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En el fondo, pensó el comisario, tenía toda la razón: cada vez con más frecuencia los periodistas se convertían de un día para otro en historiadores.

– ¿Por qué no quería vivir en casa con usted? ¿Se habían peleado?

– Pero ¡qué dice! ¡Con Dindò nadie podía pelearse! ¿Puede pelear uno con un niño? No, señor, hace cuatro años, cuando empezó a ganarse la vida en el supermercado, me dijo que quería vivir solo. Y yo le di la llave del cuarto de la escalera, que es mío.

– ¿Lo veía a menudo?

– No, señor. Pero si es eso lo que quiere saber, en los dos últimos meses había cambiado.

– ¿Y cómo lo sabe si no lo veía?

– Porque lo oía. Desde hacía dos meses, cantaba.

– ¡¿Cantaba?!

– Sí, señor. A pleno pulmón. Por la mañana cuando se levantaba y por la noche cuando regresaba.

– ¿Y antes no cantaba?

– Jamás.

– Oiga, quisiera echar un vistazo al cuarto de la escalera.

– Aquí tiene la llave.

– Después se la devuelvo.

– No hace falta. Déjela puesta en la cerradura. Total, aquí no viene nadie.

– ¿Me permite una pregunta? ¿Por qué lo llamaban Dindò?

– Le gustaban las campanas. Cuando tocaban, hacía ding dong con la cabeza.

El cuarto de la escalera medía escasamente tres metros por tres, tenía el techo inclinado y recibía aire pero no luz a través de un ventanuco de treinta centímetros de lado, protegido por unos barrotes de hierro. El mobiliario consistía en un somier oxidado con un colchón encima, una colcha llena de agujeros y una almohada sin funda, una minúscula mesita y una silla de paja. Varias cajas de cartón hacían las veces de armario. En una especie de concavidad estaba la taza del váter y un lavabo cuyo grifo soltaba un hilillo de agua. Una pocilga, lo había definido el señor Aguglia. No, algo peor, una especie de celda abandonada de una cárcel de un país subdesarrollado. Calcetines, calzoncillos, camisetas sucias, hojas de periódico, cómics y números de la revista infantil Topolino cubrían el suelo. Al comisario se le partió el corazón y sintió el impulso de cerrar la puerta e irse de allí. Pero el cuerpo, como a veces le ocurría, se negó a cumplir la orden. Entonces quitó las cosas que había encima de la silla y se sentó. ¿Cómo era posible que en el interior de aquella hedionda celda hubiera penetrado la alegría, una felicidad tan grande que un día había dado lugar a que Dindò, que jamás había hecho tal cosa, se pusiera a cantar a grito pelado y no dejara de hacerlo hasta el momento en que le habían pegado un tiro, hasta que lo hirieron de muerte como un pájaro alcanzado en pleno vuelo por un cazador? Le volvió de nuevo a la mente el título de aquella novela. En el interior del cuarto ya no se veía nada. Habría tenido que levantarse y encender la bombilla que colgaba del techo, pero no le apetecía hacerlo. Quería permanecer un rato a oscuras en medio del repugnante olor y extraer de él las verdaderas respuestas a sus preguntas. La primera y sin duda la más importante era: ¿por qué había ido Dindò a matar a Gerlando Piccolo? El muchacho había entrado con ese propósito en la habitación donde Piccolo estaba acostado. Todo lo demás, los cajones revueltos, los cuadritos rotos que simulaban una afanosa búsqueda de algo que se pretendía robar, no era más que teatro, puro montaje. Alguien le había puesto en la mano un revólver -Dindò nunca habría podido agenciárselo por su cuenta- y lo había convencido de que el usurero merecía la muerte. Y Dindò había hecho aquello que le habían metido en la cabeza. Y, siendo como era, al verse de pronto en presencia de Grazia, no le había pegado un tiro como fácilmente habría podido hacer y como, en el fondo, era inevitable, por la simple razón de que ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad de que la muchacha reaccionara o de que, en caso de que lo detuvieran, ésta se convirtiera en su implacable acusadora. No, todo eso eran consideraciones que el cerebro del pobre Dindò no había sido capaz de elaborar. Él simplemente había tratado de escapar, como alguien le había enseñado a hacer. La segunda pregunta era: ¿cómo se las había arreglado para entrar en la casa? En la puerta principal no había ninguna señal de manipulación, lo más probable era que hubiera utilizado una copia de las llaves. Pero para hacer un duplicado de las llaves se tenía que sacar el molde, lo que significaba que en la casa, además de la sobrina, debía haber alguien más que podía entrar y salir a su antojo. ¿Quién podía ser? En la casa no había ninguna sirvienta, ni siquiera por horas. Grazia se encargaba de todo. Los clientes subían por la escalera exterior que había en la parte trasera de la casa, ni siquiera sabían cómo era la casa por dentro. ¿Entonces? Le dio vueltas al enigma en la cabeza y, de pronto, empezó a dibujarse en su mente la imagen de un hombre sin rostro y sin nombre. Una persona temida por todo el pueblo y a la cual Fazio no había conseguido conferir una identidad: el hombre que iba a cobrar el dinero por cuenta de Piccolo, su recaudador. A partir de aquel momento, todo empezó a adquirir tímidamente un motivo y una lógica, aunque todavía en forma de sombra casi imperceptible.

