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– ¡Muy agradecida! ¡No sabéis el bien que me habéis hecho! Sí, sí. ¡Vosotros no podéis saberlo!

– Es evidente que tú le gustas -dijo Léone. Desocupó la mesa y, suspirando, tomó una pila de deberes para corregir.

– Ya no la encuentro tan antipática.

– ¡Miren eso! Te trata con deferencia: pero ¿qué quieres que te diga? Desconfíale.

– La creo un poco loca… De cualquier modo, es una exaltada.

– Una loca que sabe lo que quiere. Acuérdate de lo que se cuenta… ¡Su historia con el cura! Ponte en guardia.

Él se levantó, estiró sus grandes brazos y dijo:

– No me gustan las mujeres con barba.

– No estaría tan mal si estuviera mejor arreglada -observó Léone.

– Ahora recuerdo lo que me dijo Lousteau; no es verdaderamente una noble. Es la hija o la sobrina de Meuliére, el ex alcalde de Burdeos… ¿Por qué te ríes?

– Porque pareces defraudado de que ella no sea una noble verdadera…

Robert, con aire furioso, los hombros alzados y soplando su pipa, fue hasta el umbral de la puerta y se apoyó en la pared.

Mientras su madre se ocupaba de entregarlo al preceptor rojo, la pequeña liebre, desalojada de su madriguera y sin esperanzas de poder agazaparse en ella, parpadeaba ante la luz enceguecedora de las personas mayores. Durante la ausencia de su madre había estallado una diferencia entre las tres divinidades favorables: papá, Mamie y Fräulein. A decir verdad, abuela y Fräulein tenían frecuentes peleas, siempre sobre temas insignificantes. A veces la austríaca se permitía palabras cuya brutalidad era más evidente por el uso siempre respetuoso de la tercera persona. Pero ese día Guillaume comprendía confusamente que hasta Fräulein deseaba que fuera entregado al preceptor.

– ¿Por qué no podría llegar a ser un señor instruido? ¡Creo que vale tanto como los otros! Y volviéndose hacia Guillaume:

– Ve a divertirte afuera; ve, mi pollito; ve, mi pajarito…

Salió. Luego se deslizó de nuevo en la cocina. ¿Acaso no estaba admitido que nunca escuchaba, y que, por otra parte, no entendía nada?

La baronesa, sin dignarse responder a Fräulein, arengaba a su hijo, sentado en su sillón favorito, delante de la chimenea de la cocina. Allí pasaba las tardes lluviosas de invierno haciendo fósforos de papel o lustrando los fusiles de su padre, de los que nunca había hecho uso.

– Galeas, muestra tu autoridad una vez en tu vida -suplicaba la anciana-. No tienes más que decir una palabra: "¡No y no! Yo no quiero entregar mi hijo a ese comunista…" Después deja pasar la tormenta.

Pero Fraulein protestaba:

– No escuches a la señora baronesa -tuteaba a Galeas, pues lo había criado-. ¿Por qué Guillou no habrá de ser instruido como los niños de Arbis?

– Deje tranquilos a los Arbis, Fräulein. No tienen nada que ver en el asunto. No quiero que mi nieto tome ideas de ese hombre. ¡Eso es todo!

– ¡Pobre pichón! Como si le fueran a hablar de política.

– No se trata de política… ¿Y la religión? ¿Qué hace con ella? Todavía no sabe bien el catecismo…

Guillaume observaba a su padre, inmóvil, los ojos fijos en los sarmientos abrasados. No daba señales de inclinarse por un lado u otro.

Guillou, con la boca abierta, trataba de comprender.

– En el fondo, a la señora baronesa le importa muy poco que él viva, más tarde, como un campesino… Después de todo, ¡quién sabe si no es lo que ella desea!

– Usted no tiene por qué abogar ante mí a favor de mi nieto. De todos modos, es el colmo -insistió la baronesa con un tono falsamente indignado y que traicionaba cierta confusión.

– Sí, sí. La señora baronesa quiere mucho a Guillou, está contenta de tenerlo aquí, cerca; pero es con los otros con quienes cuenta cuando piensa en el porvenir de la familia…

La baronesa trató a Fräulein de "atolondrada". Pero la voz agria de la austríaca dominaba fácilmente a la de su ama.

