Paule hostigaba a la anciana, quien, resuelta al silencio, se batía en retirada y echaba el cerrojo a su puerta. Pero, a través de esa puerta cerrada, la voz implacable todavía le gritaba:
– En cuanto al casamiento de Stanislas, no cuente usted con él, pues ése no desposará jamás a nadie… Esa pequeña…
Terminó con una palabra que la baronesa, prosternada en su reclinatorio, con la cabeza hundida entre sus dos brazos, no oyó, pero que, de todos modos, no habría comprendido.
Apenas Paule hubo penetrado en su dormitorio, su cólera cesó de golpe. En la chimenea enrojecían todavía algunos tizones. Arrojó un leño, encendió una lámpara de queroseno sobre la mesa, cerca del diván; se desnudó delante del fuego, se puso una vieja bata de cama.
Así como se dice "hacer el amor", debería poder decirse "hacer el odio". Es bueno hacer el odio; descansa y sosiega. Abrió el armario, y su mano vaciló; eligió el curasao. Arrojó los almohadones del diván sobre la alfombra, lo más cerca posible del fuego, y se extendió sobre ellos, con el vaso y la botella al alcance de la mano. Comenzó a fumar y a beber, y se puso a pensar en el hombre, en el preceptor, en el enemigo de nobles y ricos; un rojo, tal vez un comunista. Despreciado, como ella, por la misma clase de gente… Ella se humillaría delante de él… Terminaría, realmente, por entrar en su vida… ¿Era casado? ¿Cómo era su mujer? Paule no la conocía ni siquiera de vista. Por el momento la apartó de la historia que imaginaba. Se hundió en ella gastando más genio de invención que aquellos cuyo oficio es relatar historias. Las visiones que surgían delante de su vista interior excedían infinitamente a lo que al lenguaje humano le es dado expresar. No se enderezaba más que para llenar el vaso o echar un leño al fuego. Luego se extendía de nuevo. Y a veces el despertar de la llama aclaraba ese rostro trastornado, de criminal o de mártir.
2
Al comienzo de la tarde del día siguiente, con impermeable, gruesos zapatos y una boina hundida hasta los ojos, se dirigió al pueblo. Creía que la lluvia sobre la cara borraría los rastros de su orgía solitaria. Ya no la sostenía ninguna exaltación: solamente su voluntad. Otra mujer hubiera elegido cuidadosamente el traje que convenía a una diligencia de esa naturaleza. En todo caso, se habría esforzado en sacar el mejor partido de su aspecto físico. La señora Galeas ni siquiera tuvo la idea de empolvarse la cara, ni de intentar nada para disimular el bozo moreno que le recubría los labios y las mejillas. Sus cabellos, lavados habrían parecido menos grasientos. Podría haber supuesto que el preceptor desconocido era, como la mayoría de los hombres, sensible a los perfumes… Pero no: iba a tentar su última oportunidad sin más arreglo que el de costumbre, más descuidada que nunca.
El hombre, ese preceptor, estaba en la cocina sentado frente a su mujer, y hablaba mientras desgranaba porotos. Era un jueves, día bendito entre todos. La escuela se alzaba al borde del camino como, por lo demás, todas las casas del poco agraciado pueblo de Cernes. La herrería, la carnicería, la taberna y el correo no formaban un grupo viviente alrededor del campanario. Sólo la iglesia se destacaba, con las tumbas apretadas contra ella, sobre un promontorio que domina el valle del Ciron. Cernes no tenía más que una calle, que era, precisamente, el camino departamental. La escuela estaba un poco retirada. Los niños entraban por la puerta central, pero la cocina del preceptor se abría a la derecha, sobre el pasillo que llevaba al patio de recreo. Más allá se extendía la huerta. Sin presentir nada de lo que se aproximaba a su casa, Robert y Léone Bordas discutían todavía el motivo de la extraña visita de la víspera.
