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Se admitió que Galeas se había arrojado al agua para salvar a su hijo, y que el pequeño se había aferrado a su cuello y lo había arrastrado. Los vagos rumores que corrieron al principio cedieron rápidamente ante esa imagen enternecedora de su padre arrastrado al abismo por su hijo que se le aferra al cuello. Si alguien movía la cabeza y decía: "Para mí, las cosas no han debido pasar así…", tampoco llegaba a imaginar lo que había podido ser. ¿Verdad que no? ¿Cómo sospechar de un padre que quería a su muchachito y a quien todos los días llevaba con él al cementerio…? "El señor Galeas era un poco simple, pero no le faltaba el buen sentido y no había nadie más suave que él".

Nadie disputó a Fräulein el abrigo de Guillou, que ella había desatado, chorreante, de su cuerpecito. La anciana baronesa se alegraba porque sus niños Arbis serían Cernes; por otra parte, Paule desaparecía de su vida. Los Meuliére la habían recogido; volvía a ser, como decían, una carga para ellos. Pero ahora tenía un "tumor maligno".

Sobre las paredes blanqueadas, en esa atmósfera sofocante de la clínica (y la enfermera que entra con la palangana, lo quiera o no lo quiera, y hasta si no tiene más fuerzas para abrir los ojos; y esa morfina que su hígado no soporta; y esas visitas de su tía, desolada por tan enorme gasto inútil, puesto que la recaída era segura), sobre esas paredes blanqueadas, se le aparecía a veces la gruesa cabeza ensortijada de Galeas como una pantalla; y el mico levantaba, por encima de un libro destrozado o de un cuaderno manchado con tinta, su carita embadurnada y ansiosa. ¿Quizá ella imaginaba esas cosas? El niño se había aproximado al borde, lo más posible; temblaba, tenía miedo, no de la muerte, sino del frío. Su padre había avanzado sigilosamente, a pasos de lobo… En ese punto ella vacilaba: ¿lo había empujado y se había precipitado tras él? ¿O había tomado al niño en sus brazos diciéndole: "Estréchame bien fuerte, no vuelvas la cabeza…"? Paule no sabía, no lo sabría jamás. Estaba contenta de que su propia muerte estuviese tan cerca. Repetía a la enfermera que la morfina le hacía daño, que su hígado no soportaba ninguna inyección; quería beber ese cáliz hasta la última gota; no ciertamente porque creyera que existe ese mundo invisible donde nuestras víctimas nos han precedido, donde podremos caer de rodillas ante los seres que nos han sido confiados y que por nuestra culpa se perdieron. Ella no imaginaba que pudiera ser juzgada. Ella no dependía más que de su conciencia. Se absolvía por haber tenido horror de un hijo, réplica viviente de un horrible padre; había vomitado a los Cernes porque uno no es dueño de su náusea. Pero había dependido de ella no compartir la cama de ese monstruo débil. Ese abrazo al que ella había consentido; he aquí ante sus ojos el inexpiable crimen.

El dolor era a veces tan agudo, que Paule cedía a la tentación de la morfina. Entonces, en la tregua obtenida por un instante, soñaba con otras vidas que hubiesen sido posibles. Ella era la mujer de Robert Bordas; la rodeaban muchachitos robustos que no babeaban y cuyos labios inferiores no pendían. El hombre la tomaba cada noche entre sus brazos; dormía contra su pecho. Soñaba con el pelaje de los machos, con su olor.

No sabía qué hora del día o de la noche era; el dolor ya golpeaba a su puerta; penetraba en ella, se instalaba, comenzaba a devorarla lentamente.

"No debería permitirse que una madre sienta vergüenza de su hijo y de su nieto", piensa Fräulein. No perdona a su ama el haber llorado tan poco a Galeas y a Guillou; tal vez, de haber estado contenta de su muerte. Pero la señora baronesa lo pagará caro. Los Arbis no la dejarán morir en paz en Cernes. "¡Si yo repitiera a la señora baronesa lo que el chófer de los Arbis decía la noche del entierro! Encuentran que a su edad no es razonable tanto lujo en su casa: un jardinero, un ayudante jardinero, dos sirvientes. He sabido que ya han averiguado los precios en la casa de retiro para ancianos, de Verdelais, de las Damas de la Presentación ". La baronesa agita su cabeza calva de ave de rapiña por encima de las almohadas. Ella no irá al asilo de las Damas de la Presentación. "Si los Arbis lo han decidido, la señora baronesa irá, y yo con ella. La señora baronesa nunca ha sabido decir "no" a los Arbis: le dan miedo, y a mí también me dan miedo."

Hoy, jueves, no vendrán los niños. Pero el preceptor tiene trabajo en la alcaldía. Se pasa rápidamente una esponja sobre la cara, hinchada por el sueño. ¿Para qué afeitarse y para quién? No se calza zapatos; con semejante tiempo, los calcetines mantienen los pies calientes, y con los zuecos no hay temor de que se mojen. Léone ha ido a la carnicería. Él escucha la lluvia sobre las tejas; en la carretera un charco se ensancha de una huella a otra. Cuando Léone regrese, le preguntará: "¿En qué piensas?" Él contestará: "En nada". No hablaron de Guillou más que el día en que los cuerpos fueron rescatados, cerca de la rueda del molino. Ese día él dijo una sola vez: "El pequeño se ha matado o bien es su padre quien…" Y Léone, encogiéndose de hombros: "¿Te parece?" Después no han vuelto a pronunciar el nombre del niño. Pero Léone sabe que el pequeño esqueleto, bajo su abrigo y su capuchón, anda errando día y noche entre los muros de la escuela y se desliza en el patio de recreos sin mezclarse en los juegos. Ella está en la carnicería. Robert Bordas entra en el cuarto de Jean-Pierre, toma La isla misteriosa; el libro, solo, se abre en la misma página:

…el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riacho que lo separaba de la selva, y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ahí -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras."

El señor Bordas se sentó sobre el lecho de Jean-Pierre con el grueso libro rojo y oro abierto sobre las rodillas. Guillou… ¡Ah, qué maravilloso hubiera sido ayudar a surgir al espíritu que palpitaba en esa carne sufriente! Tal vez, Robert Bordas había venido a este mundo para esa tarea. En la escuela normal, uno de sus maestros les enseñaba etimología: preceptor, de praeceptor, el que enseña, el que instruye, el que instituye la humanidad en el hombre. ¡Qué hermosa palabra! Quizá se encontraran otros Guillou en su camino. Por ese niño que había dejado morir, no escatimaría nada de sí mismo a los que vinieran hacia él. Pero ninguno de ellos sería ese muchachito, que había muerto porque el señor Bordas lo había recogido una tarde y después lo había vuelto a tirar como a esos perritos perdidos, a quienes sólo damos calor por un instante. Él lo había devuelto a las tinieblas, que lo guardarían para siempre. Pero ¿eran ciertamente tinieblas?

Su mirada busca más allá de las cosas, más allá de los muros, de los muebles y de las tejas del techo; y de la noche láctea y de las constelaciones invernales. Busca ese reino de los espíritus desde donde, quizá, el niño, eternamente vivo, vea a ese hombre y, sobre su mejilla ennegrecida por la barba, la lágrima que olvida enjugar.

La hierba primaveral invadió el cementerio de Cernes. Las zarzas recubrieron las tumbas abandonadas, y el musgo terminó por hacer indescifrables los epitafios.

Desde que el señor Galeas tomó a su muchachito de la mano y decidió compartir su sueño, en Cernes ya nadie se ocupa de los muertos.