– No sabría decirlo -contestó la muchacha después de pensarlo un poco.
– Muy bien. ¡Galluzzo, ponte como te diga Grazia!
La muchacha manipuló a Galluzzo como un escaparatista a un maniquí. Al final, dijo:
– Cuando lo vi, estaba exactamente así.
– Si estaba así no pudiste verle la cara, porque se encontraba de espaldas a ti.
– No, no se la vi.
– Vuelve a tu sitio al lado de la cama. Cuando te dé la señal, tú, Galluzzo, bajas corriendo la escalera y sales por la puerta principal, que está abierta. Tú, Grazia, me enseñas cómo cogiste el arma y cómo perseguiste al asesino. ¿Listos? ¡Adelante!
Galluzzo salió, Grazia se incorporó, abrió el cajón de la mesilla, cogió un revólver imaginario y echó a correr en pos de Galluzzo.
– ¡Quietos! Volved aquí. Repitámoslo todo.
Por un instante, tuvo la impresión de ser un director de cine de legendaria exigencia en la historia de la cinematografía.
– Esta vez añadiremos otra cosa. Tú, Grazia, le pegas un tiro como hiciste aquella noche. Gritas: «¡Pum!» Y tú, en cuanto lo oigas, te detienes donde estés.
Tres veces repitieron la escena, y todas el «¡Pum!» de Grazia bloqueó a Galluzzo justo en la puerta principal. Los tiempos coincidían a la perfección.
– Vamos a sentarnos en la cocina.
Galluzzo se bebió dos vasos de agua seguidos.
– ¿Le preparo un poco de pasta con salsa de tomate? -propuso Grazia.
– ¿Por qué no? Mientras la preparas, Galluzzo y yo vamos a tomar un poco el aire. Cuando esté lista, nos llamas.
– ¿Ha quedado satisfecho? -fue lo primero que le preguntó Galluzzo.
– Bastante, aunque queda un detalle por aclarar.
– ¿Cuál?
– Se lo preguntaré a Grazia mientras comamos.
Galluzzo pareció ofenderse y permaneció un rato en silencio. Después no pudo resistir la tentación de repetir una pregunta que no había obtenido respuesta.
– ¿A quién han matado?
– A Dindò.
Galluzzo puso cara de sentir que estaban tomándole el pelo.
– ¿El mozo del supermercado?
– Sí.
– ¿Y qué mal ha podido hacer ese pobrecillo?
– Bueno, tal vez haya hecho algo.
– Pero ¿qué?
– Por ejemplo, matar a Gerlando Piccolo.
Para no desplomarse, con las piernas repentinamente convertidas en requesón, Galluzzo tuvo que apoyarse en el muro de la casa.
– ¿Está…, está de guasa? -balbuceó.
– No estoy de humor para eso.
Galluzzo se pasó las manos por el rostro. Después abrió unos ojos como platos porque acababa de comprender que si dos y dos son cuatro…
– ¡Entonces, la que disparó contra Dindò fue Grazia! -dijo.
– Exactamente. Y hemos venido aquí porque quería comprobar si la chica decía la verdad. -Al lado de la casa había un pozo. Montalbano se acercó a él, seguido por Galluzzo, que parecía una marioneta con los hilos rotos. El comisario lanzó el cubo abajo, lo llenó de agua fresca y lo izó-. Lávate la cara. Y no le digas nada a Grazia.
Mientras Galluzzo se lavaba, Montalbano se dio cuenta de que la ventana que tenía delante era la de la cocina. Dentro se veía a la muchacha trajinando. Se acercó unos pasos. No había en ella ni rastro de la belleza que tanto lo había impresionado la víspera; ahora era una joven de dieciocho años normal y corriente, ni guapa ni fea, que estaba poniendo la mesa. Si Livia la hubiera visto en ese momento, habría pensado sin duda que Salvo le había contado simplemente sus fantasías personales, haciéndolas pasar por realidad. Al sentirse observada, Grazia levantó la cabeza y sonrió.
– Pueden venir, la comida ya está lista.
Se sentaron y comieron en silencio. Al final, el comisario dijo:
– La salsa estaba riquísima. ¿Dónde la compras?
– No la he comprado. La hago yo.
– Pues te felicito. Oye, Grazia, tengo que preguntarte todavía unas cuantas cosas.
– Dígame.
– ¿Cómo supiste que el hombre no había cruzado la puerta, es decir, que todavía estaba dentro de la casa y, por consiguiente, podías disparar contra él?
No hubo el menor titubeo.
– Estaba huyendo y los zapatos hacían mucho ruido. Le disparé al tuntún, sin saber si le daría. No imaginaba que le había dado.
