– ¡No lo toques!
Obedeció y se incorporó sosteniendo en la mano sólo la gorra. El propietario del sombrero llegó a su lado. Era un muchacho de veinte años con barba y pendiente que se quedó mirándolo con expresión airada. En ese momento, una ráfaga de viento empujó el sombrero contra los zapatos del comisario.
– Apártate -dijo el muchacho.
– No, señor -replicó el comisario, que cuando hacía mal tiempo, estallaba a la primera de cambio y acababa las discusiones de mala manera-. Te agachas tú y lo recoges.
Sin mediar palabra, el joven barbudo le soltó un puñetazo en el estómago, y mientras Montalbano doblaba la cintura a causa del dolor, recogió el sombrero y echó a correr, desapareciendo por una bocacalle. El comisario respiró hondo e inició la persecución. No pensaba consentir que el chaval se fuera de rositas. ¿Qué coño de comportamiento era aquél? Un drogata, casi con toda seguridad. Lo vio a lo lejos. Caminaba a paso rápido, y se internó por una callejuela que discurría entre una iglesia y el edificio de la Rai, el del caballo. Montalbano se dio cuenta de que estaba alejándose de via Costabella, pero la rabia que lo quemaba por dentro era demasiado fuerte. Como su joven agresor no pensaba que pudiera pisarle los talones, a pesar de que seguía lloviendo a cántaros, andaba ahora tranquilamente y sin prisa.
Tras cruzar el viale Mazzini, el muchacho tomó una calle que al comisario le pareció que se llamaba via Ruffini. Allí decidió afrontar la situación. Apuró el paso, y cuando estuvo a la altura del joven, dijo:
– ¡Eh, tú!
El muchacho se detuvo y se giró. Reconoció a Montalbano, se quedó momentáneamente desconcertado y permaneció inmóvil justo el tiempo suficiente para que el comisario pegara un brinco hacia delante y le devolviera el puñetazo en el estómago.
El muchacho acusó el golpe, pero reaccionó de inmediato y le soltó un tremendo puntapié en la pierna izquierda. Montalbano, aguantando el dolor, se le echó encima. El joven lo cogió por el pelo y el comisario le metió un dedo en un ojo. Ambos cayeron al suelo rodando sobre el barro y el agua. Entonces una voz los paralizó:
– ¡Alto ahí! ¡Policía!
Sólo en ese instante, mientras se quitaba de encima al muchacho, Montalbano se fijó en que había ido a pelearse justo delante de una comisaría.
Lo llevaron dentro, no demasiado amablemente que digamos, junto con el chico. Cuando les pidieron la documentación, el avergonzado comisario habría deseado que se lo tragara la tierra, pero no tuvo más remedio que identificarse. Lo acompañaron al despacho de su colega romano, un tal Di Giovanni, de quien Montalbano había oído habar.
– No sé cómo disculparme. Estaba a punto de hacerle un favor a ese joven imbécil recogiéndole del suelo el sombrero que el viento se había llevado cuando me ha pegado un puñetazo sin ningún motivo. Créeme, Di Giovanni. Entonces lo he perseguido y atacado. Perdonadme todos, no tengo ninguna justificación…
– Vamos a ver a ese tipo -dijo Di Giovanni-. Le preguntaremos por qué la ha tomado contigo. Está claro que ese tío es un colgado.
No hizo falta que se movieran. Un inspector llamó con los nudillos a la puerta y entró.
– ¿Sabe, dottor Montalbano? Acaba usted de detener a un camello al que buscamos desde hace tiempo. Llevaba la droga en el forro del sombrero. Se llama Antonio Lapis, es un tirado. Vive con sus padres aquí cerca, en via Costabella.
Montalbano se quedó helado.
– Creo… que conozco a su padre. ¿Es uno que tiene tiendas de ropa?
– Sí, señor. El padre es una bellísima persona, pero el hijo es un desgraciado.
Montalbano tomó una rápida decisión. La huida.
– ¿Podríais pedirme un taxi?
Al llegar al hotel le dijo al portero que no le pasaran ninguna llamada, se metió en la bañera y cerró los ojos. Ernesto Lapis no le vería el pelo, le faltaba valor para contarle lo ocurrido. Mejor quedarse en la bañera, dejándose llevar por la melancolía y esperando la llegada de los estornudos de un resfriado que ya se anunciaba con el típico picor de nariz.
El cuarto secreto
1
¿Por qué había acabado escondido a las tres de la madrugada en el interior de un portal, siguiendo los pasos de Catarella? Por más que lo intentaba, no conseguía comprenderlo, pero de dos cosas estaba seguro: en primer lugar, Catarella estaba llevando a cabo una acción desconocida que no habría tenido que llevar a cabo; y, en segundo lugar, sabía que su ayudante ignoraba que lo seguía. Pero ¿qué quería decir todo aquello? ¿Significaba que Catarella estaba haciendo algo malo? Vestido de uniforme y doblado por la cintura, el agente caminaba pegado cautelosamente al muro de una casa en ruinas con unos negros agujeros en lugar de ventanas. Cada vez más sorprendido, Montalbano observó que Catarella arrastraba la pierna izquierda y empuñaba el revólver. La calle estaba completamente desierta, y de las diez farolas que debían iluminarla, al menos cinco estaban apagadas. Catarella se detuvo de golpe, miró a su alrededor y se dirigió a un coche que había aparcado junto al bordillo de la acera. A pesar de la oscuridad, Montalbano creyó ver un movimiento en el interior del vehículo. En efecto, la puerta se abrió y bajó un hombre. Lo que ocurrió a continuación fue como de película americana: mientras el agente apuraba el paso para acercarse a él, el hombre levantó un brazo y efectuó un disparo. Debía de ser un arma de gran calibre, pues el agente, alcanzado en el pecho, fue arrojado contra el muro, que estaba situado a dos o tres metros de distancia. Antes de que Montalbano pudiera moverse, el hombre volvió a subir al coche y se alejó haciendo chirriar las ruedas. En dos saltos, el comisario llegó al lugar donde se encontraba Catarella, que permanecía tumbado en el suelo, con el rostro desencajado y una gran mancha oscura en el centro del pecho. Tenía los ojos cerrados y respiraba afanosamente.
– ¡Catarè! ¡Dios bendito! ¡Catarè! -Catarella abrió los ojos y consiguió con un supremo esfuerzo enfocar la figura del comisario. Éste se agachó a su lado-. ¡Catarè!
– ¡Ah, dottori! ¿Es usía?
– Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué ha ocurrido? -Catarella trató de hablar, pero un esputo de sangre que le salió por la boca se lo impidió-. Catarè, tranquilízate, llamaré…
– No, señor dottori -murmuró Catarella-, no llame a nadie, no hace falta. Es todo falso. ¿Todavía no se ha dado cuenta, dottori? Es puro teatro.
Montalbano se quedó desconcertado: estaba claro que el agente deliraba y que, a punto de morir, desvariaba. Pese a todo, no pudo reprimir el impulso de preguntar:
– ¿Qué quiere decir eso de que es puro teatro? -Catarella torció la boca. ¿Era una sonrisa o una mueca de dolor? Montalbano insistió-: ¿Qué quiere decir?