de durazno. Pero la austríaca los había descubierto. El día en que la baronesa creyó su deber poner en guardia a su querida hija contra el abuso de licores fuertes, hubo tal estallido en Cernes que la anciana no abordó más ese tema.
– Madre, yo no veo que se pueda intentar otra cosa que volver a la carga ante el maestro…
Y como la baronesa, con las manos en alto, afirmara enfáticamente que por nada del mundo volvería a exponerse a la insolencia de ese comunista, Paule le aseguró que no se trataba de eso; que ella misma intentaría este nuevo trámite. Se esforzaría en triunfar donde su suegra había fracasado. Puso fin a todas las objeciones repitiendo que estaba resuelta a hacerlo y que, en cuanto concernía a la educación de Guillaume, la decisión le pertenecía.
– Sin embargo, me parece que mi hijo tiene que dar su opinión.
– Usted bien sabe que él no la dará.
– En todo caso, hija mía, estoy en el derecho de exigir que usted hable a ese individuo nada más que en su propio nombre. La dejo en libertad de decirle que ignoro sus pasos. Pero si esa mentira benigna le repugna espero que le advierta que usted fue a su casa a pesar mío; contra mi deseo claramente expresado.
Paule, con tono de burla, invitó a la anciana a soportar cristianamente esa humillación, por el bien de su nieto.
– ¡Oh, hija mía! No crea que me siento comprometida en lo más mínimo por cualquier cosa que usted haya hecho o que haga todavía. Sea dicho sin ofenderla: no se puede estar menos incorporada a la familia de lo que usted lo está.