– ¿Por qué no lo perseguiste?
– Tenía miedo de que me disparara él a mí.
– Hace un rato has dicho que no sabías si el hombre empuñaba el revólver.
– Pero a mi tío lo había matado, ¿no? -replicó Grazia en tono ofendido-. Y además no podía bajar la escalera, me temblaban las piernas.
– De acuerdo, disparaste al tuntún, pero le diste debajo del omoplato. Fue a esconderse y lo han encontrado desangrado a medio kilómetro de aquí. Con semejante herida, no podía ir muy lejos.
Grazia palideció.
– ¿Qué van a hacerme?
– No pueden hacerte nada.
– ¿Lo han reconocido?
– Sí. Es Dindò, el del supermercado.
Inesperadamente, Grazia esbozó una sonrisa.
– ¿Dindò? No puedo creerlo. Venga, dígame la verdad. ¿Quién era?
– Dindò -le confirmó Galluzzo.
– ¿Lo conocías? -preguntó Montalbano.
– Claro que lo conocía. Por lo menos dos veces a la semana nos traía las cosas. Pero nunca se había tomado ninguna confianza. ¡Dindò! Pero ¿por qué lo haría? ¿Qué motivo tenía? ¡Era un pobre infeliz! ¡Un desgraciado! ¡Y yo lo he matado!
De repente, se echó a llorar, desesperada. Galluzzo se levantó y le pasó dulcemente la mano por el pelo.
Grazia pidió permiso para ir a tumbarse en la cama, pues no se tenía en pie. Montalbano, por su parte, subió al despacho de Piccolo, entregó las llaves de la caja fuerte a Galluzzo y éste la abrió. Dentro había muy poco dinero en efectivo -no llegaba a doscientas mil liras-, un abultado sobre deformado por la cantidad de papeles que contenía, y un pequeño archivador metálico similar a un cajón, lleno de fichas colocadas en orden alfabético. En la parte superior de cada ficha figuraban el nombre y el apellido del cliente, la fecha del préstamo, los vencimientos y las sumas cobradas. Se trataba de cantidades muy elevadas, de cincuenta millones de liras para arriba. En el otro archivador, que parecía un mueblecito, las fichas eran innumerables y correspondían a préstamos muy pequeños, entre cien mil liras y veinte o treinta millones. El volumen de negocio, por así decirlo, de Gerlando Piccolo, pensó Montalbano, tenía que ser casi igual al de un pequeño banco. Y los papeles del sobre confirmaron lo que suponía el comisario: eran extractos de cuentas bancarias de Vigàta y Montelusa correspondientes a sumas multimillonarias.
Algo no encajaba.
– ¿Encontraron dinero en los bolsillos de la ropa que Piccolo se había quitado antes de irse a la cama?
– Sí, señor. Trescientas y pico mil liras.
– Que Dindò no tocó.
– Puede que no le diera tiempo.
Pero ¿cómo era posible que Gerlando Piccolo guardara en su caja fuerte menos de doscientas mil liras y llevara encima más de trescientas mil?
5
Tres días después recibieron en la comisaría los primeros resultados de la Científica. ¡Sólo habían tardado tres días! Eso dejaba estupefacto a cualquiera. La burocracia, pensó el comisario, es un laberinto en cuyo interior yacen los huesos blanqueados de millones de diligencias que no han tenido la posibilidad de salir de allí. En cuanto se detienen por falta de impulso, son asaltadas por millares de ratones hambrientos que las devoran, ratones que él había visto, recorriendo rápidamente en manadas los sótanos de algún Palacio de Justicia llenos a rebosar de carpetas. Muy raras veces, y por motivos totalmente inexplicables, una diligencia sobre diez mil conseguía recorrer el laberinto a la velocidad de un corredor olímpico de los cien metros lisos y llegar a su destino. Como en ese caso. En el dormitorio de Gerlando Piccolo había huellas digitales de Dindò, Salvatore Trupìa, a patadas, como para parar un tren; la sangre de Dindò era la misma que había formado un pequeño charco mientras éste intentaba poner en marcha el ciclomotor después de haber matado a 'u zu Giurlanno. El arma del delito no había sido hallada. Lo más probable era que Dindò se hubiera deshecho de ella durante su fuga hacia la muerte por desangramiento. Y, además, contaban también con la declaración del señor Arturo Pastorino, comerciante, el cual, mientras circulaba por la carretera provincial, afirmaba haber visto encenderse la luz que había delante de la casa de Gerlando Piccolo a la hora en que se cometió el delito y, un segundo después, un ciclomotor adentrándose a toda pastilla en la misma carretera provincial procedente de la casa de Piccolo que a punto estuvo de chocar contra su coche.