– ¡Qué ocurrencia tiene usted, pobre hija mía!
– He tratado de comprometer, ante sus camaradas y jefes, a ese muchacho que tiene toda la vida por delante, que tiene el derecho de esperar todo… ¿Y por quién? ¿Puede usted decirme? Por un pequeño atrasado, por un pequeño degenerado…
– Estoy aquí, Paule.
Más que entender, ella adivinó esa protesta de Galeas, que no había levantado la nariz del tazón lleno de sopas de pan. Cuando estaba emocionado su lengua espesa no dejaba pasar más que una papilla de palabras. Agregó en voz más alta:
– Y Guillaume también está aquí.
– Parece increíble lo que hay que oír -exclamó Fräulein al tiempo que desaparecía en el lavadero.
Mientras tanto, la anciana baronesa recobraba el aliento:
– ¡Me parece que Guillaume es también su hijo!
Era el odio el que aceleraba los cabeceos seniles de ese cráneo desnudo, ya preparado para la nada. Paule le susurró al oído:
– Mire, pues, a los dos. ¿No es el uno la réplica del otro? ¡Vamos! ¡Es alucinante!
La anciana baronesa se irguió, examinó a su nuera de arriba abajo y, sin contestar nada, sin una palabra para Guillou, dejó la cocina. Nada se podía descifrar en la carita gris del niño. Por otra parte, reinaba una espesa niebla; y como Fräulein jamás lavaba los vidrios de la única ventana, la cocina estaba apenas iluminada por la llamarada de los sarmientos. Los dos perros, acostados debajo de la mesa, con el hocico entre las patas, estuvieron un instante como abrasados por las llamas.
Ya nadie hablaba. Paule había colmado la medida; tenía conciencia de ello. Había ofendido a la raza, a millares de padres dormidos. Galeas se irguió sobre sus largas piernas, se secó los labios con el revés de la mano y preguntó al pequeño si tenía allí su abrigo. Él mismo lo abrochó a ese cuello de pájaro, y lo tomó de la mano. Dio un puntapié a los dos perros, que saltaban sobre él y querían seguirlo. Fräulein le preguntó a dónde iban. Paule respondió por él.
– ¡Al cementerio, seguro!
Sí. Iban al cementerio. El sol rojo luchaba contra la niebla que quizá se levantaría o volvería a caer en forma de lluvia. Guillou retenía la mano de su padre, pero estaba tan húmeda que debió soltarla muy pronto. No cambiaron ni una sola palabra hasta llegar a la iglesia. La tumba de los Cernes se alza contra el parapeto del cementerio que domina el valle del Ciron.
Galeas fue a la sacristía a tomar una azada. El pequeño se sentó sobre una lápida, un poco a la expectativa. Hundió el capuchón sobre su cabeza y no se movió más. El señor Bordas ya no quería ocuparse de él. La niebla era sonora: por encima del acompañamiento ininterrumpido del molino sobre el Ciron y de la esclusa, donde los muchachos se bañan desnudos en verano, se destacaban la sacudida de un carro, el canto de un gallo y un motor monótono. Un petirrojo cantaba muy cerca de Guillaume. Habían pasado las aves de paso que a él le gustaban. El señor Bordas no quería ocuparse más de él. Ninguna otra persona lo querría. Dijo a media voz: "Me es completamente igual…" Y repitió, como para desafiar a un enemigo invisible: "Me es completamente igual…" ¡Qué batahola hacía la esclusa! Es verdad que a vuelo de pájaro no hay más que un kilómetro. Un gorrión salió de la iglesia por el agujero del vitral. "Dios no está allí…" Era una de esas cosas que decía Mamie. "Se han llevado a Dios…" No está más que en el cielo. Los niños muertos se parecen a los ángeles, y sus rostros son puros y resplandecientes. Mamie dice que las lágrimas de Guillou ensucian. Cuanto más llora, más sucia tiene la cara, porque se embadurna con sus manos llenas de tierra. Cuando vuelva, su madre le dirá… Mamie le dirá… Fräulein le dirá…
El señor Bordas no quiere ocuparse más de él. Nunca más entrará en el cuarto de Jean-Pierre. Jean-Pierre. Jean-Pierre Bordas. Es raro querer a un muchacho a quien jamás se ha visto, a quien jamás se conocerá. "Y si él me hubiese visto, me habría encontrado feo, sucio y tonto". Eso es lo que su madre le repite cada día: "Eres feo, sucio y tonto". Jean-Pierre Bordas jamás sabría que Guillaume de Cernes era feo, sucio y tonto: un mico. ¿Y qué más era? ¿Qué era lo que acababa de decir su madre? ¿Esa palabra que había sido como una piedra que papá recibiera en el pecho? Buscó, y no encontró más que "regenerado". ¿Era una palabra que se asemejaba a regenerado?