– Por más que digas -insistía la mujer-, ciento cincuenta, o tal vez doscientos francos más por mes por hacer trabajar al chiquitín del castillo, es algo. Valía la pena pensarlo dos veces…
– No estamos tan apretados como para eso. ¿Acaso nos falta algo? Y menos ahora que recibo casi todos los libros que necesito. (Hacía comentarios críticos de novelas y poemas en el Journal des Instituteurs.)
– No piensas más que en ti; pero está Jean Pierre…
– Jean-Pierre tampoco necesita nada. De cualquier modo, no pretenderás que tenga maestro particular.
Ella sonrió complacida. Por supuesto, su hijo no necesitaba lecciones particulares; en cualquier materia que fuera, era siempre el primero. Tenía trece años y estaba cursando el penúltimo de la escuela; pero como estaba dos años adelantado, probablemente tendría que repetir el último, pues no había muchas posibilidades de que pudiese obtener permiso para continuar sus estudios antes de alcanzar la edad reglamentaria. En el Liceo ya lo consideraban una futura gloria. Sus profesores no dudaban de que lo verían ganar del primer golpe los dos concursos: Normal de Letras y Normal de Ciencias.
– Y bien. ¡Exactamente! Quiero que tome lecciones particulares.
Esa declaración de Léone no fue acompañada de ninguna mirada, de ningún signo que indicara duda o ruego. Esa mujer delgada, de mejillas pálidas, ligeramente pelirroja, cuyos rasgos menudos conservaban su encanto a pesar de estar ajada, tenía una voz seca, penetrante, acostumbrada a gritar para dominar la clase.
– Tiene que tomar lecciones de equitación. Robert Bordas continuó clasificando sus porotos, fingiendo creer que ella bromeaba:
– Pero sí, seguro, y además, lecciones de danza, ya que estás en eso.
La risa empequeñecía sus grandes ojos rasgados. Aunque estuviese sin afeitar y con el cuello desabrochado, ese hombre que se aproximaba a la cuarentena tenía todavía la gracia de la juventud. Era fácil imaginar al niño que debió haber sido. Se levantó y dio una vuelta a la mesa, ayudándose con un bastón, de punta de caucho, renqueando apenas.
Su largo espinazo de gato flaco era el de un adolescente. Encendió un cigarrillo y dijo:
– He aquí otra más que quiere la revolución, pero que sueña con transformar a su hijo en propietario de caballos de carrera.
Ella se encogió de hombros.
– Entonces -insistió él- ¿por qué quieres hacer un jinete de Jean-Pierre? ¿Para que se enganche a los dragones de Libourne con un montón de marranos que pondrán en cuarentena al hijo del preceptor?
– No te exaltes, ahorra tu voz para el mitin del once de noviembre…
Ella vio, por su expresión, que había ido demasiado lejos; volcó en una fuente los porotos que llenaban su delantal y fue a abrazar a su marido.
– Oye, Robert…
Robert bien sabía que ella quería las mismas cosas que él. Lo seguía ciegamente, con una confianza total. Pero la política no era su fuerte e imaginaba bastante mal cómo iría el mundo una vez cumplida la revolución. Sería siempre un grupo de elegidos quienes dirigirían el país, ella estaba segura de eso. Los más inteligentes, los más instruidos, pero también los que tuvieran virtudes de jefe.
– Y bien, quiero que Jean-Pierre sepa montar a caballo y, sobre todo, que adquiera las cualidades de destreza, valentía y audacia que en parte le faltan. Tiene todas las otras, salvo ésas…
Robert Bordas observaba la mirada perdida de su mujer. No lo veía. Su corazón, en ese momento, estaba lejos de él.
– La Escuela Normal forma profesores selectos para la Universidad -observó él un poco secamente-. Es su única razón de ser.
– ¡Vamos! Mira un poco a todos los ministros, los grandes escritores, todos los jefes de partido que han salido de ella… ¡Y Jaurés, el primero, y León Blum!…
Él interrumpió:
– Me sentiría orgulloso si Jean-Pierre presentara un día una buena tesis y se graduara en la Facultad de Letras. No pido nada más para él…O quizá en la Sorbona…, o en el Colegio de Francia… ¿Quién sabe? ¡Esto sí sería hermoso!