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– ¿Por qué tiemblas, imbécil? El señor Bordas no te comerá.

– ¿Quizá tenga frío?

Paule se encogió de hombros y dijo con tono exasperado:

– No. Es nervioso. No se sabe por qué le ocurre eso. A los dieciocho meses tuvo convulsiones…

Los dientes de Guillou castañeteaban. No se oía más que ese castañeteo y el péndulo del gran reloj.

– Léone, quítale los zapatos -dijo el ogro-. Ponle las pantuflas de Jean-Pierre.

– Por favor -protestó Paule-. No se tornen esa molestia.

Pero Léone ya volvía con un par de pantuflas. Tomó a Guillou sobre sus rodillas, le quitó el abrigo y se acercó al fuego.

– Un muchacho grande como tú -dijo su madre-. ¿No tienes vergüenza? No he traído ni libros ni cuadernos -agregó.

El ogro aseguró que no los necesitaba. Esa tarde se contentarían con hablar y trabar relación.

– Volveré dentro de dos horas -dijo Paule.

Guillou no oyó las palabras que su madre y el preceptor cambiaron a media voz, sobre el umbral. Supo que ella había partido, porque no sentía más frío. La puerta había sido cerrada.

– ¿Quieres ayudarnos a desgranar porotos? -preguntó Léone-. Pero tal vez tú no sepas hacerlo.

Él rió y dijo que siempre ayudaba a Fräulein. Lo tranquilizaba que se le hablara de porotos. Se aventuró a agregar:

– En casa los han recogido hace mucho tiempo.

– ¡Oh! Éstos son los tardíos -dijo la institutriz-. Muchos están podridos; hay que clasificarlos.

Guillou se acercó a la mesa y se puso a trabajar. La cocina de los Bordas era igual a todas las cocinas, con la gran chimenea de cuya cremallera pendía la olla; la larga mesa, los calderos de cobre sobre un estante y, sobre otro, potes con encurtidos, y dos jamones envueltos en bolsas, suspendidos de las vigas… Y sin embargo, Guillou había penetrado en un mundo extraño y delicioso. ¿Era quizá el olor de la pipa del señor Bordas, que aun apagada no se la quitaba de la boca? Pero, sobre todo, había libros por todas partes, montones de periódicos sobre el aparador y sobre una mesita al alcance de la mano del maestro. Con las piernas estiradas y sin prestar ninguna atención a Guillou, el señor Bordas cortaba las páginas de una revista con tapa blanca y título rojo.

En la campana de la chimenea estaba colgado un retrato de un hombre gordo y barbudo, con los brazos cruzados. Había una palabra impresa en la parte inferior, que el niño, desde su lugar, trataba de deletrear a media voz: Jau… Jau…

– Jaurés -dijo de pronto el ogro-. ¿Sabes quién era Jaurés?

Guillou sacudió la cabeza. Léone intervino:

– ¿Vas a comenzar hablándole de Jaurés?

– Es él quien me habla de Jaurés -dijo el señor Bordas.

Reía. A Guillou le gustaban esos ojos achicados por la risa. Él había querido saber quién era Jaurés. No le molestaba clasificar porotos. Hacía un montón con los que estaban picados. Lo dejaban tranquilo. Podía pensar en lo que quería, observar al ogro, a la ogresa y su casa.

– ¿Quizá estés aburrido de hacer eso? -preguntó de pronto el señor Bordas.

El preceptor no leía su revista: descifraba el índice, cortaba las páginas, se detenía en las firmas, aproximaba el fascículo a su rostro, lo husmeaba con glotonería. Esa revista que venía de París… Pensaba en la inmensa felicidad de los hombres que colaboraban en ella. Trataba de representarse sus rostros, la sala de redacción donde se reunían para cambiar opiniones; esos hombres que saben todo, "que han rumiado las ideas…" Léone ignoraba que había enviado un estudio sobre Romain Rolland a la revista. Recibió una respuesta muy cortés, pero negativa. El estudio tenía un carácter político demasiado acentuado.

