Conservaba el tono amistoso, al que acompañaba una sonrisa que, al levantar su largo labio superior, descubría sus bellos dientes, demasiado intactos.
Paule, irritada, ya no se contenía:
– Es verdad que jamás he procurado asemejarme a los Cernes…
– ¡Y bien! Entonces, hija mía, alégrese: nadie ha podido jamás injuriarla al punto de tomarla por lo que usted no es.
Guillaume habría querido deslizarse fuera de la habitación, pero no se atrevía. Por otro lado, esa batalla de dioses que rugía por encima de su cabeza le interesaba, aunque se le escapara el alcance de las injurias intercambiadas. Galeas se levantó sin probar el postre, como cada vez que había crema, dejando a las adversarias frente a frente.
– Desgraciadamente considerarán que formo parte de la familia el día que vengan a incendiar el castillo…
– ¿Cree asustarme? Los Cernes, gracias a Dios, siempre fueron respetados y amados; hace más de cuatrocientos años que aquí hacen el bien y dan el ejemplo…
La indignación tornaba temblorosa la vieja voz.
– ¿Amados?, ¿respetados? Pero, madre…, en el pueblo la odian. Su obstinación en conservar a Fräulein durante la guerra…
– ¡No me haga reír! Una austríaca de sesenta y cuatro años, que vive en nuestra casa desde su juventud… La autoridad militar ha cerrado prudentemente los ojos…
– Pero muy felices que se sintieron todos de tener ese pretexto… ¡Es increíble cegarse así! Siempre los han aborrecido… ¿Usted cree que los colonos y proveedores aprecian sus modales melosos…? Y por su culpa se detesta todo lo que usted ama: los curas y el resto. Ya verá, ya verá… Desgraciadamente, yo también pasare por eso; pero, de todos modos, me parece que moriré contenta.
Y terminó, entre altos y bajos, con una expresión trivial que la baronesa jamás había oído.
"¡Qué revelador es el lenguaje!", pensaba la anciana, repentinamente calmada. Sucedía a menudo que su hija de París, y sobre todo sus nietos, arriesgaran ante ella una palabra de argot, pero jamás se hubieran valido de una expresión tan vulgar. ¿Qué había dicho exactamente? "La dejé chata…" Sí, eso había dicho. Como siempre, la rabia de Paule devolvía la calma a la anciana, quien, de golpe, recuperaba la ventaja de su sangre fría delante de esa poseída.
– Pero no; su odio por la nobleza no me sorprende en lo más mínimo. Por más que usted piense, los campesinos nos quieren, se sienten a un mismo nivel con nosotros; son la pequeña y la mediana burguesía quienes nos odian, con un odio a base de envidia. Los burgueses son los que durante el Terror han proporcionado más cabezas a los verdugos.
Y como su nuera declarara con suficiencia que la traición de los emigrados "había hecho que el Terror fuera justo y necesario", la baronesa, irguiendo su talle majestuoso, dijo:
– Mi tatarabuelo y dos de mis tíos abuelos perecieron sobre el cadalso… y le prohibo a usted…
De pronto, Paule pensó en el preceptor: por él había pronunciado palabras que le habrían gustado, que él habría aprobado; palabras que a Paule seguramente le venían de su tío Meuliére, radical y masón de estricta observancia… ¡Pero qué acento tomaban de improviso tales conversaciones no bien las dedicaba a ese preceptor, a quien iría a ver al día siguiente! Era un jueves: él estaría libre todo el día. Había hablado bajo su influencia (el tío Meuliére no estaba allí para nada), bajo la influencia de un hombre a quien jamás había dirigido la palabra, con quien se cruzaba en el camino y que ni siquiera la saludaba cuando al atravesar el pueblo pasaba frente al pequeño jardín en que él trabajaba (aunque dejaba de cavar para mirarla pasar).
– ¿Sabe lo que es usted, hija mía? Una petrolera; sí, simplemente una petrolera…
Guillaume volvió a levantar la cabeza. Él sabía lo que era una petrolera: había visto cien veces esa figura del Monde iIlustré de 1871. donde dos mujeres agazapadas en la noche, cerca de un tragaluz, encienden una especie de fuego. Los mechones se salían de sus gorros de mujeres de pueblo. Guillaume, con la boca abierta, observaba a su madre. ¿Una petrolera? Sí, seguramente… Ella lo tomó por el brazo:
– Tú, sube. Y rápido.
