Ella rió agriamente.
– ¡Ah!, ¡ahora sí! ¡Ahora me toca a mí admirar al famoso revolucionario que hay en ti! ¿Entonces crees que todas esas antiguallas quedarán en pie?
– ¡Seguramente! La Universidad será transformada, renovada; pero en Francia la enseñanza superior será siempre la enseñanza superior… Tú no sabes lo que dices…
Se interrumpió. A través de los vidrios de la puerta divisó a una mujer en la niebla.
– Y ahora, ¿quién es ésa?
– Una madre que viene a molestarnos y a quejarse de que hemos sido injustos con su pequeña.
Antes de entrar, Paule se limpió cuidadosamente los zapatos para quitarles el barro. No la reconocieron. No sabían quién era esa extraña mujer con una boina calada hasta los ojos, negros y ojerosos, que ardían en un rostro tan velludo como el de un muchacho. Evitó nombrarse. Dijo a Robert que era la madre del niño de quien le había hablado la víspera la baronesa de Cernes. Él tardó algunos segundos en comprender de qué se trataba, pero Léone ya lo había adivinado. Precediendo a la señora Galeas, la condujo a una habitación glacial, y abrió los postigos. Todo relucía: el piso, el aparador y la mesa de estilo Lévitan. Un cortinado de encaje crudo velaba la ventana. Enormes hortensias dibujaban un ancho friso a la altura del cielo raso. El empapelado era de color granate.
– Dejo a usted con mi marido…
Paule le aseguró que no tenía nada secreto que comunicarle; sólo disipar un mal entendido nada más.
Esa ola de sangre que avivó las mejillas de Robert Bordas era una debilidad que conservaba de su juventud. Sintió que le ardían las orejas. Esa señora de desagradable mirada, ¿iba a forzarlo a explicar su broma del día anterior? ¡Pero sí! Ella tenía el tupé de abordar el tema con la mayor tranquilidad. Paule le dijo que temía que su suegra hubiese comprendido mal una reflexión completamente inocente y que por ese motivo se hubiera peleado con él. En modo alguno trataba de hacer volver al señor Bordas sobre su negativa; pero sería muy doloroso que ese incidente significara un nuevo adversario en el pueblo para una mujer indefensa como era ella. Siendo de él, precisamente, de quien hubiera tenido el derecho de esperar más comprensión.
Sus ardientes ojos iban de Robert a Léone. Las comisuras de su boca, un poco caídas, daban un aspecto trágico a esa cara grande y velluda, a esa máscara. Robert balbuceaba que lo sentía mucho, que no había puesto ninguna intención malévola en sus palabras. Paule abrevió, y volviéndose hacia Léone, dijo:
– Jamás he dudado de que así fuera. Ustedes dos están en las mejores condiciones para conocer el pueblo y los chismes que en él corren.
¿Comprenderían la alusión? ¿Sabrían que corría el rumor de que el preceptor había sido herido a traición en un puesto de emboscado? Algunos insinuaban que él mismo había disparado su fusil tan torpemente… Ellos no parecieron conmovidos. Paule ignoraba si sus palabras habían dado en el blanco.
Agregó:
– Señora, sé que usted pertenece a una antigua familia de Cadillac…
Los padres de Léone eran, en efecto, pequeños propietarios, campesinos de vieja cepa, pero muy mal vistos a causa de sus ideas avanzadas. Su hija no estaba casada por la iglesia y se dudaba de que el pequeño Jean-Pierre estuviera bautizado. Por permanecer cerca de su familia, los Bordas habían renunciado a un ascenso que hubiera sido rápido.
– Cernes -decía Paule- tiene un preceptor que no merece. De nuevo el rostro juvenil se tornó escarlata.
– ¡Sí! -insistió Paule, pues sabía que no dependía sino de Robert Bordas el ocupar una cátedra en el Palacio Borbón. Robert se ruborizó una vez más, y encogiéndose de hombros;
– ¡Usted se burla de mi! -le dijo. Léone reía:
– ¡Oh, señora! Usted lo va a hacer engreír. ¡Mi pobre Robert!
Una sonrisa empequeñeció los rasgados ojos del joven.