La lluvia que corría desbordaba las goteras. No se vive más que una vez. Robert Bordas jamás conocería esa vida de París. El señor Lousteau afirmaba que la vida en Cernes le podía proporcionar tema para un libro… Le aconsejó escribir su diario, pero él no se interesaba en sí mismo. Los otros tampoco le interesaban mucho. Hubiera querido persuadirlos, imponerles sus ideas, pero eran tan simples que no atraían su atención… Estaba dotado para hablar y para el artículo rápido. El señor Lousteau encontraba que sus artículos de La Francedu Sud-Ouest eran superiores a todo lo que se publicaba en París, salvo en L'Action Francaise. En L'Humanité, según Lousteau, no había nadie que valiera la pena. París… Había prometido a Léone que nunca dejaría Cernes, ni siquiera cuando Jean-Pierre estuviera en la Escuela Normal… Ni siquiera más tarde, cuando su hijo, una vez llegado a la meta, ocupara la primera fila. Sería menester no molestarlo, no estorbarlo. "Cada uno en su lugar", decía Léone.

Robert tenía la frente pegada al vidrio de la puerta; se dio vuelta y vio los tiernos ojos de Guillou, húmedos, fijos en él, que se desviaron al momento. Recordó que al niño le gustaba leer.

– Pequeño, ¿estás cansado de desgranar porotos? ¿Quieres que te preste un libro con figuras?

Guillou respondió que le era igual que tuviera o no figuras.

– Muéstrale la biblioteca de Jean-Pierre y podrá elegir -dijo Léone.

Precedido por el señor Bordas, quien llevaba una lámpara Pigeon, el niño atravesó el dormitorio del matrimonio. Le pareció magnífico. Sobre el enorme lecho esculpido se extendía majestuoso un edredón de color cereza, como si, sobre la colcha, se hubiera vertido jarabe de grosellas. Muy cerca del techo se veían algunas fotografías ampliadas. Después, el señor Bordas lo hizo entrar en una habitación más pequeña que olía a encierro. El preceptor levantó con orgullo la lámpara y Guillou admiró el dormitorio del hijo.

– Evidentemente, en el castillo se debe estar mejor alojado…, pero de todas maneras -agregó satisfecho el preceptor-, no está mal…

El niño, deslumbrado, no podía creer lo que veían sus ojos. Por primera vez el pequeño castellano pensó en el reducto donde dormía. Reinaba allí el olor de la señorita Adrienne -encargada de cuidar la ropa blanca del castillo-, pues allí la señorita Adrienne pasaba las tardes. Un maniquí inservible se erguía al costado de la máquina de coser. Una cama plegadiza, recubierta con una funda, era utilizada por Fräulein durante las enfermedades de Guillou. De pronto se imaginó la alfombra gastada, sobre la cual, tan a menudo, había volcado su bacinilla. Jean-Pierre Bordas tenía ese dormitorio para él solo; esa cama pintada de blanco con dibujos azules; esa biblioteca provista de libros.

– Casi todos son premios -dijo el señor Bordas-. Siempre ha ganado todos los premios de su clase.

Guillou rozaba con la mano cada volumen.

– Elige el que quieras.

– ¡Oh! La isla misteriosa… ¿Usted la ha leído? -preguntó, los ojos brillantes dirigidos hacia el señor Bordas.

– Sí, cuando tenía tu edad -dijo el preceptor-. Pero la he olvidado… ¡Creo que es una historia de Robinson!

– ¡Oh! ¡Es mucho mejor que Robinson!

– exclamó Guillou con fervor.

– ¿Por qué es mejor?

Pero ante esa brusca pregunta, se encerró en su torre. Retomó su aire ausente, casi atontado.

– Yo creía que era su continuación -prosiguió el señor Bordas después de un silencio.

– Sí, es preciso haber leído Veinte mil leguas de viaje submarino y Los hijos del capitán Grant. Yo no conozco Veinte mil leguas de viaje submarino… Pero eso no impide comprender, ¿sabe? Salvo cuando Cyrus Smith fabrica cosas, como la dinamita… Siempre salto esa página…