– Amelia, Grazia se viene conmigo a la comisaría. Después le pediré a su marido que la traiga de vuelta. Grazia, ¿necesitas cambiarte de ropa para salir?
– Sí, señor, pero estoy lista en cinco minutos.
Montalbano dejó a la joven con Catarella, quien le mostró en el ordenador las fotografías de todas las personas con antecedentes penales de Vigàta y alrededores. Apenas había tenido tiempo de sentarse detrás de su escritorio cuando Catarella entró patinando y su loca carrera fue interrumpida por Fazio, que lo atrapó al vuelo. Respiraba afanosamente.
– ¡Dottori, la chica lo ha identificado!
Fueron a donde estaba la muchacha. Grazia permanecía de pie en un rincón de la estancia, cubriéndose el rostro con las manos y llorando muy quedo.
– ¡Galluzzo! Acompáñala a casa.
La ficha decía que Alfonso Aricò, nacido cuarenta años atrás en Vigàta, era una persona de muy mala fama que se dedicaba a los juegos de azar. Cuando no jugaba, sus actividades consistían en robos, chantajes, agresiones, actos de violencia y daños y lesiones a terceros. La fotografía mostraba a un hombre muy bien parecido con cara de delincuente.
– Fazio, corre la voz. Mañana por la mañana quiero a este cabrón en mi despacho.
6
Comió distraídamente, pues no tenía apetito. Se sentó junto a la mesita y examinó el cómic que había cogido en el cuartucho de Dindò. Había por lo menos otros diez más tirados por el suelo, pero el muchacho había atribuido una importancia especial a ése y lo había guardado en el cajón de la mesita para poder leerlo una y otra vez, como se deducía por las sucias y maltratadas páginas. En determinado momento, Dindò había empezado a escribir en los márgenes una sola palabra, «¡Justicia!». Una palabra que en sí misma no explicaba si el muchacho tenía intención de tomársela por su mano o bien de exigirla. Empezó a leer la historia con la paciencia de un santo. Se trataba de un viejo y lujurioso cacique que organizaba el rapto de una bella joven para poder doblegarla a sus deseos. El rapto se llevaba a cabo después de una serie de vicisitudes, pero, al final, el cacique podía contemplar en su dormitorio a Alba, que así se llamaba la chica, desnuda y suplicante. Los ruegos, las quejas y las lágrimas sólo servían para excitar más al viejo, que cogía a Alba y la poseía de todas las maneras posibles e imaginables. A continuación, ordenaba que la encerraran en una celda, con el propósito de repetir la hazaña después de un sueño reparador. Pero Zozzo, que había entrado a escondidas en la casa del cacique, lo mataba después de batirse en duelo con varios de sus esbirros. Liberaba a la chica y ésta, feliz y agradecida, se ponía a hacer con el caballero enmascarado cosas peores que las que el viejo la había obligado a soportar. Un pretexto estúpido para unas ilustraciones pornográficas. Pero ¿por qué razón Dindò había sentido la necesidad de escribir obsesivamente la palabra «justicia»? A lo mejor le había ocurrido lo que a ciertos espectadores de salas cinematográficas populares, que se meten tanto en la película que intervienen con comentarios, sugerencias y consejos dirigidos a las sordas sombras de la pantalla, las cuales siguen inexorablemente el camino trazado por el destino y el guionista. Estaba casi convencido de esa última hipótesis. Fue a sentarse en su butaca habitual y encendió el televisor: había un debate político sobre el tema de si era lícito que un subsecretario en ejercicio participara en anuncios publicitarios remunerados. Apagó a medio programa, presa de un profundo desconsuelo. Llamó a Livia y le habló largo rato de Dindò. Le describió la sucia celda en la que vivía el muchacho y le preguntó:
– ¿Puedes tú decirme por qué motivo a un pobre desgraciado como aquel muchacho le da de pronto por cantar en medio de semejante sordidez?
Y de Livia recibió una respuesta sencilla, que, precisamente por su sencillez, más aún, por su obviedad, tenía la fuerza de la verdad absoluta.
– ¿Por qué motivo, Salvo? Por amor.