Esa noche se dormiría, pero no en seguida. Habría que esperar el sueño. Esperar durante una noche igual a la de la víspera, en la que se había estremecido de felicidad; se había dormido pensando que al despertar volvería a ver al señor Bordas, que al anochecer, en el cuarto de Jean-Pierre, comenzaría a leer Sin familia… ¡Ah! ¡Pensar que en torno de él esta noche sería igual a todas las noches!…
Se levantó, caminó alrededor de la tumba de los Cernes, pasó por encima del parapeto y tomó un sendero en pendiente, que descendía hacia el Ciron.
Galeas volvió la cabeza y vio que el niño ya no estaba allí. Se aproximó al parapeto: el pequeño capuchón se movía entre los retoños de viña y se alejaba. Galeas tiró su azada y tomó el mismo sendero. Cuando estuvo a pocos metros del niño, acortó el paso. Guillou se había librado de su capuchón. No tenía boina. Su cabeza rapada, entre las grandes orejas desplegadas, parecía muy pequeña. Sus piernas eran dos sarmientos terminados en enormes zapatos. Su cuello de pollo emergía del abrigo. Galeas devoraba con los ojos a ese pequeño ser que trotaba; esa musaraña herida, escapada de una trampa, que sangraba; su hijo, igual a él. Con toda esa vida por vivir, y que, sin embargo, sufría ya desde hacía años. Pero la tortura apenas comenzaba. Los verdugos se renovarían: los de la infancia no son los de la adolescencia. Y aún había otros para la edad madura. ¿Sabría él embotarse, embrutecerse? ¿Tendría que defenderse en todos los instantes de su vida contra esa mujer siempre presente, contra esa cara de Gorgona, sucia de bilis? El odio lo sofocaba, pero con menos fuerza que la vergüenza, pues él era el verdugo de esa mujer. No la había tomado más que una vez, una sola vez; ella había sido como una perra encerrada, no por el espacio de algunos días, sino durante toda su juventud, y aún tenía años por delante para aullar por el macho ausente. ¡Y con qué sueños, acompañados de qué gestos, él, Galeas, engañaba su hambre! Cada noche; sí, cada noche… Y aun por la mañana… Tal sería el destino de ese aborto, nacido de su único abrazo, que trotaba, que se apresuraba. ¿Hacia qué? ¿Lo sabía él? A pesar de que el pequeño no había vuelto la cabeza en ningún momento, quizá había olfateado la presencia de su padre. De pronto, Galeas estuvo persuadido de ello: "No ignora que le sigo los rastros. No trata de esconderse de mí, ni de borrar sus huellas. Es un guía que me lleva allí, donde desea que yo vaya con él". Galeas no mira de frente la salida hacia la que se apresuran los dos últimos Cernes. Los alisos temblorosos anuncian que el río está próximo. Ya no es el rey de los alisos quien persigue al hijo en una última cabalgata, sino el mismo niño quien arrastra a su padre, destronado e insultado, hacia el agua dormida de la esclusa donde en verano los muchachos se bañan desnudos. Helos aquí, por alcanzar ya, los húmedos bordes del reino donde la madre, donde la esposa, no los hostigarán más. Van a liberarse de la Gorgona. Van a dormir.
Habían penetrado bajo el abrigo de los pinos, que la vecindad del río hacía enormes… Los heléchos, aún vivos, eran casi tan altos como Guillou, de quien Galeas divisaba el cráneo rapado emergiendo apenas de su ola leonada, y desaparecía de nuevo en una vuelta del camino de arena. Podían haberse encontrado con un recolector de resina, con el mulero del molino, con un cazador de becadas. Pero todas las comparsas se habían retirado de ese rincón del mundo para que se cumpliera, al fin, el acto que ellos debían realizar. ¿El uno arrastrando al otro, o empujándolo a pesar suyo? ¿Quién lo sabría jamás? No hubo allí más testigos que los pinos gigantes apretados alrededor de la esclusa. Ardieron durante el siguiente agosto. Se tardó en explotarlos. Largo tiempo extendieron sus brazos calcinados sobre el agua dormida. Largo tiempo aún alzaron sus negros rostros hasta el cielo.