– La prueba está en que después de la muerte de Georges se convino en que el mayor de los Arbis, Stanislas, agregaría el nombre de Cernes al nombre de Arbis, como si en este mundo no quedara nada de Cernes; como si Guillou no se llamara Guillaume de Cernes.

– El pequeño escucha -dijo de pronto Galeas. Y volvió a caer en su silencio. Fräulein tomó al niño por los hombros y lo empujó dulcemente hacia afuera. Pero él permaneció en la antecocina, desde donde oyó gritar a Fräulein:

– He aquí uno que no habría podido llamarse Désiré 1 cuando nació. ¿Recuerda la señora baronesa que me dijo que no debía ser frecuente que un enfermo diera un hijo a su enfermera…?

– Yo no le he dicho tal cosa, Fräulein.

Galeas estaba muy bien de salud… No entra en mis costumbres ser tan grosera.

– En fin, la señora baronesa debe recordar que el niño no estaba previsto en el programa. Yo, que conocía a mi Galeas, sabía que no era más lerdo que otros, como bien se ha visto.

Una llama de sospecha brilló entre los rosados párpados sin pestañas de la austríaca. "Ojos de marrana…", le había dicho un día la señora de Galeas. La baronesa, ofendida, le dio la espalda.

Guillou, con la nariz aplastada contra el vidrio de la antecocina, miraba saltar las gotas de lluvia, cada una de las cuales era como un pequeño personaje danzarín. Las personas mayores se ocupaban de él sin cesar y estaban divididas al respecto. No habrían podido llamarlo Désiré. Él habría querido volver a pensar en esas historias que se narraba a sí mismo y que sólo él conocía, pero esta vez era imposible evadirse, a menos que el preceptor hubiera mantenido su negativa. Entonces Guillou sería tan feliz, que le importaría muy poco no haber sido deseado.

Sólo pedía no ser mezclado con otros niños que le harían sufrir; no tener nada que ver con maestros que hablan a gritos, que se exasperan y que articulan palabras desprovistas de sentido, en un tono duro.

Mamie no lo había deseado; ¡su madre tampoco! ¿Sabrían ellas por anticipado que él no sería como los otros? ¿Y el pobre papá? De cualquier modo, no sería él quien lo libraría del preceptor.

Cómo se agotaba la baronesa repitiéndole:

– Sólo tienes que decir "no"… ¡No es tan difícil, que digamos! Puesto que te repito que no tienes más que decir "no"… No tienes más que decir "no"…

Pero Galeas, sin responder nada, sacudía su gruesa cabeza gris y rizada. Por fin, dijo:

– No tengo derecho…

– ¿Qué quieres decir con eso, Galeas? El padre tiene todos los derechos en lo que concierne a la educación de los niños.

Pero, siempre sacudiendo la cabeza con aire terco, repetía: "No tengo derecho…"

Fue entonces cuando Guillaume volvió llorando y se abalanzó contra las piernas de Fräulein, diciendo:

– ¡Aquí está mamá! Ríe sola. Seguramente el preceptor ha aceptado.

– ¿Y qué hay con eso? Él no te comerá tontito. Limpíele la nariz, Fräulein. Este niño está asqueroso.

Desapareció por el lavadero en el momento en que su madre pasaba, triunfante, el umbral de la cocina.

– Todo está arreglado -dijo-. Llevaré a Guillaume mañana, a las cuatro de la tarde.

– Si su marido consiente.

– Seguro, madre. Pero, por supuesto, él consiente. ¿Verdad, Galeas?

– De cualquier modo, hija mía, le aseguro que el pequeño le va a dar que hacer.

– Y a todo esto, ¿dónde está? -preguntó Paule-. Me parece que le he oído sollozar.

Entonces vieron a Guillaume que salía del lavadero con su aspecto más miserable, la cara embadurnada de mocos, saliva y lágrimas.

– ¡No iré! -gimió sin mirar a su madre-. ¡No iré a casa del preceptor!

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1 En francés, Desiderio y deseado (N. de la T.).