– No soy yo quien lo dice, sino el señor Lousteau, nuestro administrador y su amigo, creo. Un partidario del rey, pero que sabe hacer justicia a sus adversarios. Cuando se tiene un marido como el suyo, no hay por qué tener miedo de ser ambiciosa.
Y agregó a media voz:
– ¡Ah, si yo estuviera en su lugar!… Dijo esta frase en el tono preciso. Apenas acentuó la alusión a su miserable marido.
– El primer gran hombre de nuestra familia -dijo el preceptor- será nuestro hijo Jean-Pierre. ¿Verdad, Léone?
¿Ese pequeño Jean-Pierre? Una sonrisa de complacencia suavizó los rasgos de la señora, Por supuesto, su fama había llegado hasta ella; el señor Lousteau le había hablado a menudo de él. ¡Qué felices y orgullosos debían de estar! De nuevo un suspiro, vuelta otra vez a su propia desgracia. Pero esta vez no temió decir:
– A propósito de niño prodigio, es necesario que le hable de mi propio hijo. Mi suegra tal vez ha exagerado la nota. Es cierto que es muy atrasado, y comprendo que eso lo acobarde a usted…
Robert protestó vivamente. Su negativa no había tenido otra razón que la falta de tiempo libre y el temor de no poder consagrarse a esa nueva tarea, pues la secretaría de la alcaldía y sus ocupaciones personales le tomaban todo el tiempo libre que le dejaban los muchachos del pueblo.
– Sí, sé que usted está muy ocupado. Y hasta he llegado a creer que ciertos artículos no firmados de La France du Sud-Ouest… -agregó en un tono que ponía en evidencia la atracción que ese hombre ejercía sobre ella.
Las mejillas y las orejas del preceptor volvieron a enrojecer. Para abreviar, hizo algunas preguntas sobre Guillaume. ¿El pequeño escribía y leía de corrido? Siendo así, no se había perdido nada.
Paule permanecía indecisa. Era importante no desanimarlo de entrada y, al mismo tiempo, ponerlo en antecedentes de la imbecilidad de su futuro alumno. Sí, afirmó: leía y releía dos o tres libros. Hojeaba sin cesar una colección de revistas de fines de siglo, aunque jamás habían tenido pruebas de que pudiera retener algo. ¡Oh! Y además no era muy atrayente, no, ni muy repulsivo. ¡Su pobre "mico"! Era preciso ser madre; a ella misma, a veces, le costaba soportarlo…
El preceptor sufría por ella. Propuso tomar al pequeño en observación, por la tarde, a eso de las cinco, después de la salida de los niños. Pero no se comprometía a nada antes de haberlo visto… Paule le tomó las dos manos, y con la voz sofocada por una emoción semifingida, agregó:
– Pienso en la comparación que usted no podrá evitar de hacer entre mi desdichado pequeño y su Jean-Pierre.
Volvió un poco la cabeza como para ocultar su vergüenza. ¡Qué inspirada estaba ese día! Esa pareja de preceptores acostumbrada a una atmósfera hostil, sospechosos a los campesinos como a los propietarios, tratados por el clero como enemigos públicos, jamás habrían podido imaginar que lo que les sucedía fuera posible. Alguien del castillo tenía que pedirles un favor; venía a implorarlo, y no solamente los admiraba, sino que los envidiaba. ¡Con qué humildad había hecho alusión a su marido y a su hijo degenerado! Robert, un poco excitado por la aventura y recordando que esa boina y ese impermeable disfrazaban a una baronesa auténtica, arriesgó con tono bondadoso:
– Pero, señora, me sorprende que no tema mi influencia sobre el pequeño… ¿Usted conoce mis ideas?
La risa le arrugaba las sienes; de sus ojos estirados no se veía más que el brillo.
– Usted no me conoce -dijo Paule gravemente-. Usted no sabe quién soy.
No la creerían si les aseguraba que deseaba que su pobre hijo fuera capaz de sentir esa influencia.
Así preparaba sus futuras confidencias. No había que agregar nada ni estropear nada. Ya se despedía de sus huéspedes, sorprendidos por lo que acababa de decirles respecto a sus ideas. Convinieron en que llevaría a Guillaume al día siguiente, después de las cuatro de la tarde. Y de pronto, tomando un tono de gran señora, imitado de su suegra y de su cuñada Arbis agregó: