– Estamos en una ópera en la que se canta, dottori. ¿No se ha dado cuenta de que la sangre de mi chaqueta es zumo de tomate?
Bajo la perpleja mirada del comisario, Catarella apoyó las manos en el suelo, se levantó, se ajustó la gorra del uniforme, que estaba torcida, se llevó una mano al pecho y se puso a cantar. A pesar de lo estrambótico de la situación, el comisario no pudo por menos que reconocer que Catarella, en su papel de Cavaradossi de Tosca, tenía una bonita voz muy bien impostada.
– … l’ora è fuggita e muoio disperato!…
Y se desplomó. Montalbano comprendió inmediatamente que Catarella había muerto. Y se llenó de una furia incontenible.
– ¡Catarè! -gritó.
En su grito había también horror, miedo y turbación.
Su propio grito lo despertó. Estaba empapado en sudor. Le costó abrir los ojos, parecía que tenía los párpados cerrados por un espeso y pegajoso pegamento. Había tenido una pesadilla, y comprendió inmediatamente la razón: la culpa era del medio kilo largo de habas frescas que se había zampado la víspera en la galería de su casa, junto con un trozo de queso de oveja fresco que Adelina le había dejado en el frigorífico. La delicia de saborear unas habas frescas consiste también en el placer del doble desgrane, durante el cual uno saborea con el pensamiento aquello que al cabo de muy poco tiempo podrán saborear la lengua y el paladar.
En efecto: primero hay que desgranar la vaina del haba que, siendo ligeramente vellosa por dentro y por fuera, resulta muy agradable al tacto; después hay que pelar todas las habitas, las cuales, mientras lo haces, te envían unos verdes efluvios que te recrean el corazón. Y mientras desgranas, vas pensando. Y, a lo mejor, se te ocurre la idea adecuada y útil para cada ocasión: desde resolver una discusión con Livia a entender el porqué y el cómo de un homicidio. Antes de volver a dormirse, recordó que en otra ocasión había soñado que mataban a Mimì Augello en el transcurso de una emboscada. Se acordaba muy bien de que aquella vez la culpa la había tenido medio cabrito al horno acompañado de patatas.
Como era de esperar, la primera persona a la que vio al entrar en la comisaría fue a Catarella, que hablaba por teléfono en tono alterado.
– ¡No, señor! ¿Cómo quiere que se lo diga? ¡Ésta no es la empresa de pompas fúnebres Cicalone! ¡Ésta es la comisaría de Vigàta en persona personalmente! ¡No, señor, usía se equivoca de número! ¿Quiere que se lo diga cantando?
Montalbano estaba convencido de que en Vigàta se había creado una asociación secreta de hijos de puta que se divertían llamando a Catarella y fingiendo equivocarse de número. Pero el verbo «cantar» había hecho que le volviera repentinamente a la memoria el sueño que había tenido.
– Catarella, ¿sabes que cantas muy bien?
Catarella, que estaba enjugándose el sudor de la frente que le había producido la complicada llamada telefónica que acababa de atender, lo miró perplejo.
– ¿Usía habla conmigo personalmente, dottori?
– ¿Y con quién quieres que hable, Catarè? ¡Aquí sólo estamos tú y yo!
– Dottori… -dijo Catarella, mirando a su alrededor y bajando la voz en tono conspirador-, pero ¿me ha oído usía cantar alguna vez?
– Sí.
– ¿Y eso cuándo fue, dottori? -preguntó, muy preocupado, Catarella.
– Esta noche.
El agente lo miró estupefacto.
– Dottori, pero ¡si yo esta noche he estado en mi cama!
– Cierto. Te he oído cantar en sueños.
El rostro de Catarella pasó del estupor a la conmoción.
– ¡Virgen santísima, dottori! ¡Ah, dottori, dottori, qué cosa tan bonita me está diciendo! ¡Usía sueña de noche conmigo!
Montalbano se azoró.
– Bueno, no exageremos…, no es algo que me ocurra siempre.
– Pero ¡esta noche ha soñado conmigo! ¡Y eso quiere decir que usía piensa a veces en mí, incluso cuando no estoy de servicio!
Montalbano comprendió que Catarella estaba a punto de echarse a llorar, abrumado por la emoción.
– Explícame una cosa -dijo para distraerlo-. ¿Por qué te preocupa tanto que alguien te oiga cantar?
Catarella lanzó un profundo suspiro.
– Ah, dottori, dottori, usía debe saber que cuando canto traigo mala suerte. Desafino tanto que, en cuanto me oyen, los perros se ponen a ladrar. ¿Quiere que le cuente una cosa? Una vez estaba en el coche de mi primo Pepè y, de pronto, me entraron ganas de cantar. En cuanto abrí la boca, mi primo se asustó, hizo una brusca maniobra y fuimos a parar a un barranco. Pepè se rompió de mala manera el hueso que está justo encima del culo, con perdón. ¿Cómo se llama? Ah, sí, el hueso sacrosanto.
Convencido de que a Mimì le haría gracia, Montalbano le contó el sueño. Sin embargo, el otro lo miró con expresión sombría.
– Yo creo en los sueños -dijo-. No en todos, claro, pero algunos acaban por resultar premonitorios. A mí me ocurrió hace poco. Soñé que un marido me sorprendía en la cama con su mujer. Y justo cuatro días después, el cornudo estuvo en un tris de sorprendernos, pero yo, recordando el sueño, conseguí escapar antes de que entrara en la casa.
– ¿Y a eso lo llamas tú un sueño premonitorio?
– ¿Y cómo quieres que lo llame?
– Oye, Mimì, cuando soñé que te pegaban un tiro y te mataban, ¿eso fue a tu juicio un sueño premonitorio?
– No, porque nadie me pegó un tiro y me mató.
– Lástima.
La puerta del despacho se abrió con tanta violencia que golpeó con fuerza la pared, provocando el desprendimiento del escaso revoque que todavía quedaba en esa zona.
– ¿Se te ha ido la mano? -preguntó con resignación el comisario.
– No, señor dottori, esta vez he patinado.
– ¿Qué sucede?
– Acabamos de recibir un sobre urgente con la dirección de usted en persona personalmente.
– Bueno, pues dámelo.
– Voy a buscarlo.
– ¿Sabes por qué a Catarella se le da bien el ordenador? -preguntó Montalbano a Mimì-. Porque su cabeza está hecha de la misma manera. Él me comunica que ha recibido un sobre para mí, pero si yo no le doy el visto bueno, no me lo entrega. -Catarella regresó, dejó el sobre encima de la mesa, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Montalbano se convirtió de repente en una estatua con la boca entreabierta-. ¡Catarella!
Su ayudante se detuvo y se volvió.
– A sus órdenes, dottori.
– ¿Por qué arrastras la pierna izquierda?
– Me duele, dottori.
Había que facilitarle un nuevo input al ordenador.
– ¿Y por qué te duele?
– Porque esta noche he tenido una pesadilla y he dado tantas vueltas que me he caído de la cama, dottori.
Montalbano no se atrevió a preguntarle qué clase de pesadilla había tenido. Sintió un molesto hormigueo en la columna vertebral y experimentó una repentina inquietud. Mimì Augello había observado la escena con creciente interés, pero esperó a que Catarella cerrara la puerta antes de hablar.
– Salvo, ¿quieres decirme una cosa? ¿En tu sueño Catarella cojeaba?
¡Qué policía tan hábil era Mimì Augello!
– No. -Bajo ningún concepto le habría dado una satisfacción. En ese momento apareció Fazio llevando sobre los brazos extendidos un enorme montón de papeles para firmar-. ¡No! -gritó el comisario, palideciendo.
– Lo siento -dijo Fazio-, pero hay que enviar los documentos hoy mismo. No hay más remedio -añadió, y depositó la pila de papeles sobre la mesa.