Un relámpago. Perdió el equilibrio y a duras penas consiguió mantenerse en pie agarrándose con la mano a la mesita. Todas las piezas del rompecabezas fueron colocándose a velocidad de vértigo en su lugar correspondiente, formando un cuadro lógico, un dibujo perfecto.
– ¿Salvo? Salvo, ¿por qué no contestas?
No consiguió abrir la boca para decirle que aún estaba al aparato. Colgó.
Uno a uno, en el transcurso de la mañana, todos sus hombres fueron presentándose en la comisaría desolados y con las manos vacías: no habían conseguido localizar a Fonzio Aricò, el hombre con antecedentes penales que ejercía como cobrador de Gerlando Piccolo. Los vecinos de su casa llevaban una semana sin verlo. Decían que muchas veces se pasaba días y días sin aparecer. Y todos los hombres de Montalbano, después del informe negativo de sus pesquisas, esperaban una escena de furia incontenible; sin embargo, la respuesta del comisario fue serena y cortés:
– Muy bien, gracias.
Se quedaron tan pasmados que se preguntaron entre ellos si, por casualidad, no le habrían salido a su jefe los estigmas de la santidad.
Aquella misma mañana Montalbano hizo dos llamadas telefónicas: una al fiscal Tommaseo, muy larga, por cierto, pues éste exigió muchas explicaciones, aunque al final pareció convencido. La segunda fue al jefe de la Brigada Móvil, quien, por el contrario, no le pidió ninguna explicación. Dijo que sólo había un problema. ¿Durante cuánto tiempo necesitaría el equipo? El comisario contestó que el asunto se resolvería en cuestión de cuarenta y ocho horas. Ambos se pusieron de acuerdo.
A las cuatro de la tarde, un agente de la Móvil se presentó para entregarle las llaves de la casa de Gerlando Piccolo. Media hora después Montalbano llamó a Galluzzo y le comunicó, al tiempo que le entregaba las llaves, que Grazia podía regresar a casa cuando lo deseara.
– Mejor llámala desde aquí.
Cuando colgó, Galluzzo dijo que la joven quería regresar enseguida, cuando todavía hubiera luz, no porque tuviera miedo, sino porque le causaría menos impresión.
– Si me da usted permiso, la acompañaré yo en mi coche. En una hora como máximo estoy de vuelta.
– No es necesario que vuelvas. Cuando termines de ayudar a Grazia a instalarse, regresa directamente a tu casa. Si acaso, me llamas para decirme cómo ha reaccionado, si ha habido algún problema. Ah, dile también que nos llame si hubiera algo que la preocupara.
Galluzzo esbozó una sonrisa.
– Comisario, a esa chica no hay nada que la preocupe. Es muy valiente. Pero… ¿por qué tendría que preocuparse?
– Por Fonzio Aricò, por ejemplo. Nosotros no hemos conseguido localizarlo, pero quién nos dice que no está esperando el momento más adecuado para hacer acto de presencia…
La sonrisa de Galluzzo se esfumó.
– ¿Y qué puede querer Fonzio de Grazia?
– No lo sé. A lo mejor, los papeles de Gerlando Piccolo. Si sabe jugar con ellos, pueden proporcionarle un buen beneficio.
– Muy cierto. ¿Quiere que me quede con ella esta noche?
– ¿Y quién te dice que Fonzio va a presentarse precisamente esta noche? Mira, dile a Grazia que mañana pediré la orden del juez para incautarme de todos los papeles. De esa manera podrá estar tranquila. No, haz lo que te he dicho.
Galluzzo llamó a las siete y media. Acababa de regresar a su casa después de dejar a Grazia contenta de encontrarse de nuevo entre sus cosas. La otra llamada, la que Montalbano esperaba, la que confirmaría que su castillo de conjeturas no estaba hecho de papel de seda sino de cal y piedra, se produjo al cabo de una hora escasa.
– ¿Comisario Montalbano? Ha llamado. Nada más oír una voz masculina ha dicho que finalmente había regresado a casa y que no había ningún tipo de vigilancia. Ha añadido que tenía que darle dos cosas. Luego el hombre ha dicho que iría a su casa poco después de la medianoche. ¿Qué hacemos ahora?