La baronesa le dibujó una cruz sobre la frente con el pulgar, pero no lo besó; y cuando ya no estuvo allí:
– Deberíamos ahorrarle este espectáculo
– dijo.
– Tranquilícese, madre. Él no escuchaba, y si lo hace, no comprende.
– Usted se engaña. ¡Pobre tesoro! Comprende más cosas de las que pensamos… Pero eso nos vuelve a traer al verdadero tema de nuestra discusión, de la cual una y otra hemos hecho mal en alejarnos. Si, como además de desearlo y como ya casi no dudo, el maestro le opone una nueva negativa…
– ¡Y bien!, habrá que dejar a Guillaume crecer como un pequeño campesino. Es una vergüenza ver a tantos hijos de familias beneficiados con una instrucción de la que son indignos, en tanto que los muchachos del pueblo…
Una vez más lo que tenía de común con el tío Meuliére, a menudo inculcado por él mismo, la embriagaba de golpe; ésa debía ser una idea del preceptor, a quien atribuía todas las opiniones avanzadas. Paule no dudaba en absoluto de que él fuera conforme al modelo oficial.
La anciana, resuelta a evitar un nuevo estallido, se levantó sin responder. Paule la siguió por la escalera.
– ¿No podríamos unirnos para enseñarle lo poco que sabemos? -propuso la baronesa.
– Si tiene paciencia para hacerlo, madre. En cuanto a mí, ya no tengo más fuerzas.
– La noche es buena consejera. Duerma bien, hija mía, y tenga la bondad de olvidar lo que haya podido decirle de hiriente, como yo misma la perdono…
La nuera se encogió de hombros.
– Esas son palabras. No cambian nada los verdaderos sentimientos. No podemos hacernos ilusiones…
Permanecían frente a frente, en el corredor de los dormitorios, palmatoria en mano. De esos dos rostros, vivamente iluminados, el más joven parecía mucho más temible.
– Crea, Paule, que no soy tan injusta con usted como tiene derecho a imaginárselo. Si usted necesitara una excusa, me bastaría pensar en su vida aquí; prueba tan pesada para una mujer joven…
– Yo tenía veintiséis años -interrumpió Paule secamente-. No acuso a nadie; tengo la suerte que libremente elegí. Por otra parte, usted misma, pobre madre…
Eso significaba: mi triste marido es primero su triste hijo. Paule se consolaba de su infierno compartiéndolo con su vieja enemiga. Pero allí, la baronesa se negaba a seguirla.
– ¡Oh!, mi suerte es muy distinta -respondió con voz trémula de emoción-. Yo tuve mi Adhémar. Durante veinticinco años fui la más feliz de las mujeres…
– Puede ser, pero no la más feliz de las madres.
– Pronto hará cinco años que mi Georges murió como un héroe. No lo lloro. Me queda su pequeña Daniéle. Me queda Galeas…
– Sí, precisamente. ¡Galeas!
– Tengo mis hijos de París -insistió con una expresión terca.
– Sí, pero los Arbis la explotan. Usted jamás ha sido para ellos más que una vaca lechera. Es en vano que sacuda la cabeza, usted bien lo sabe. Bastante se lo reprocha Fräulein cuando creen que no las escucho… Déjeme hablar… Si tengo ganas, alzaré la voz…
Estas últimas palabras repercutieron en el corredor y despertaron a Guillaume, sobresaltado. El niño se irguió en la cama. Sí; los dioses siempre se batían encima de su cabeza. De nuevo se hundió bajo las sábanas, una oreja tapada por la almohada y un dedo apoyado sobre la otra; y en tanto esperaba que volviera el sueño, retomó la historia que a sí mismo se contaba de su isla y de esa gruta, como en Un Robinson de doce años. La lamparilla poblaba el cuarto de la ropa blanca, donde él dormía, de sombras familiares y de monstruos domesticados.
– Nosotros vivimos necesitados en este castillo por el tren dé vida que lleva su hija Arbis y por su política de casamientos, como ella dice. Aquí podemos reventar todos, con tal que su Yolande case con un duque usurero, y su Stanislas con alguna americana que tenga cuatro cuartos…