Se levantó para regresar a la comisaría, se movió en medio de la oscuridad, golpeó la mesita y la volcó. Soltando maldiciones, encendió la luz y observó que el mueble tenía un cajón que se había abierto. Dentro había un cómic, Zozzo, el Caballero Enmascarado. ¿Zozzo? Era una versión porno del Zorro, un cómic guarro. Al margen de cada página, Dindò había escrito con un bolígrafo rojo la misma palabra: «¡JUSTICIA!»

Se guardó el tebeo en el bolsillo, apagó la luz y salió.

En lugar de dirigirse a la comisaría, se fue a casa de Galluzzo. Llamó al timbre y la voz de Grazia contestó de inmediato:

– ¿Quién es?

– Soy Montalbano.

La chica abrió y el comisario se dio cuenta enseguida de que estaba muy pálida y tenía los ojos enrojecidos. En ese momento no podía definírsela precisamente como guapa.

– ¿Estás sola en casa?

– Sí, señor, Amelia ha salido a hacer la compra.

– ¿Qué estabas haciendo?

– Nada.

– ¿Te encuentras mal?

– Sí, señor.

– ¿Qué te ocurre? ¿Necesitas un médico?

– Esto no es cosa de médicos. Es que… no consigo dormir desde que supe que maté a aquel pobrecito. Y además… quiero volver a mi casa.

– ¿Es que no te encuentras a gusto?

– Sí, pero añoro mi casa.

– ¿No tienes miedo de vivir allí sola?

– Yo no tengo miedo de nada.

– Unos cuantos días más, tres como máximo, y podrás regresar a casa. He venido para preguntarte una cosa que puede resultarnos muy útil en las investigaciones sobre el asesinato de tu tío.

Grazia se alarmó y lo miró con los ojos desorbitados.

– Pero ¿todavía siguen con lo mismo? ¿No fue Dindò?

– Por supuesto que fue Dindò. Pero ¿te has preguntado alguna vez cómo se las arregló para entrar aquella noche? O alguien le abrió o disponía de un duplicado de las llaves. En cualquiera de los dos casos, eso significa que había un cómplice. Y el cómplice era una persona que tenía libertad para frecuentar la casa. Y eso es lo que yo te pregunto ahora: ¿había alguien a quien tu tío veía a menudo? ¿Hablaba durante mucho rato con alguien? ¿Invitaba a alguien a quedarse a comer?

El rostro de la muchacha se iluminó.

– ¡Pues sí! Un tal Fonzio. Algunas veces 'u zu Giurlanno me pedía que les sirviera un café cuando se iban a hablar al despacho.

– ¿Sabes cómo se apellida?

– No, señor.

En aquel momento oyeron que se abría la puerta principal. Era la mujer de Galluzzo, que regresaba de la compra.